Todo era posible

Me siento, demasiado tarde, solo y esforzándome por saber qué hacer. Por primera vez desde que el 29 de enero de 2011 tomé un avión hacia Egipto, me siento confundido.

Nos esperan peores días que los de hoy.

Pensamos que podíamos cambiar el mundo. Sabemos ahora que aquel sentimiento no era solo nuestro, que cada momento revolucionario fluye con el pulso de un destino manifiesto. Qué diferentes parecen las cosas hoy. No enterraré nuestras convicciones, pero ese sentimiento, ¿optimismo juvenil? ¿ingenuidad? ¿idealismo? ¿locura? está ahora verdadera e irrevocablemente muerto.

Lamento los muertos y desprecio a quienes los asesinaron. Lamento los muertos y desprecio a quienes les enviaron a sus muertes. Lamento los muertos y desprecio a quienes justifican su asesinato. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué es este lugar?

La revolución está muerta cuando decimos que está muerta. La revolución está muerta cuando ya no morimos por ella.
 
Es 12 de febrero de 2011. Hosni Mubarak ha caído. Por la mañana volaré a Estados Unidos para terminar un trabajo, antes de mudarme permanentemente a El Cairo para ayudar a construir un nuevo país. Me siento en el balcón de mi madre. Fumamos cigarrillos y bebemos té para ahuyentar el frío y poder hablar; acerca de lo que hemos visto y hecho, acerca de lo que haremos. Todo, en aquella noche, era posible. Nuestra conversación se mueve desde la grandiosidad de la revolución global a la reflexión práctica sobre los nombramientos de los nuevos ministros a las minucias de los requisitos de la escuela de cine que debería implantarse. Hablamos durante la noche. Tomé notas.

Tal vez sea este recuerdo el que más me duela.

Para cuando volví de Estados Unidos el ejército había limpiado dos acampadas, iniciado juicios sumarios masivos de civiles y asaltado a las mujeres que protestaban con tests de virginidad. La revolución ahora es más pequeña, pero seria, enfocada y bajo un ataque sostenido. El Estado no-fallido, el Estado profundo, el Estado clientelar; una vez al mes, cada mes, ataca. Limpia Tahrir en marzo, abril, agosto y diciembre. Ataca a los manifestantes frente a la Embajada israelí. Envuelve el centro de El Cairo en una niebla de noviembre con gases lacrimógenos fabricados en Pennsylvania. Lanza una lluvia de piedras y cócteles Molotov desde el tejado del edificio del gobierno. Sella las puertas del estadio de Port Said, convirtiéndolo en una trampa mortal. En cada ocasión muere gente luchando contra él.

Hubo momentos en que pudimos haber roto el dominio del ejército sobre el país. Pudimos haber permanecido en Tahrir después de la expulsión de Mubarak. Tahrir estaba al mando y todavía no había políticos que lo traicionaran. Pero nos fuimos. Cada uno dijo que volvería al día siguiente y entonces, de algún modo, no lo hicieron. La gente quería ducharse y dormir en sus propias camas. Entonces, brigadas espontáneas de limpieza se repartieron por toda la ciudad y hacia el mediodía todo se había vuelto agradable y ordenado.

En noviembre de 2011 y en enero de 2012 las calles repitieron los cantos pidiendo el fin del gobierno militar. Pero ahora era el turno del autoproclamado papel de los políticos de traducir la acción de la calle en ventajas políticas. Ahora el ejército tenía gente con quien hablar. Si todas las fuerzas que supuestamente se oponían a los militares – los revolucionarios, los liberales, la Hermandad y los salafistas – hubieran estado verdaderamente unidas, ¿dónde estaríamos hoy? Posiblemente muertos. Pero tal vez no. Tal vez hubiéramos estado más cerca de un Estado civil.

Nunca fue posible una alianza ideológica real. Pero una práctica, táctica, podría haber funcionado. Pero en lugar de trabajar juntos cada parte se reunió en reiteradas ocasiones con el ejército y llegó a acuerdos con él, situando a los generales de manera consistente en la posición táctica más fuerte. Todos tuvieron su parte de culpa. Los viejos y adinerados liberales que se presentaron a sí mismos como los aliados de la revolución vivían en un confort relativo, tenían relaciones históricas con el ejército y demonizaban de manera rutinaria a los Hermanos Musulmanes. El desprecio de los revolucionarios por la alta política implicó que se situasen en los hechos fuera de la ecuación. Los salafistas solo estaban interesados en un acuerdo que les diera más poder y sus ministerios más apreciados: salud y educación. Y los Hermanos Musulmanes, enamorados desde hacía tiempo de su habilidad para poner números en las calles, fueron arrogantes e hipócritas desde el principio – haciendo promesas electorales serias a los liberales, presionando a los estadounidenses en su favor y ofreciendo al ejército inmunidad y la supervisión de sí mismo.  

Una vez en el poder, Mohamed Morsi rechazó enfrentarse al Ministerio del Interior. En su lugar, nombró a Ahmad Gamal al-Din quien, como jefe del Directorio de Seguridad de Asiut casi masacra la revolución ya en enero de 2011 y fue luego el jefe de la Seguridad General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en la época de Mohamed Mahmoud y las masacres ultras.

El principal enemigo del pueblo siempre fue el Estado policial: la policía y el ejército. Nunca llegaremos a ningún lado hasta que no estén desmantelados por completo. Hubo un momento en que esto pudo lograrse, cuando un estado civil pudo haberse construido. Pero Morsi y los Hermanos Musulmanes hubieran tenido que elegir el desafío de trabajar con las fuerzas dispersas y contenciosas de la izquierda y los liberales antes que tratar con la organizada certeza de los militares.

* * * *

Ahora escribo desde Sarajevo. Ayer me senté en el Museo en memoria de Srebrenica. Mientras los hombres saltaban del Puente 6 de Octubre en El Cairo para escapar del tiroteo que les cercaba por todos lados, el general Ratko Mladic miraba a la cámara, hablando a la historia:

Aquí estamos el 11 de julio de 1995, en la Srebrenica serbia, en vísperas de un día sagrado serbio. Entregamos esta ciudad a la nación serbia; en memoria del alzamiento contra los turcos. Ha llegado la hora de vengarnos de los musulmanes.

Vago solo por las calles. Cada edificio continúa marcado con las cicatrices de la guerra. Bebo en soledad en la gala de apertura del festival de cine al que asisto, pensando en una mujer que aparece en el vídeo del museo.

Si hubiera llorado, si hubiera gritado que no se lo llevaran. Si me hubiera aferrado a él. Si hubiera hecho algo. No sé. Quizás hoy sería capaz de vivir conmigo misma.

* * * *

Es 27 de junio de 2013. Estamos sentados en Estoril [N. del T.: restaurante de El Cairo], en una esquina de la mesa bajo la televisión. De los seis que somos, tres creen de verdad que las marchas del 30 de junio serán atacadas; que es el momento perfecto para que las redes del viejo Partido Nacional Democrático empujen al país hacia el caos, y fuercen al ejército a tomar de nuevo el control. Se habla de listas de objetivos para matar. Me gasto cientos de libras en lentes de protección que espero que mantengan los perdigones fuera de nuestros ojos. No quiero marchar ese día. Quiero que Morsi se vaya, pero las voces que estamos escuchando son todas de feloul [seguidores del régimen de Mubarak] y por internet circulan instrucciones que insisten en que no se cante contra el ejército o la policía. Pero todos mis amigos van a ir, así que ¿qué otra opción tengo? ¿Verles morir en televisión?

Lo interpretamos mal. La sangre que el ejército, el régimen, quería, no era la nuestra. No esta vez. ¿Será porque ahora somos irrelevantes? ¿O porque la reacción hubiera sido demasiado fuerte?

Y el 3 de julio, tal y como hicieron el 11 de febrero de 2011, el ejército orquestó un golpe. En febrero derrocaron a Mubarak para debilitar la presión pública y desmovilizar a la gente. Y funcionó. ¿Qué sucedió esta vez? ¿Forzó la presión de la calle al ejército para que actuara, o en cambio el ejército creó la presión de la calle por medio de Tamarrod para conseguir lo que querían?

* * * *

¿Podrán ganar alguna vez los que carecen de armas?  

Un amigo iraní me aseguró una vez que lo que queremos es reforma, en vez de revolución. Que las revoluciones solo las ganan los más violentos.

Lo primero que leí cuando me desperté hoy fue Adam Shatz. Escribió:

Los revolucionarios egipcios confundieron su creencia en la revolución con la existencia de una revolución.

¿Pero qué otra cosa tenemos sino nuestras creencias? Ellas son las fundaciones de nuestras acciones, nuestras identidades. Y fue transformadora: la creencia en el otro que todos compartimos, por un momento. En una eternidad de decepción, de avaricia y de malicia aquel momento en que finalmente el ser humano valía algo, en el que tener una comunidad era preferible a estar solo con un libro, tenía un valor que jamás se perderá. No puedes subestimar la importancia que estos dos años y medio han tenido para la gente, cómo llegaron a sentirse con tanta fuerza y tan poco miedo. La existencia de una revolución no debería confundirse con la existencia de un liderazgo político y un proceso. La revolución está muerta cuando decimos que está muerta. La revolución está muerta cuando ya no morimos por ella.

Mi apartamento en El Cairo está en Bab al-Louq y cada vez que voy al supermercado veo la entrada en la que me escondí el 22 de noviembre de 2011, durante la primera batalla de la calle Mohamed Mahmoud. Huelo la nube de gas lacrimógeno que llena la calle, veo la puerta de cristal cerrada y en su reflejo los flashes de los disparos de la policía que se acercan cada vez más. Escucho el crac de un fusil recargándose, cada vez más y más ruidoso. Y escucho, con perfecta claridad, mis pensamientos.

Vuélvete. Cógelo por la espalda. Tal vez sobrevivas. Levántate y ponte derecho. Levántate. Te recordarán. Ahora es tu turno. El pueblo ha dado más. El pueblo ha dado sus ojos. Alaa está en la cárcel. Se enfrentaron con coraje. Con coraje. Levántate. Te recordarán.  

No puedo levantarme ante la muerte hoy. Hoy soy un cobarde que solo puede escribir. Veo cómo la revolución está siendo arrastrada para ser ejecutada sobre una sepultura y no sé qué hacer. Pero sé que, antes de que sea demasiado tarde, nos aferraremos a ella, lucharemos por ella. Tenemos que hacerlo, o nunca podremos vivir con nosotros mismos.

 
* Joven cineasta egipcio, publicado en “Quilombo”
 

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