Sopa de plátano, nuestra negritud y mulatez

Sopa de plátano, nuestra negritud y mulatez

Mi restorán abierto en el camino
para ti, trashumante peregrino.
Comida limpia y varia
sin truco de especiosa culinaria.
Luis Palés Matos

La sopa de plátano entonces nos devuelve a toda
nuestra negritud y mulatez, la espolvoreamos muy
criolla y delicadamente con queso blanco rallado al
momento de servirla.
Edgardo Rodríguez Juliá

Mapa. Ni en la cima de la montaña bajo la sombra de los flamboyanes, a la merced de un fresco paradisíaco, ni a la orilla de la costa de frente al sol, con un calor de tres pares de cojones; no, la ubicación —imagínatela, si gustas, como una geopolítica del saber— se da en una geografía más contaminada por el trajín de todos los días, hollín de la mejor cotidianeidad.

Mi restorán, también se puede pensar que ha sido, en un pasado no muy lejano, una fonda boricua, estaba —¿trashumante peregrino?— en medio de la llamada zona metropolitana, una megalópolis húmeda de mucha densidad poblacional por la que fluía la gente a pie, en carro, en guagua y en bicicleta. Innombrada en el fundacional Elogio de la fonda (2001), estamos en un vecindario clase media que, a partir de la modernidad, venía transformando desde mediados de siglo XX su calle más importante —la Avenida San Alfonso— en una zona poco a poco comercial; por eso las viviendas se habían transformado en farmacias criollas, en iglesias protestantes, en gasolineras, en pizzerías, en talleres de mecánica, en bares de esquina con mesas de billar y techos de aluminio, en tiendas de artículos de segunda mano, en laboratorios clínicos, en agencias hípicas, entre otros animales, incluidos los fast foods gringos, de la fauna cotidiana.

Prefacio. Un restaurante criollo dividido en dos comedores y una zona, escueta pero funcional, de despacho al detal, a la que se podía llegar desde la calle, con los ojos cerrados, por el olor seductor a sofrito. ¿No es el ajo en casos como éstos el mejor ojo? En el comedor que estaba justo al pie de la entrada, abierto al ruido y a la temperatura —el calor— de la calle; era una zona castigada por el sol y el polvorín del tráfico contiguo, sobre todo cuando, al mediodía, el ajetreo asediaba la modernidad entrecomillada; no había un alma. A esta hora del calor, como en el mejor desencuentro que estudió Julio Matos, las mesas estaban vacías. Más allá, al otro lado del mostrador que estaba enfrente, se calentaba la mayor parte de la comida, limpia y varia: los famosos pollos rostizados, el arroz con gandules, las habichuelas, las batatas, la yuca, los rellenos de papa, los amarillos, las panas, el maíz y toda la fritanga —por supuesto, las alcapurrias— que enloquecía al paladar de esta isla. Además, desde ese mostrador de formica blanca, testigo de muchas caninas, se despachaba y se cobraba la comida para la calle, siempre en flujo y reflujo de trashumantes hambrientos. Zona de alta temperatura y de ajetreo de tripas alteradas; espacio de mucha intensidad biótica: mi restorán abierto en el camino para ti.

A pesar del calor isleño —o por él— la gente prefería en cada almuerzo y en cada cena, como el que mata el fuego con fuego, la comida caliente.

Más allá de este primer comedor desolado pero no por eso triste, a la derecha, hacia el final del pasillo, estaba la puerta del segundo comedor, un salón climatizado, con bar, todavía con manteles de hule translúcido, pero sin humedad; tablado donde se refugiaba, como en el mejor jolgorio, la mayoría de los comensales. Todo un evento para el interplay de gustemas. Gente que, agobiada por un día de mucho fuego —aun cuando llegara al restaurante en su Totoya con aire acondicionado— iba en busca de la cura diaria: un arroz blanco con habichuelas coloradas, un pedazo de bistec, una carne frita o guisada, una pechuga de pollo, tostones o amarillos, una ensalada mixta, varios trozos de pan, una Coca Cola, un flan y al final, por supuesto, un pocillo de café. ¿Glotones de la mejor pera? ¿Cuánto dejaban —¡cabrones en su tinta!— de propina?

Primer escenario. En un salón como ése, en medio del trajín cotidiano —friendo y comiendo, como decían los híbridos en las paradas de guagua cuando no había que esperar mucho— surgió, luminaria del sabor y del saber, mi sopa de plátano, altanera pero nunca cursi, deidad pagana en un reino profundamente establecido en este mundo de alimentos mayormente importados. ¿No viene de la República Dominicana la mayoría de los plátanos que llegan a Puerto Rico? Diosa de los caldos espesos; sí, por supuesto, qué llueva café en el campo y que, además, se inunden las cunetas de arroz guisado. Que el plátano de Eduardo Galeano —¿un guineo boricua?— se chupe toda la vida que ha corrido por las venas de esta isla pequeña que en 1898 cambió de rumba: Y de pronto se descargó la lluvia, sin aviso, a toda furia, y se llevó la sangre hasta el pie de un plátano. El plátano la bebió hasta la última gota.

Al centro de la mesa antillana —ahora, como en una figuración de marzo, era la única mesa en un comedor que se había tornado circular— descansaba, etnocéntricamente abierta, en un bol blanco, la pulpa divina de los dioses antillanos, una presencia autónomamente dialógica, centrípeta pero con líneas de fuga, sobre un mantel de algodón que, como si fuera el de un cáliz profano y ateo, la santificaba desde su propia materialidad. Un caldo que, desde su centralidad postcolombina, olía a historia con sal y pimienta. Puro contraste, según planteaban los cronistas de a pie que iban y venían sin grandes metarrelatos por las aceras, consumiendo, como Julia de Burgos, el ahora que les había tocado vivir en la brega diaria de las cunetas, siempre dura en cuestiones de clase y de raza, para sacarle a la entropía inapelable toda la alegría que estuviera a su alcance. Magma en ebullición; desde su copón triunfal, la sopa nos interpelaba a través del glorioso plátano, una fruta ambidextra: ¿esencialismo o discursividad? Performance, nunca objeto; nada de ahistóricas fijaciones estructuralistas. Una intermitencia majestuosa, como la de las reinas afrohispánicas, firme en su corporalidad jugosa, robusta, olorosa y ardiente, bregando siempre al centro de las dicotomías que no la apresarían jamás; una sustancia amarillosa, espesa y humeante, en cuya superficie flotaban, como gotas de rocío, fragmentos de cilantrillo criollo, escarchas de un verde  alegre —¿espinaca o calalú?— sobre el caldo ambarino.

Una sopa caliente y gruesa, puesta al centro de un comedor ampliamente circular, sin humedad pegajosa, heroicamente vacío, que —como si fuera un piano de cola en el Carnegie Hall— reclamaba, desde esa austeridad épica, un lenguaje propio. ¿No era el plátano verde, como el tomate, una fruta inscrita en la gramática culinaria del vegetal? Aroma, resistencia, insistencia, voluntad del plátano verde que, no obstante, se dejaba derrotar por el guiso: olor al triunfo de una materia acoplada, como si se tratara de una victoria en la que ganaba al fin y al cabo el vencido. Olor a brega sazonada en el Caribe, un archipiélago de muchos encuentros, desencuentros y atropellos, al cual llegaron las primeras generaciones de plátanos —de las Canarias a las Antillas— de la mano de los conquistadores en el siglo XVI —época de cruces tantas veces violentos— para alimentar a los esclavos que engordaban la colonia. En 1905, Ramón Frade pintó el plátano verde como si fuera el trigo de la cotidianeidad boricua.

Intermedio. Todo en la quietud y el silencio del salón esférico, una geopolítica cómplice en sus vueltas concéntricas, interceptaba el vapor ondulante y espiralado que exudaba la sopa pagana; un humo que a su vez, como una luna enamorada, le devolvía luminiscencia al cuenco blanco del que emanaba su aura y su amor; algo en la interrupción del éter divino —¿un flechazo de Cupido?— socavaba la prepotencia de los almidones enardecidos, transformando desde el fuego el poder del plátano en un aroma más dulzón. Desde una proyección holográfica sobre las paredes blancas del comedor, se leía esta cita de Rodríguez Juliá en Elogio a la fonda: Para Sarduy, el convite antillano es siempre insinuación, promesa de que se derramará la cornucopia, aleteo de nuestra promiscuidad de siempre.

Segundo escenario. Sopa para los mortales del trópico —los únicos dioses de la caribeñidad— que, ya lo había subrayado José Martí, cualquier aprendiz de brujo podía preparar con un poco de maña, en medio de un día ajetreado y caluroso, pesado como la humedad emblemática del Caribe, entre libros de cocina salpicados de metáforas y manuales de poesía manchados de salsa de tomate, frente al fogón de todos los días. Un potaje etimológicamente paradisíaco, como quizás descubrió el legendario cocinero cubano Luis Leng, compuesto de diez ingredientes fáciles: tres plátanos verdes, media cebolla blanca, cuatro dientes de ajo, aceite de oliva, sal, pimienta, tomate, agua, pimentón de cayena y cilantrillo criollo. Una propuesta que, para sostenerse en su propia materialidad, tenía que quedar necesariamente espesa. Una sustancialidad que, so pretexto de aligerarla, en ningún momento se debía mezclar con yautías, ñames, papas o calabazas. Para que significara desde su austeridad épica, la sopa tenía que sostenerse en la corporalidad del plátano, fruto de una hierba que en la India antigua le llamaban, a uno de sus familiares, Musa Sapientum, planta del sabio. La espesura del caldo, cuánto más o menos opaco se quiera su lenguaje, sólo se podía regular desde el agua; nunca mediante la añadidura de tubérculos o vegetales. Ahora bien, el gustema a plátano verde, una tonalidad que, por la hegemonía de los almidones, podía parecer prepotente, se podía matizar con otra fruta, el tomate, dándole así un tono más rojizo, anaranjado, al sabor amarillento y cerrado, a veces oscuro, del plátano hervido.

Epílogo. Para empezar bien, conviene calentar, tal como llegaron al mundo, los plátanos, ya sea en el microondas o preferiblemente en una olla con agua caliente; ojo, no se trata de cocinar la fruta ni de reconquistar las Américas, sino de ablandarle la cáscara al muerto verde, de modo que el almidón no se resista al corte y despegue de la piel, un proceso más humillante que doloroso. Una vez tibio el sujeto, domeñada la viscosidad pegajosa de su baba —de donde viene la mancha de plátano boricua— se le dan tres tajos a lo largo de las costuras y con el pulgar hundido en la fisura meridional, siempre de sur a norte, como el que sube una cremallera o el que invierte políticamente la globalización, se desliza el pulgar hasta que se despegue sin resistencia la cáscara, la cual cae derrotada aunque no necesariamente abatida, pues se debe reciclar. Ya desnudo y sumiso, el plátano, un misil en tiempos de paz, se tritura hasta que, en hilachas, quede en añicos, desflecado, cual escombros de un desgarramiento total; fragmentos, como decía Lezama Lima, que se congregan alrededor de su imán.

Sobre el fogón, a fuego lento, se pone una olla de tamaño mediano con una base de aceite de oliva, en la cual se sofríen, con cuidado, los ajos y la media cebolla, ambos bien picados para evitar las aporías académicas que tanto emputecen a los filósofos de la nutrición, gatos de la noche nietzscheana que andan siempre, hasta de día, con las antenas de punta, listos en todo momento para meterle el dedo al latinoamericanismo más ingenuo, o, en el sentido gringo, más perversamente nice. Al rato, después que el perro ladre tres veces, se añade al guiso un poco de agua, medio tomate troceado y se cuece hasta que, sin violencia, para no exacerbar los jugos de la materia en cuestión —no hay que tronar a nadie; ¡soldado, aparta de mi ese sable!— la fruta roja se integre a la mezcla, como diría Vargas Llosa, blanquiñosa. Otro proceso más de socialización al que, sin arcabuces, en cualquier momento se le puede echar, con la seguridad del que disfruta de la materia alebrestada en la punta del sexo, un tanto de sal y pimienta, de modo que el guiso, como un esfínter excitado, vaya abriéndose —en guerra avisada no muere soldado— a la heteroglosia que está por caerle encima. ¡Un golpe de agua —como en un segundo bautizo— que lo mezcla todo!

Sobre este subtexto, sin dejar que se cohesione más de la cuenta —toda cocción plantea, lo sabe Michael Onfray, una política por la que es responsable el cocinero— se vierte el cuerpo de agua que se vaya a usar —cómodamente, sin tener que cagarse en Dios, se llenan tres cuartas partes de la olla— y se sube la temperatura al máximo para que el caldo, bien tapado, hierva en su propia definición. Sobre el agua hirviendo se echa el plátano desflecado para que los fragmentos, incitados por el fuego, se sodomicen unos a otros, como cuando en las fiestas patronales el cura, con la verdad de pie, levantada como un santo en penitencia —¿otro cardenal ajusticiado?— se pasaba de la raya, metiéndole el dedo a una boca de incendio por la que vomitaba, como en otra cagada más de la Iglesia, la vida indefensa. ¿Quería ser el plátano, según dijo García Lorca en ruta hacia Santiago de Cuba, medusa?

 Mientras hierve el potaje, sin que salpique el caldo fuera de la olla —¡nada más guarro que una cocina sucia!— la otra mitad del tomate, libidinosamente contenta en su espera jugosa, se lanza, sin miedo y sin compasión, al caldo en ebullición, como si fuera una langosta viva, pero ahora sin los aletos patéticos de la muerte. ¡Qué horror! Como el que busca la suerte en la superstición, se le añade al caldo en fruición una dosis medida de pimentón de cayena, no tanto para que pique hasta que nos rompa el culo —tengo la punta de la lengua en fuego, ¿quién me calma el látigo de cuero?— sino para que defina mejor, con sus matices polisémicos, el sabor amulatado. Lo que se busca, como decía Josefina Ludmer, es un tono, esa inflexión que le da intensidad al cruce asimétrico entre el plátano y el tomate en una fuga perpetua de goce lavoesiano. Pues, según propuso Palés Matos, no se trata nunca de un truco de especiosa culinaria. Una vez el guiso ha llegado al punto máximo de cocción, cuando el plátano, bien cocido, se ha hecho espeso y el tomate se ha disuelto en su frutidad, se baja la temperatura al mínimo y se mueve bien para que, según va cayendo el fuego —tres minutos después, se apaga— se asienten las partículas en celo y rebelión.

Al servirse en el bol, el mejor caldo de frutas se retoca con el verde escarchado del cilantrillo criollo, picado al momento de servirlo, que sólo entonces esa yerbita mágica no se muestra renuente y esquiva, no apaga caprichosamente su sabor aromático.

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