El peso de vivir
Luis Navarro*. LQS. Mayo 2018
El trabajo no es ni bueno, ni grande, ni bello. Lo único que lo justifica es que se ha hecho reconocer como verdadero, es decir necesario. ¿Pero es necesario?
Sobre la muerte del trabajo y sus fantasmas
Todos los días a la misma hora subo al mismo tren y soy arrastrado al lugar de siempre junto a mis tristes compañeros de cuerda, con quienes no comparto más que una sorda pesadumbre y una dolorosa resignación. Alguien pulsa una palanca y dejo de ser yo: abandono todas mis aspiraciones, mis deseos e incluso mis principios para funcionar como una pieza de la máquina. Comienza otra jornada, que se extiende hasta abarcar la parte más lúcida e intensa de nuestra existencia, vaciándola como se vacían los vasos de un reloj de arena. Vivimos contra el tiempo, pero en el curro lo dejamos transcurrir con displicencia hasta la hora de salir de nuevo al encuentro de nosotros mismos. La vida, con todo su amplio menú de posibilidades, nos espera al final de la cuenta. Pero nos hallamos para entonces exprimidos y tensos, sin ánimo de emprender aventuras, así que nos abandonamos a cualquiera de las modalidades de ocio programado hasta que llegue el nuevo toque de queda. Dado que el trabajo nos somete a una actividad forzosa, los días “libres” han de estar exentos de todo lo que pueda parecerse a una actividad. El trabajo compartimenta nuestra vida en un impreso cuyas diferentes casillas rellenamos aplicadamente. El ciclo de la producción y el consumo debe ser cubierto para alcanzar la integración en un dispositivo social ajeno que nos abruma y no aspiramos a cambiar. Pero lo peor de todo es que mañana será igual. Y que se sucederán los días con el mismo monótono argumento, sin escapatoria posible, sin esperanza, hasta el momento en que tu energía se remanse y te hayas olvidado de gozar.
La cultura del trabajo se manifiesta de forma paradójica. Todo el mundo quiere librarse de él, pero es incapaz de concebir una forma de ocupar el tiempo que no consista en una actividad productiva. Lo experimentamos como una maldición de acuerdo con el origen etimológico del concepto: trabajo se deriva del latín tripalium, especie de cruz de tres palos donde se fijaba a los reos en la Edad Media para su castigo o su ejecución. Este sesgo también parece darse en su sinónimo jergal “curro”, si es cierto que procede del caló curelo, sinónimo de “castigo”, de donde procedería también su acepción de “paliza”.
No obstante, el trabajo es la medida de todas las cosas, y el mayor bien al que podemos aspirar es a tener un “buen trabajo”. Resulta provocador y maligno oponerse a él o cuestionarlo. La sociedad observa preocupada el aumento en las cifras de desempleo y da por buenas las reformas que contribuyen a reducirlas, aún a costa de la calidad en los contratos. Hemos llegado a hacer del trabajo la “esencia humana”, lo que nos diferencia del resto de la naturaleza y nos autoriza a poseerla. El marxismo puso en el trabajo la fuente y la medida del valor. En este punto coincide con la ideología liberal, que identifica el trabajo con la riqueza y lo convierte en una marca de excelencia. La figura del emprendedor que ha logrado amasar una fortuna, aún a costa de explotar el trabajo ajeno, es un mito fundador del capitalismo. La entrega en el trabajo es sancionada como signo de honestidad, mientras se censura con acritud el abandono de quien se conforma con una paga exigua. Por otra parte, ¿quién se hace rico a través del trabajo asalariado?
“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, sentenció un dios muy enfadado en el principio de la historia con unas criaturas que habían abandonado su ociosa vida de cazadores-recolectores, al tiempo que advertía a la mujer: “Parirás con dolor”. El dulce fruto de la vida ya no podrá libarse sin pagar un precio por ello. “El que no quiera trabajar, que no coma”, predicaba San Pablo a los tesalonicenses, aforismo que fue recogido por Lenin e incluido en la Constitución de la Unión Soviética de 1936 como uno de los principios fundamentales del socialismo. La máxima va cobrando poco a poco un sentido positivo por cuanto se inviste de dignidad al proyectarse sobre la comunidad, pero su fundamento moral es el mismo: es necesario el sacrificio para expiar la vida, y este hecho será universal en virtud del pecado original que atormenta a nuestra cultura. Si el trabajo es tenido en tan alta estima y considerado una virtud es precisamente por que resulta molesto, agotador, alienante; porque supone una mutilación de la persona. Ambos términos van unidos en esta lógica de la expiación, como si una ley natural comerciase con la propia vida, imponiéndole límites y sometiéndola constantemente al juicio de la escasez.
El trabajo es la dictadura
Dado que hemos puesto en el trabajo no solo la excelencia, sino la propia esencia humana, tenemos la percepción de que esta esencia se destruye cuando no se encuentra ocupada. El trabajo nos aporta una identidad producida en serie que nos redime del vacío existencial y nos exime de buscar sentido a nuestras vidas. El trabajo nos salva de nosotros mismos, en la medida en que nos impide entregarnos a la indolencia y el vicio, entendiendo como tal cualquier actividad no productiva. La idea que subyace es que el ser humano es una masa inerte que necesita ser activada y disciplinada. Este principio es asumido por quienes se encuentran en situación de desempleo y confirmado por la exclusión social que ello comporta hasta el punto de destruir sus vidas.
Preguntémonos qué hay de bueno, de grande o de hermoso en el desgaste programado de nuestra energía y en la entrega de nuestro tiempo de vida a los intereses privados de otras personas. Preguntémonos qué tipo de actividades podríamos realizar, y con qué diferente espíritu y motivación, si tuviéramos a nuestra disposición esos grandes paquetes de tiempo que tenemos que vender. El trabajo se ha convertido en el enemigo principal de la familia, sobre todo cuando todos sus miembros trabajan. No solo nos roba un tiempo precioso para cultivar los afectos, sino que además genera tensiones y problemas que se proyectan sobre nuestra esfera íntima. Imaginemos, en fin, cómo serían el arte y la cultura si no estuviesen sometidos a la lógica mercantil, practicados soberana y desinteresadamente por todo el mundo como una forma de encuentro con nosotros mismos y con los demás.
El trabajo es inmoral porque se basa en la compra-venta de tiempo humano, explotando su fuerza y sus capacidades y mercantilizando las relaciones sociales. Suele decirse que la prostitución es el más antiguo de los trabajos; lo cierto es que todo trabajo asalariado es una forma de prostitución. El fundamento moral que da sentido al trabajo es la producción de bienes o la realización de servicios a la comunidad, es decir la solidaridad, pero su fundamento material es la explotación y la competencia.
El trabajo es indigno porque se basa en formas elementales de dominación, con una marcada jerarquía y un poder absoluto de los poseedores de los medios de producción sobre los trabajadores y con una capacidad de decisión nula por parte de éstos sobre las condiciones que tienen que soportar.
Cada trabajo es insalubre de una forma distinta: poniéndonos en situaciones de riesgo para nuestra integridad física, sometiéndonos a actividades repetidas que maltratan y desgastan nuestro cuerpo, exponiéndonos a sustancias tóxicas y a situaciones de estrés o haciendo de nuestra vida un infierno.
El trabajo destruye el medio ambiente a su medida, con la excusa de dominar la naturaleza y humanizarla, llegando a poner en peligro los recursos naturales de poblaciones enteras.
El trabajo no es ni bueno, ni grande, ni bello. Lo único que lo justifica es que se ha hecho reconocer como verdadero, es decir necesario. ¿Pero es necesario?
En busca del trabajo perdido
El drama del desempleo no irrumpe de forma clara en la agenda política hasta bien avanzados los años 70, con la crisis del petroleo y la avanzada de las políticas conservadoras contra los derechos sociales alcanzados por los trabajadores. Se abandonan las políticas de pleno empleo y empieza a generarse aquel “ejército de reserva” del que hablaba Marx con el objetivo declarado de desarmar al trabajador, convertirlo en una pieza intercambiable y enfrentarlo a su propia clase.
En España, esta tendencia coincide con el fin del régimen franquista y la instauración de un régimen de apariencia democrática. Las cifras de desempleo se disparan entonces hasta alcanzar la cuarta parte de la población activa en 1994. Si anteriormente se habían mantenido en niveles más moderados fue por las grandes expectativas urbanísticas y especulativas que había generado la espectacularización de la imagen de España en la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América en Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona y la Capitalidad Europea de la Cultura en Madrid. Las cifras de desempleo vuelven a decrecer durante los primeros años del siglo mientras se desarrolla el crecimiento basado en el ladrillo y empieza a gestarse la inminente crisis.
Buena cosa el trabajo, que hace avanzar el producto interior bruto hacia la explosión de las burbujas. Lástima de aquellos aeropuertos, de aquellas autopistas y grandes centros comerciales en medio del desierto.
Una muerte anunciada
De todas las mercancías que pueblan los circuitos de la actual organización capitalista de la producción, probablemente sea la fuerza de trabajo la más sometida a los procesos de acumulación, depreciación y obsolescencia que le son inherentes. Se explica esto como una simple cuestión de desequilibrio rampante entre la oferta y la demanda. Los sucesivos avances tecnológicos han supuesto un aumento constante en los niveles de producción con un uso cada vez menor y más cualificado de mano de obra. Naturalmente no es éste el único factor. La producción de riqueza depende hoy menos de la explotación directa del trabajo vivo que de la explotación del trabajador como ser viviente, se desplaza del ámbito productivo al financiero y especulativo. Si el sistema no abandona al trabajador a su suerte es porque necesita consumidores capaces de absorber sus quimeras, y si no le garantiza la posibilidad de hacerlo es porque necesita individuos frustrados y necesitados dispuestos a someterse.
La revolución industrial, que trajo consigo la mecanización, vació los campos y produjo en el siglo pasado el éxodo a la ciudad para trabajar en las fábricas, convirtiendo a los campesinos en proletarios. Pero la industria dejó con el tiempo de tener capacidad para absorber esa mano de obra excedente, de modo que se potenció el tercer sector de los servicios. La fabricación de bienes de consumo dejó de ser el motor de la economía, pero seguía siendo necesario mantener un mercado capaz de absorber toda la abundancia que podía generarse gracias a los avances tecnológicos. El rápido crecimiento demográfico agravó la cuestión, generando una bolsa de parados que más tarde derivaría en precarización del empleo y progresiva desmaterialización del trabajo.
Se trata de un proceso que cualquiera ha vivido en alguna de sus fases, y en el que muchos autores han querido ver abrirse la posibilidad de una humanidad emancipada de la necesidad de vender su tiempo, entregada al libre empleo del mismo en el goce, la creación incondicionada y el cultivo de las relaciones y los afectos. Ya a finales del siglo XIX Paul Lafargue reivindicaba El derecho a la pereza (1883) hecho posible por el maquinismo, pero que debía ser conquistado mediante la revolución social. En el mismo sentido se pronunciaron los situacionistas a mediados del siglo pasado, apuntando la posibilidad de que la automatización despertase al “creador que duerme” en cada persona. En España, Luis Racionero (Del paro al ocio, 1983) auguró una revolución de los valores que elevaría la dignidad de la existencia humana emancipándola del trabajo forzoso. Por la misma época, el anarquista estadounidense Bob Black (La abolición del trabajo, 1985), desde una perspectiva revolucionaria, promulgaba la libre autoproducción de los trabajadores para alcanzar una vida basada en el “juego”; y más recientemente Jeremy Rifkin (El fin del trabajo, 1995) proclamaba el “fin del trabajo” y la necesidad de su redistribución, así como la implementación de un “ingreso garantizado” similar a la renta básica.
…y nunca consumada
Hay un supuesto en común en todas estas perspectivas visionarias: el trabajo ha dejado de ser la eje de la actividad productiva. Las sociedades desarrolladas tienen gracias a la tecnología la capacidad de satisfacer las necesidades básicas de la población sin una gran inversión de esfuerzo, lo que abre la posibilidad para el ser humano de realizarse en otras dimensiones antes desatendidas por falta de tiempo. Pero la realidad resulta bien tosca si la enfrentamos a estas previsiones. No sólo el trabajo no ha dejado de ser el término absoluto alrededor del cual gira toda la actividad humana, sino que vemos degradarse sus condiciones con cada reforma laboral. Quien lo posee lo soporta agradecido, y quien no lo posee anda demasiado ocupado buscándolo o lamentando su miseria. Pero lo más común es que esa miseria se distribuya en empleos de mierda que no aportan nada a la comunidad y no nos garantizan la supervivencia, pero nos siguen jodiendo la vida.
El trabajo sigue marcando la línea entre la vida y la muerte social, arrojando a una parte significativa de la población al mismo contenedor de los deshechos donde acaban las mercancías deterioradas. Los empleadores explotan el alto índice de demandas bajando los salarios e imponiendo condiciones cada vez más restrictivas. Los parados de larga duración, que generosamente dejaron de competir por un bien tan escaso, son sometidos a programas de reinserción que los fiscalizan y los culpabilizan. Los emprendedores y los autónomos se explotan a sí mismos con más saña y rigor de los que emplean las multinacionales con sus peones, y su ejemplo es exaltado socialmente para aplastar a los que no logran abrirse camino. Si tan altas eran nuestras expectativas hacia el progreso, ¿qué está fallando?
Laboratorio de alternativas
El último autor en subirse al carro del utopismo de la liberación del trabajo ha sido el historiador holandés Rutger Bregman, autor de Utopía para realistas (2015), que ha vuelto a resucitar los debates sobre el fin del trabajo con el desarrollo de la robotización en el horizonte. Se trata de un texto que aporta pocas novedades con respecto a obras anteriores y que, sin cuestionar las bases de la actual organización del sistema y de la propiedad, cree posible la instauración una renta básica universal y la reducción de la jornada laboral a 15 horas. Ambas medidas se habían planteado a lo largo del pasado siglo no ya desde la literatura utópica o revolucionaria, sino a través de destacados economistas académicos como Keynes, Friedman o Galbraith.
La renta básica es un ingreso fijo y universal al que todo el mundo tendría derecho mientras estuviese vivo. Ello no solo garantizaría la cobertura de las necesidades básicas del individuo, eliminando las lacras de la miseria y la delincuencia común, sino también su libertad para elegir dónde y cómo trabajar, o incluso no hacerlo. Aunque desde la perspectiva que venimos desarrollando parece una idea descabellada y encuentra grandes resistencias culturales, no se trata más que de hacer efectiva la aplicación de los Derechos Humanos cuando la sociedad no es capaz de garantizar el pleno empleo, mediante un dispositivo de redistribución de la riqueza que resulta perfectamente factible. Para Bregman la renta básica no solo es aplicable en un contexto capitalista, sino que sería su fruto maduro y el “mayor logro” del capitalismo consumado.
Lo que ha puesto de nuevo de actualidad esta idea fuerza y la ha sacado del purgatorio de las utopías es que ya existen experiencias pioneras en el estado de Alaska con bastantes buenos resultados, y se está ensayando en países como Finlandia y Holanda. Los partidos europeos del espectro izquierdista empiezan a incluirla en sus programas, como ha hecho Podemos entre otros en España, y cada vez resuena más en los foros de las élites como posible alternativa al “estado del bienestar”. Existe claramente un inquietud social con respecto a este tema y una búsqueda activa de alternativas que ha saltado a los medios.
Tanto la redistribución racional de la riqueza que supondría la implantación de la renta básica como la redistribución racional del trabajo mediante la reducción de la jornada laboral parecen buenas ideas en un contexto de abundancia en el que el trabajo se ha convertido en un bien escaso. A pesar de todo, existen todavía numerosos obstáculos, no solo culturales, sino también económicos para su implantación. Hay que precisar que la experiencia de Alaska no es sino un impuesto redistributivo a las compañías petroleras que se gestiona comunalmente, y en Finlandia apenas se han dado los primeros pasos de un experimento social. ¿Cómo se financiaría? ¿Cómo incidiría en los niveles de inflación? ¿Cómo afectará al mercado de trabajo?
Firmar el finiquito
En los últimos años la obsesión de nuestros gestores ha sido aumentar y concentrar los beneficios a costa sobre todo de minimizar los gastos de producción, en primer lugar la mano de obra, así como los contributivos. Constantemente nos han pedido mayor productividad, mayor austeridad, más recortes sociales. La extracción de plusvalía sigue haciéndose a costa del trabajo viviente, pero tiene en la fuerza de trabajo excedente su seguro de riesgo. El trabajo realmente útil, productor de bienes y servicios necesarios para la comunidad, apenas conforma la el 50% de la fuerza productiva, y vemos proliferar en su lugar a los comunity managers, captadores de recursos, consultores de mercado, teleoperadores, carteros comerciales. En cambio se descuida el sector de los cuidados, que no entra en la lógica de la producción del beneficio, y se privatiza la salud y la educación, haciéndolas entrar en los circuitos del mercado. En vez de reducirnos la jornada, el tiempo de trabajo se desguaza en paquetes de miseria mediante contratos a tiempo parcial, por horas o por necesidades de producción, lo que permite disfrazar las cifras de desempleo.
Todo parece indicar que detrás de estos debates y transformaciones hay ya en marcha una reconfiguración velada del mercado de trabajo que elude enfrentar radicalmente las bases del modelo productivo y dar mayor autonomía a los trabajadores. La renta básica no servirá de nada si no se consigue a través de la lucha y la organización de la sociedad civil. La inevitable distribución del tiempo de trabajo se llevará cabo a costa de la reducción de las expectativas de la clase trabajadora. Frente a este panorama, no podemos esperar nada de nuestros gestores, sino la prolongación artificial de esta agonía. Tampoco la tecnología por sí misma va a salvarnos, como se a puesto de manifiesto a través de las sucesivas revoluciones. Lo que se echa de menos en estas propuestas del nuevo siglo es aquella llamada de los utopistas a la autoorganización de los trabajadores y la apropiación de los medios de producción. Sólo la autogestión puede cambiar nuestro destino.
– Imágenes cortesía de Estudio Santiago Sierra
* Publicado originalmente en la Revista Cáñamo nº 233. Creative Commons
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