Titirimundi 2013
Para los que tocan el cielo
El Festival Internacional de Teatro de Títeres de Segovia, Titirimundi, comenzó como un viaje, con la ilusión con la que empiezan todos los viajes, con la inquietud por descubrir aquello desconocido, con el carácter efímero de toda aventura que se interprete como tal, con ese cariz errante del titiritero que, de plaza en plaza, nos canta sus sueños y sus miserias. Pero con la voluntad de quedarse lo suficiente como para compartir un fragmento de vida y sobre todo de fiesta, sentado en su baúl –ese baúl austero– a comer y beber en los bodegones y tabernas, que señala Cervantes en sus Novelas Ejemplares. Y es que desde su origen Titirimundi lleva tatuado en su nombre la fiesta de los sentidos: como lugar de encuentro, de representación, de vida, de una ciudad que florece y se transforma con la llegada de la primavera, envuelta en mil colores y con el ritmo que imprime un festival de tal calibre y con tal carisma. Compañías de todos los lugares del mundo dibujan esa sonrisa que cada año materializa Segovia.
Titirimundi nació, pues, con espíritu libre, como el del titiritero más genuino y soñador que sabe que maneja una herramienta dramática con poderes de sugestión próximos a la magia, creando un espacio en el que todos somos iguales. Una entrada a esa utopía soñada donde todo se pone en tela de juicio. Comenzó siendo pequeñito, tan pequeñito, y al mismo tiempo tan grande, como los niños de los cuentos, y ha crecido extendiendo sus brazos y sus piernas en libertad, llegando a toda Castilla y León, Madrid, Navarra, Portugal.
Recuerdo la primera vez que viví Titirimundi. Fue como entrar en una ciudad tomada por el teatro de la ilusión, un gran escenario abierto formado por patios, iglesias, teatros y rincones históricos donde “guardar las palabras en el bolsillo” o “tocar la luna con las manos”, que diría Kamante Teatro, no era una quimera, sino un sueño cumplido. Durante varios días me quedé adherida a la Vida en una ciudad convertida en un inmenso castillo, como un títere gigantesco que se abría de todas partes, con dragones que arrojaban asombro por la boca, magos que encantaban las miradas, peces que nadaban por mares de poesía, bailarinas que caían del cielo en las manos o pulgas que se escondían en la inocencia de aquellos para los que soñar
es una condición de vida. Segovia se rendía, y se vuelve a rendir hoy, ante el mundo descubierto de los títeres, como si hubiese abierto un baúl gigante donde todas las pasiones humanas estuvieran contenidas.
es una condición de vida. Segovia se rendía, y se vuelve a rendir hoy, ante el mundo descubierto de los títeres, como si hubiese abierto un baúl gigante donde todas las pasiones humanas estuvieran contenidas.
Y es que Titirimundi está hecho para aquellos que tocan el cielo, para los que pretenden una mirada distinta, para los que viajan sin fronteras en su imaginación, para los que quieren vivir la magia del teatro hasta dentro, ese mismo juego que el público y el Festival han determinado desde un principio, como si se tratara de un acuerdo tácito en el que el espectador y el artista se funden en uno solo.
Enraizado en esa pasión que produce el entusiasmo, en la fantasía necesaria cuando en los momentos de cansancio todo alrededor asfixia la ilusión, y en el rigor como una regla vital, en Titirimundi es posible contemplar las técnicas y corrientes más vanguardistas de este arte vivo y al mismo tiempo vivir la sencillez, esas historias de toda la vida que sabemos, pero que olvidamos ante la rapidez y la rutina. Quizá porque la sencillez puede ser maravillosa por su pequeña grandiosidad, y en esas sencillas historias se encuentra la esencia de la vida. Espejo nuestro, como señalaba Samaniego en su fábula Los dos titiriteros, espejo deformado, como el del callejón del gato valle-inclanesco, el títere arrastra al espectador a un mundo cuya premisa es dejarse seducir.
Cuenta un relato hindú que Parvati, la mujer del dios Shiva, hizo un hermoso títere que escondía a los ojos de su esposo para que éste no lo viera y se enamorara. Llevó la muñeca a la montaña, y todos los días iba a visitarla y a adorarla. Pero el dios Shiva, una vez, la descubrió mientras buscaba una flor. Se enamoró del títere, le dio vida y huyeron juntos. Tal vez por eso Titirimundi es un momento y un lugar para huir de la cotidianeidad, para viajar al espíritu del títere y, como Shiva, llevarse para siempre, pegado al corazón, un pedacito de esa vida de hoy contada a través de un taco de madera, un rostro de trapo, unos ojos de tinta y una sonrisa de cien hilos.