Sigue comiendo mielda
Desayunar mate con pan, comer un pancho o una hamburguesa al mediodía, una coca con galletitas por ahí para cortar la tarde y cenar una pizza con amigos. La dieta del trabajador precarizado con el que, de a ratos, todos nos igualamos, es un presente inapelable. La vida sana, en cambio, es un eslogan verde que casi nunca roza a las mayorías. Son pequeñas epopeyas personales, o, en todo caso, una eterna tendencia que nunca termina de consolidarse en el consumo masivo. De todas formas, y a pesar de los matices y las mañas de los esteticistas cool, la comida basura es un fenómeno transclasista. Pensemos si no en lo que se devora con fruición en el cumpleaños de cualquier niño argentino. Pepsi con snacks de grasa a precio europeo, Coca con su turbio veneno de azúcar y sal. Ellas son las que dictan el ritmo.
La industria mundial de la alimentación está en manos de un grupo de multinacionales que llegan a todos lados con su bocadillo mortal. Las marcas son gigantes omnipresentes que nos invitan a caer mansos en la tentación. Y zafar es mucho más difícil que ceder. Más que nada cuando las cadenas minan la ciudad, se renuevan, nos ofrecen experiencias de consumo donde el alimento berreta y caro viene empaquetado con filosofías orientales, ecologistas, del buen vivir. Incluso nacionalistas. El consumidor introyectó los valores de la alimentación “sana”, el cero calorías que los productos SER supieron vendernos tan bien. Pero la cantidad de niños obesos aumenta de manera exponencial.
En Argentina, la cadena alimenticia tiene un altísimo grado de concentración que, entre otras infinitas razones, explican el índice de inflación real. Somos un país de gordos con hambre que genera alimentos para 400 millones de personas.
Lo que en el campo se vive como la imposibilidad de desarrollar una vocación productiva más integral ante el avance del monocultivo, en la ciudad se asimila en forma cotidiana como transgénico y chatarra. Los tomates caros y sin gusto, la carne de feedlot, el pollo rebozado en antibióticos que cabe en la palma de una mano, las cadenas de comidas rápidas. La tragedia que nos tragamos cada día.
El sistema político no discute estos temas. Lo que nuestro país riñó y aún riñe en sordina apunta a la rentabilidad de los agronegocios y la propiedad de la tierra. El debate acerca de cuánto se lleva cada uno es tensa y decisiva, pero no debería bloquear la discusión sobre cómo se produce. Una cosa está dentro de la otra, aunque en esta región “condenada al éxito” de sus ventajas competitivas, fascinada por su lustrosa “alfombra verde”, la puja por la renta no consigue frenar las tendencias globales de la acumulación.
Dice Soledad Barruti, autora de Mal comidos, que nuestra alimentación está repleta de ingredientes que no necesitamos. Pero que son incluidos con precisión quirúrgica en la comida que nos aguarda, aviesa, en las góndolas. Somos lo que comemos y somos también los rehenes de una industria que va moldeando nuestros cuerpos. Podemos hincarle el diente a un tornillo de McDonald´s sin que la noticia llegue a perforar la cortina uniforme de los grandes medios.
El panorama es tan apocalíptico que la industria empieza a generar antídotos contra su propia política, un plan B para los ricos que caen víctimas de su voracidad. Y nos llevan con ellos.
Apostar a otro tipo de alimentación suele ser más caro y requiere la expansión de una cadena de ingeniería solidaria. La economía popular de productos autogestionados cuenta con un alcance limitado pero expresa el reverso del consumo que nos tiene anestesiados. Es, al mismo tiempo, cada vez más necesaria.
El profesor Andrés Carrasco afirma que en el mundo hay 1500 millones de hectáreas cultivadas: 170 millones ya están sembradas con transgénicos, el 90 por ciento en cinco países entre los que están Argentina y Brasil. La novedad que trae el siglo XXI es la introducción de la lógica financiera en la comida. La constitución del mercado mundial del morfi rápidamente llegó a la mesa de todos los ciudadanos del globo. La sofisticación estética de las grandes marcas logró el milagro de que la comida finalmente entre por los ojos. Y la aplicación intensiva de tecnologías y saberes expertos en lo relativo a la nutrición humana, ha influido decisivamente en los hábitos de consumo.
Vivimos en la época de la reproductibilidad técnica de los comestibles. Sin embargo el hambre, lejos de extinguirse, persiste y –así como va la cosa– vencerá. Junto con la discusión sobre el consenso de los commodities, el desarrollo y el extractivismo que –para las mayorías de los centros urbanos– suena todavía lejana, deberíamos pensar en la soberanía alimentaria antes de que seamos pasado. Porque, como dicen muchos de los autores en el dossier que sigue, lo único que no podemos dejar de hacer en esta vida es seguir comiendo (mielda). Y la tenemos adentro.