Trece rosas rojas… y 43 claveles

La madrugada del 5 de agosto de 1939 fueron fusiladas trece mujeres en las tapias del Cementerio del Este de Madrid. Nueve eran menores de edad, pues en aquellas fechas la mayoría se alcanzaba a los 21. Con edades comprendidas entre los 18 y los 29, todas procedían de la cárcel de mujeres de Ventas, una prisión que fue concebida para 450 personas y que en 1939 albergaba a 4.000. Salvo Blanca Brisac Vázquez, todas pertenecían a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) o al PCE. Aunque no habían participado en el atentado que costó la vida a Isaac Gabaldón, comandante de la Guardia Civil, se las acusó de estar implicadas y de conspirar contra “el orden social y jurídico de la nueva España”. El juicio se celebró el 3 de agosto y se dictaron 56 penas de muerte, que incluían a los autores materiales del atentado. Las Trece Rosas acudieron a su ejecución con la esperanza de reencontrarse con sus compañeros de las JSU. En algunos casos se trataba del novio o el marido, pero sus expectativas se desmoronaron al saber que ya habían fusilado a los hombres.

La tapia de ladrillo visto mostraba claramente los agujeros de bala y la tierra se había vuelto negra por culpa de la sangre derramada. Algunos días, el número de  víctimas superaba los dos centenares y se empleaban ametralladoras para facilitar el trabajo. Entre 1939 y 1945 se fusiló a 4.000 personas en el Cementerio del Este, incluido Julián Zugazagoitia, Ministro de la Gobernación con Juan Negrín y notable escritor y político socialista. Según María Teresa Igual, testigo presencial y funcionaria de prisiones, las Trece Rosas murieron con entereza. No se produjeron gritos ni súplicas. En mitad de un silencio sobrecogedor, sólo se escuchaban los pasos del piquete de ejecución, el sonido de los fusiles al chocar contra los correajes y la voz del oficial al mando. Alineadas hombro con hombro, todas recibieron un tiro de gracia después de la  descarga, que se oyó nítidamente en la cárcel de mujeres de Ventas. Al parecer, una de las condenadas (no sé sabe si Anita o Blanca), no murió en el acto y gritó: “¿Es que a mí no me matan?”. Antonia Torres Llera se libró de la ejecución por un error mecanográfico. Al transcribir su nombre, bailaron las letras y se convirtió en Antonio Torres Yera. El error sólo aplazó el fin de Antonia, militante de las JSU y con sólo 18 años. Fue fusilada el 19 de febrero de 1940, transformándose en la “Rosa” número 14. En su carta de despedida, Julia Conesa, diecinueve años y afiliada a las JSU, escribió: “Que mi nombre no se borre de la historia”. Su nombre y el de sus compañeras no ha caído en el olvido, pero sí el de sus verdugos, que disfrutaron de la impunidad de 38 años de dictadura y de una vergonzosa amnistía que sólo contribuyó a profundizar el agravio de todas las víctimas del franquismo. El PSOE intentó apropiarse de las Trece Rosas, ocultando que en el momento de la ejecución ya se había desligado de las JSU para fundar las Juventudes Socialistas de España (JSE), con el propósito de manifestar su alejamiento del PCE. De hecho, la Ley de Memoria Histórica del gobierno de Rodríguez Zapatero ni siquiera se planteó anular los juicios de la dictadura.

Conviene recordar que ese triste 5 de agosto se fusiló además a casi medio centenar de hombres, los 43 Claveles. El franquismo mostró la misma crueldad con hombres y mujeres. De hecho, la cárcel de Ventas era un infierno, con menores, ancianas y madres con hijos, hacinadas en pasillos, escaleras, patios y baños. Manuela y Teresa Guerra Basanta fueron las primeras mujeres ejecutadas en las tapias del Cementerio del Este. Se las fusiló el 29 de junio de 1939, con un centenar de hombres. Algunos historiadores sostienen que otras mujeres las precedieron, pero sus nombres no figuran en los archivos del cementerio. Al igual que otras condenadas a muerte, las Trece Rosas sólo pudieron escribir a sus familias después de confesarse. Si no lo hacían, perdían la oportunidad de despedirse de sus seres queridos. Blanca Brisac era la mayor de todas y no militaba en ninguna organización política. Era católica y votaba a la derecha, pero se enamoró de un músico que pertenecía al PCE, Enrique García Mazas. Se casaron y tuvieron un hijo. Ambos fueron detenidos y condenados a muerte en el mismo proceso. De hecho, Enrique se hallaba en la Cárcel de Porlier y sería fusilado unas horas antes. Blanca le escribió una carta a su hijo Enrique, pidiéndole que no guardara rencor hacia los responsables de su muerte y que se convirtiera en un hombre bueno y trabajador.

En el Madrid de la posguerra, se persiguió con saña y encono a cualquier ciudadano sospechoso de “adhesión a la rebelión”, el tecnicismo jurídico que se empleó para invertir la ley, acusando a los partidarios de la Segunda República de atentar contra la legalidad vigente. Sólo los militares, los curas, los falangistas y los requetés podían respirar tranquilos. Ya nadie se atrevía a pasear con un mono de obrero o un pañuelo castizo. La ciudad era una enorme cárcel donde se ejercía la “caza del rojo”. Las antiguas milicianas despertaban una especial inquina. En el diario Arriba, el 16 de mayo de 1939 aparece un artículo de José Vicente Puente, que no escatima palabras de desprecio: “Una de las mayores torturas del Madrid caliente y borracho del principio fue la miliciana del mono abierto, de las melenas lacias, la voz agria y el fusil dispuesto a segar vidas por el malsano capricho de saciar su sadismo. En el gesto desgarrado, primitivo y salvaje de la miliciana sucia y desgreñada había algo de atavismo mental y educativo. […] Eran feas, bajas, patizambas, sin el gran tesoro de una vida interior, sin el refugio de la religión, se les apagó de repente la feminidad”. En ese clima de odio y venganza, proliferaban las denuncias, pues eran el mejor recurso para demostrar la adhesión al Movimiento. Los interrogatorios en las comisarías se basaban en torturas copiadas de la Gestapo: descargas eléctricas en los ojos y los genitales, la bañera, extracción de las uñas con alicates, simulacros de ejecución. Las mujeres sufrían especialmente, pues a las torturas se sumaban las vejaciones sexuales, el aceite de ricino y el corte del pelo al cero. En algunos casos, se les afeitaban incluso las cejas para despersonalizarlas aún más. Las violaciones eran moneda corriente. Es particularmente escalofriante el testimonio de Antonia García, de dieciséis años, “Antoñita”: “Me quisieron poner corrientes eléctricas en los pezones, pero como no tenía apenas pecho me los pusieron en los oídos y me saltaron los tímpanos. Ya no supe más. Cuando volví en mí estaba en la cárcel. Estuve un mes trastornada”. Entre los responsables de los interrogatorios, se encontraba el general Gutiérrez Mellado, héroe de la Transición y capitán del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) durante los años más duros de la posguerra. Solía ser un testigo habitual de las ejecuciones, buscando confesiones de última hora. De hecho, el 6 de agosto de 1939 sacó de la hilera de condenados a Sinesio Cavada Guisado, “Pionero”, jefe militar de las JSU al acabar la guerra. “Pionero” había sido alineado en la tapia del Cementerio del Este y esperaba la descarga de plomo con el resto de sus compañeros. Gutiérrez Mellado se adelantó y ordenó su liberación. Le obligó a presenciar el fusilamiento y le pidió más información sobre la actividad clandestina del PCE. Aunque se mostró colaborador y diligente, el 15 de septiembre sería finalmente fusilado. Algunos afirman que Gutiérrez Mellado presenció la ejecución de las Trece Rosas, pero no he conseguido verificar el dato.

La cárcel de mujeres de Ventas estaba dirigida por Carmen Castro. Su intransigencia y falta de humanidad se reflejaba en las condiciones de vida de los niños encarcelados con sus madres. Sin jabón ni medidas de higiene, casi todos tenían tiña, piojos y sarna. Muchos morían y eran depositados en una sala, donde las ratas intentaban devorar los restos. Adelaida Abarca, militante de las JSU, afirma que los cadáveres sólo eran huesos y piel, casi esqueletos, pues el hambre los había consumido poco a poco. Otra reclusa afirma: “La situación de los niños era enloquecedora. También estaban muriendo y muriendo con un sufrimiento atroz. Tengo clavadas sus miradas, sus ojitos hundidos, sus quejidos continuos y su olor pestilente” (Testimonio recogido por Giuliana Di Febo en Resistencia y movimiento de Mujeres en España [1936-1976], Barcelona 1979). Las presas convivían con la “pepa”, la pena de muerte. Desde la ejecución de las hermanas Guerra Basanta, sabían que el régimen no tendría misericordia con las mujeres. La madrugada en que fusilaron a las Trece Rosas se hallaba en la puerta de la cárcel la madre de Virtudes González. Cuando vio cómo subían a su hija al camión que trasladaba a las reclusas a las tapias del cementerio, comenzó a gritar: “¡Canallas! ¡Asesinos! ¡Dejad a mi hija!”. Corrió detrás del camión y cayó de bruces. Alertadas por el escándalo, las funcionarias de la cárcel de Ventas salieron al exterior y la recogieron del suelo, introduciéndola en la prisión. Quedó ingresada como una reclusa más. No fueron menos dramáticos los reiterados intentos de Enrique de averiguar el paradero de sus padres, Blanca Brisac y Enrique García Mazas. En una entrevista con el periodista Carlos Fonseca, autor del ensayo histórico Trece Rosas Rojas (Madrid, 2005), Enrique cuenta sus amargas peripecias: “Yo tenía once años cuando fusilaron a mis padres y mi familia trató de ocultármelo. Me decían que habían sido trasladados de prisión y por eso no podíamos ir a verlos, hasta que un día fui decidido a las Salesas y allí un Brigada de la Guardia Civil me dijo que los habían fusilado, y que si yo hubiera tenido dieciséis años también me habrían fusilado a mí, porque las malas hierbas había que arrancarlas de raíz. Mi abuela y mis tías, hermanas de mi madre, con quien estaban enemistadas, llegaron a decirme que si Franco había matado a mis padres sería porque eran unos criminales. Incluso me ocultaron durante casi veinte años la carta de despedida de mi madre”.

No voy a terminar este artículo invocando la reconciliación, pues la Transición no se basó en la reparación del dolor de las víctimas, sino en la absolución de los verdugos. De hecho, la Reforma de la dictadura fue diseñada por criminales tan abyectos como Manuel Fraga, Rodolfo Martín Villa y José María de Areilza. Martín Villa ocultó y destruyó documentos para enterrar los crímenes del franquismo y organizó la guerra sucia contra anarquistas e independentistas vascos, catalanes y canarios desde su cargo de Ministro de la Gobernación entre 1976 y 1979. Entre sus hazañas, hay que mencionar el caso Scala (un atentado atribuido a la CNT que causó la muerte de cuatro trabajadores), el intento de asesinato del líder independentista canario Antonio Cubillo, el ametrallamiento de Juan José Etxabe, dirigente histórico de ETA, y su esposa Rosario Arregui (que murió a consecuencia de once balazos), y el asesinato de José Miguel Beñaran Ordeñana, “Argala”. Ahora es un empresario de éxito, que se emociona hablando de su papel en la Transición. Vive tranquilamente y nadie ha planteado su enjuiciamiento. Su ejemplo es una muestra elocuente de la impunidad de los verdugos, que siguen escribiendo la historia, mientras demonizan a los que se atrevieron a resistir contra las miserias de la dictadura y de una falsa normalización democrática. No se ha hecho justicia. Por eso, es absurdo hablar de reconciliación, pues nadie ha pedido perdón ni se ha reparado el daño causado. El franquismo cometió un genocidio, pero hoy mismo Manuel González Capón, alcalde de Baralla (Lugo) por el PP, se atrevía a declarar que “los que fueron condenados a muerte por Franco se lo merecían”. El Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, costeado con casi siete millones de euros de fondos públicos, afirma que Franco “montó un régimen autoritario, pero no totalitario”, pese a que en el Discurso de la Victoria el propio Franco afirmó que “un estado totalitario armonizará en España el funcionamiento de todas las capacidades y energías del país…”. El actual Estado español no es un escenario de reconciliación, sino de humillación de las víctimas y de la sociedad, obscenamente manipulada por unos medios de comunicación (ABC, El País, El Mundo, La Razón) que desempeñan un papel semejante a los periódicos de la dictadura (ABC, Arriba, Ya, Pueblo, Informaciones, El Alcázar), encubriendo y justificando los casos de torturas y aplaudiendo las medidas antisociales que no cesan de restar derechos a la clase trabajadora. No recordamos a las Trece Rosas por su pasividad y sumisión, sino por su coraje y determinación. Salvo Blanca, atrapada por las circunstancias, todas eligieron luchar por la revolución socialista y la liberación de la mujer. Creo que si hoy pudieran alzar su voz, no hablarían de indignación y desobediencia pacífica, sino que pedirían un fusil para ocupar la vanguardia de un nuevo frente antifascista, capaz de frenar los crímenes del neoliberalismo. No malogremos su ejemplo, olvidando su condición de revolucionarias que inmolaron sus vidas por un mundo menos injusto y desigual.

*Into The Wild Union

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