Un viaje a las Cuevas de Zugarramurdi

Un viaje a las Cuevas de Zugarramurdi

Por Leandro Albani *.

El Valle del Baztán trepa por los Pirineos en el País Vasco español. A pocos kilómetros de la frontera con Francia, están las conocidas Cuevas de las Brujas, el lugar donde la monarquía y la iglesia se unieron para perseguir a las mujeres, arrestarlas, torturarlas y quemarlas vivas

El periodista Manuel Martorell me dice que mañana nos pasa a buscar. “¿A las diez te parece bien?”, pregunta. Le digo que sí, que muchas gracias, que no podemos creer que vamos a ir al Valle del Baztán. Estamos en Pamplona hace apenas un día y Manuel ya me contó la larga historia de reyes y reinas, de navarros y vascos que siempre fueron un hueso duro de roer para el reino de Castilla, de los días del San Fermín, de toros que salen desbocados y decenas de personas que corren por calles estrechas bajo el clamor de otras miles. Manuel –a quien conozco por sus libros y artículos sobre Kurdistán- hasta me explica qué esquinas son las indicadas para protegerme si algún día –muy improbable- me decido a participar en esa festividad.

¿Por qué nos parece increíble, a Roma y a mí, ese valle? Porque antes de viajar durante más de dos meses por España, vimos la “Trilogía del Baztán”, las películas basadas en las novelas de la autora Dolores Redondo, donde se mezclan el policial negro, el misterio, las leyendas, los mitos y la historia profunda del norte de España. Antes de viajar a Europa, nunca pensamos que íbamos a recorrer ese valle bañado de montañas y pueblos, donde el sol y la lluvia juegan en el cielo, y las huertas crecen en las puertas de casas forjadas con piedras imposibles de abrazar. El Baztán: un lugar habitado por hombres y mujeres de palabras escasas, pero corazones grandes, con historias perdidas donde se cruzan la perseguida comunidad de los agotes –y sus vínculos con Argentina-, la resistencia al franquismo y el más puro orgullo de quienes viven en Navarra.

El viaje por los Pirineos, donde se asienta el Baztán, nos lleva hasta la frontera con Francia. Manuel, su esposa Marga y su hija Clara nos cuentan cada detalle histórico que cruzamos mientras avanzamos. También, para que la historia no nos avasalle, nos detenemos en un pueblo a tomar una cerveza. Cerveza que se repite en Elizondo, donde nació Manuel y es la principal ciudad del valle. Caminamos por el empedrado gris, descubrimos los “escudos” de las casas y desde un puente de piedra nos asomamos al río Baztán, que cruza Elizondo como si fuera un canal manso que, en otro momento del año, puede convertirse en una lengua de agua desenfrenada que no conoce la piedad.

Es tanto el paisaje para ver que vamos casi alucinados y flotando por la ruta mientras dejamos atrás Elizondo. Como si fuera poco, Manuel y Marga prepararon un almuerzo que –sorpresa mediante- tiene como protagonistas estelares unas milanesas para que Argentina no nos quede tan lejos. Almorzamos en un parador, en medio del bosque, con una brisa fresca que se escurre entre árboles. Después caminamos hasta una tranquera. Manuel la abre. Unos metros más adelante, las montañas se expanden para darle paso al valle y, a lo lejos, al mismo territorio, pero francés. A un costado de donde estamos, hay un búnker de la época de la dictadura de Francisco Franco. Manuel nos cuenta que el dictador español mandó a construir decenas de búnkeres en las montañas, porque estaba obsesionado por una posible invasión del mismísimo Adolf Hitler, su compinche fascista.

La mañana en el Baztán se convierte en una tarde placentera. Ya dejamos atrás un largo recorrido por la ruta sinuosa, que nace en las cercanías de Pamplona. Mientras trepamos por las montañas y bajamos como por un tobogán, Roma pregunta si estamos cerca de las Cuevas de Zugarramurdi. Sin dudar, Manuel dice “vamos para allá”. Le contestamos que no, que ya es tarde, que no queremos molestar, que con todo lo que nos mostraron y contaron alcanza y sobra. Pero Manuel aprieta el acelerador y cuando queremos darnos cuenta, Marga señala que ya estamos en la frontera con Francia.

Las Cuevas de Zugarramurdi son conocidas por sus “brujas”. Está a unos cuatrocientos metros del casco urbano del pueblo del mismo nombre. Si se anda un poco más, cualquier distraído ya puede ingresar al País Vasco francés. El aire es puro, los colores brillan en las pupilas, el horizonte se siente en el cuerpo. Casas antiguas, blancas, prolijas, con techos con tejas y cimientos de piedras grises y cuadradas. Las calles están marcadas por el vaivén de la tierra. El cielo se pierde en el punto exacto donde brota la naturaleza.

La leyenda más superficial –y turística- cuenta que Zugarramurdi fue, en 1610, el escenario depravado de aquelarres, reuniones paganas, danzas orgiásticas y adoraciones frenéticas al diablo. La historia profunda del lugar dice otra cosa: que la Santa Inquisición, tanto en España como en Francia (y en otros países europeos en la misma época), inició una cacería contra la población de ambos lados de la frontera, que algunos investigadores e historiadores comparan con los pogromos del siglo XX. Para eso, la iglesia no dudó en utilizar todos los métodos disponibles: la mentira, la calumnia, las acusaciones infundadas, los arrestos arbitrarios, el terror, la tortura y, como solución final, la condena a la hoguera a mujeres sometidas previamente a tormentos y vejámenes en las mazmorras reservadas para las “adoradoras del diablo”.

A esta hora de la tarde, Manuel parece un niño feliz: camina rápido, nos dice que lo sigamos, que todavía podemos ingresar. Marga prefiere esperarnos afuera. Está un poco cansada de un viaje que empezó hace muchas horas. Con Roma también sentimos el agotamiento, pero lo que vamos a descubrir nos carga las piernas de fuerzas.

En la entrada de las cuevas, nos dan un folleto verde, cuatro carillas, sencillo en lo que cuenta. En una de las caras, está el mapa del predio y el camino para recorrer el lugar: los hornos de cal, el río que cruza las cuevas, el “prado del aquelarre” y una fuente. En el folleto, se leen algunos datos geológicos y otros históricos. Dice: “Acerca del origen de la palabra sorgin (brujo o bruja en euskera) encontramos dos versiones: Sorgin (sortze: nacer o crear, egin: hacer): ‘la que hace nacer’, es decir, la partera. Otros prefieren zorte: suerte, egin: hacer; adivinador/a del futuro, clarividente, oráculo”. En el texto, se asegura que al igual que el río desgastó la roca, eso sucedió con el significado de sorgin: “Nos ha llegado una leyenda de brujas y no la verdad intrínseca; historias de brujas y no La Historia”.

Antes de sumergirnos en las cuevas, un último párrafo del folleto: “Desde la esencia de la palabra sorgin todavía hay mucho que contar: pasando por encima de las espinas de la historia oficial y por debajo de todas las escobas voladoras de los cuentos infantiles, también hace referencia a la cruel persecución que sufrieron los habitantes de Zugarramurdi”.

En el pueblo y en las cuevas, nunca hubo brujas. Lo que sí había –como en la mayoría de los pueblos campesinos- eran mujeres que curaban y cultivaban las propias hierbas con las que hacían medicinas. Había, también, creencias ancestrales que viajaban de voz en voz, de relato en relato, a través de los tiempos y los vientos. Y había, por supuesto, una necesidad imperiosa de control por parte de la monarquía española -encabezada por el rey Felipe III- y la iglesia. Para lograr ese cometido, los inquisidores enviados a esas tierras no dudaron en acusar a los pobladores de posesión demoníaca, celebrar misas negras, provocar tempestades en el mar Cantábrico, causar maleficios en los cultivos y animales, y hasta de vampirismo y necrofagia. La delación y el terror comenzaron a convivir en Zugarramurdi y nadie escapó a la marca de la cruz católica, ni siquiera los niños y las niñas.

En el libro Las brujas de Zugarramurdi. La historia del aquelarre y la Inquisición, su autor Mikel Azurmendi explica que los religiosos retenían durante meses en las parroquias a los más pequeños de la aldea “a fin de aleccionarlos sobre el diablo”. Eran horas y horas escuchando relatos contra “el cabrón del Diablo y contra sus brujos que lo adoraban y besaban en el culo”, escribe Azurmendi. Luego de estas lecciones escalofriantes, “los niños se ponían a soñar –o creían soñar o fingían soñar- en aquellos relatos demoníacos sin sentido que habían escuchado”. El autor asegura que “los progenitores y adultos de la aldea tomaban esos sueños por realidades e incentivaban a sus hijos a que lo confesasen todo. Y por temor a sus padres, esos niños fingían ser malos y hasta muy malos, y delataban a quienquiera que fuese, seguros de que sólo así serían perdonados”.

En ese año 1610 que parece tan lejano, la combinación de terror, poder monárquico e (in) justicia eclesiástica conformaron una maquinaria que se cobró la vida de un grupo de personas, seis de las cuales fueron quemadas vivas.

Es apenas una franja de agua cristalina. Desde arriba, el arroyo Olabidea, o Infernuko Erreka (Arroyo del Infierno), se ve como un trazo movedizo entre rocas húmedas y rayos de sol que comienzan a esconderse en los árboles. Los murmullos de las personas se pierden entre cavidades que parecen no tener fin. En las cuevas, todo es alto, grande, profundo, de una imperfección armónica.

Bajamos por una primera escalera y, al final, se abre una cúpula natural que supera los 12 metros de alto. Las cuevas son un complejo cárstico, sin estalagmitas ni estalactitas, y cuando una mano roza las paredes, todo es suave y frío. No hay pinturas rupestres o rastros arquitectónicos. Por momentos, el trayecto es plano e inmenso; en otro instante, se vuelve empinado y peligroso. Hay luces rojas y amarillas que envuelven a las cuevas en un clima de misterio cinematográfico, y un par de escaleras permiten llegar a las alturas para observar el vacío de piedra. Es imposible no imaginarse en un planeta desconocido de alguna película de ciencia ficción. Vamos abstraídos, en mi caso, con los ojos pegados en el techo de la bóveda principal. Sin darnos cuenta, nos separamos, hasta que me percato de que allá abajo, casi un punto entre rocas, Manuel saluda. ¿Cómo llegó tan rápido hasta ahí?

Es apenas una franja de agua cristalina. Desde arriba, el arroyo Olabidea, o Infernuko Erreka (Arroyo del Infierno), se ve como un trazo movedizo entre rocas húmedas y rayos de sol que comienzan a esconderse en los árboles. Los murmullos de las personas se pierden entre cavidades que parecen no tener fin. En las cuevas, todo es alto, grande, profundo, de una imperfección armónica.

Bajamos por una primera escalera y, al final, se abre una cúpula natural que supera los 12 metros de alto. Las cuevas son un complejo cárstico, sin estalagmitas ni estalactitas, y cuando una mano roza las paredes, todo es suave y frío. No hay pinturas rupestres o rastros arquitectónicos. Por momentos, el trayecto es plano e inmenso; en otro instante, se vuelve empinado y peligroso. Hay luces rojas y amarillas que envuelven a las cuevas en un clima de misterio cinematográfico, y un par de escaleras permiten llegar a las alturas para observar el vacío de piedra. Es imposible no imaginarse en un planeta desconocido de alguna película de ciencia ficción. Vamos abstraídos, en mi caso, con los ojos pegados en el techo de la bóveda principal. Sin darnos cuenta, nos separamos, hasta que me percato de que allá abajo, casi un punto entre rocas, Manuel saluda. ¿Cómo llegó tan rápido hasta ahí?

Aunque las cuevas cargan con un pasado de muertes, la fuerza de la naturaleza hace olvidar –al menos por unas horas- el dolor de quienes sufrieron la persecución. Entre el 6 y 7 de noviembre de 1610, 11 personas fueron condenadas por el Santo Oficio en Logroño. Seis murieron en la hoguera, las otras cinco ya habían dejado sus últimos alientos en las cárceles de la Inquisición, por eso, se quemaron cinco efigies que las representaban. Otras tantas corrieron la misma suerte del lado francés. Sólo en Zugarramurdi, 300 habitantes fueron arrestados. En España, recién en 1834, el Tribunal de la Santa Inquisición fue disuelto oficialmente.

Cuando salimos otra vez a cielo abierto, caminamos entre árboles por una senda ancha de tierra. Vamos despacio, un poco cansados, un poco retrasando nuestra salida. Manuel nos explica algunas historias más, señala un campo al costado del predio y cuenta que ahí –según las leyendas oficiales- las brujas se reunían para sus aquelarres. Ahora, en ese punto exacto que Manuel señala, hay un caballo pastando. Y detrás del animal, que apenas mueve su mandíbula y alguna de sus patas, se abre otra vez el Valle del Baztán con sus montañas imponentes, sus ríos y arroyos indescifrables, y la historia del pueblo vasco, que tantas veces intentaron borrar de una tierra que sigue germinando vida.

– Fotos: Roma Vaquero Díaz.
* Leandro Albani para La tinta

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