Una Constitución con Apartheid
En la letra de la Internacional escrita en 1871 se vislumbraba la categoría ética con que el movimiento obrero irrumpía en la escena del primer capitalismo industrial: “no más deberes sin derechos, ni derecho sin deber”. En teoría las constituciones liberales surgieron para avalar esa correspondencia entre derechos y deberes, pero luego cada una tomó el rumbo que la relación de fueras arriba-abajo determinó. La Constitución española de 1978 nació con la orla de la concordia como referente, pero un tercio de siglo después el balance es poco esperanzador. La Noma Suprema tiene mucho más de dogal restrictivo-coactivo que de alfaguara de una democracia avanzada.
Las tarascadas que está recibiendo Mariano Rajoy desde su flanco derecho por incondicionales del aznarismo y los telemanejes para la reforma constitucional del PSOE solo reflejan su extrema debilidad social y la ambición de remontar en las urnas de ambos partidos. Los halcones del PP están aprovechando la resaca de las excarcelaciones por la “doctrina Parot”, bien alimentada por el tratamiento tremendista e irresponsable de los medios televisivos, para ganar posiciones en Génova 13. Su estrategia, inspirada por el sector más rancio de la Marca España, busca un “prietas las filas” que permita descarrilar con cierta apariencia de legitimidad el proceso indepedentista catalán, ante el fracaso de las amenazas económicas y chantajes varios. Ferraz, por su parte, sabe que no se comerá una rosca si no logra trasladar a la ciudadanía la percepción de que por fin, ahora, los socialistas en la oposición forman parte de la solución. De ahí su buen rollito actual.
Pero la realidad abruma. PP y PSOE forman un perfecto matrimonio de conveniencia, y aunque escenifiquen distancias y desencuentros es más lo que les une que lo que les separa. No pueden tensar la cuerda. Los pactos de la Transición y las líneas rojas de la Constitución que parieron el ADN del duopolio dinástico imperante lo impiden. Los dos saben perfectamente que no habrá reforma de la Constitución, ni grande ni pequeña, si sus respectivas mayorías no se ponen de acuerdo. Pero esa recreación de Jura de Santa Gadea que llaman consenso, caso de producirse, será para mantener el atado y bien atado al que ambos partidos tanto deben. Si cabe, como mucho, concederán un retoque por allí para reparar el agravio de la postergación de la mujer en la sucesión a la corona; otro por allá para dar estatus real al Príncipe, y poco más. Quizás una vuelta de tuerca a las autonomías con una fórmula federal de aquella manera que encubra un centralismo reforzado. Hasta hoy las escasas modificaciones del texto constitucional han venido mandadas desde fuera, por la Unión Europea, como la crisis y el austericidio.
En realidad todos los pasos que están dando Rajoy y Rubalcaba van en la misma dirección. Se preparan para otro largo periodo de control del Estado utilizando la alternancia en el poder como mecanismo de entronización. A raíz del escándalo Bárcenas, que ha desangrado al gobierno pero se ha visto compensado por casos como el de los EREs de Andalucía (que puede llevar al presidente del PSOE al banquillo), el secretario general socialista Alfredo Pérez Rubalcaba dijo en sede parlamentaria que desde ese momento rompía relaciones con el PP. Divinas palabras. Tanto como para permitir que después votaran juntos contra el derecho a decidir; consensuaran la renovación del Tribunal Constitucional (TC) aupando a un afiliado del PP a la presidencia; y todavía consensuraran el burdo reparto del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), del que depende el nombramiento de los presidentes de los tribunales superiores de Justica, de los de las Audiencias Provincias, de los miembros del Tribunal Supremo y de parte del Constitucional.
Nada se deja a la improvisación en la obediencia debida al statu quo. Por eso, la Conferencia Política del PSOE ratifica las políticas antisociales de la etapa Zapatero y presume de “espíritu republicano” sin que resulte incompatible con fulminar a una alcaldesa que ha tenido la osadía de izar simbólicamente la bandera republicana en el ayuntamiento de Pastores (Salamanca) o con tachar de desleal a Tomás Gómez, líder del PSM, por desafiar el pacto entre PP y PSOE para colocar al frente del CGPJ a un juez conservador, Martínez Tristán, que ha maniobrado en la magistratura para tumbar los recursos contra la privatización de la sanidad pública madrileña del PP capitalino. ¿Volverán las mareas y plataformas, en su infinita bondad en cuanto a tasar el derecho de admisión, a dejar a los dirigentes socialistas al frente de las manifestaciones, como ocurrió el pasado 23 de noviembre en la capital? ¿Serán capaces los representantes del PSOE e IU de escenificar en público su apoyo a los trabajos de los grupos de memoria histórica cuando han colocado en el nuevo CGPJ a la persona que denegó la revisión del juicio al poeta Miguel Hernández en su calidad de ponente de la Sala Militar del Supremo?
Así no extraña que el Constitucional nacido de esos apaños entre Rajoy y Rubalcaba acabé de fallar que la Iglesia no tiene que pagar el IBI, mientras el PSOE presenta una propuesta para derogar el Concordato firmado en 1979 con la Santa Sede, acatado religiosamente por todos los gobiernos del PP y del PSOE. Por eso, y por el mismo mezquino cálculo electoral que llevó al PSOE a abstenerse en la Iniciativa Legislativa Popular para blindar los toros como “Patrimonio Cultural Inmaterial”. De la misma forma populista también que han lamentado la derogación de la “doctrina Parot”, que PP y PSOE aplicaron sin reservas, mientras se deshacen en elogios al “terrorista” Mandela con ocasión de su fallecimiento. ¡Hasta en la canallada de las concertinas comparten protagonismo nuestros ilustres bandeirantes!
Este pliego de cargos no lo es más que en la parte que corrobora el coto cerrado en que se han convertido las instituciones que la Constitución de 1978 tutela y ampara, pervirtiendo cualquier interpretación progresista por la pinza entre conservadores y socialistas más allá de algunos aspavientos. Tenemos el modelo constitucional que Jon Elster consideraba más un perímetro acotado de defensa del statu quo que un marco expansivo de derechos y libertades. La visión de un recinto que se percibe de manera distinta según se mire desde dentro o desde fuera, dependiendo de quién tenga la llave del acotado que les reúne y confina. Porque, señala Ester citando a un historiador, “en política, la gente nunca trata de atarse a sí mismo, solo de atar a los demás”. (Ulises desatado).
Opinión que desde otro ángulo analítico comparte el también constitucionalista Carlos de Cobo Martín, al destacar el papel pasivo y de rehén del ciudadano frente a los que atesoran la caja negra de la Constitución. “Se ha dicho, no sin fundamento, que la competencia para iniciar la reforma constitucional es tan decisiva, que el modo de su atribución es un indicador seguro del nivel democrático de los sistemas políticos. Si se acepta este supuesto, el resultado de sus aplicación no ofrece conclusiones demasiado optimistas, pues, salvo la excepción de Suiza (y en cierto modo Italia) es que tal competencia se atribuya de modo exclusivo al Ejecutivo y al Parlamento (que la ejercen de manera compartida), lo que se convierte en muchos casos en una prevalencia del hecho del gobierno, que, con frecuencia, se encuentra con la posibilidad de actuar como si dispusiera de un derecho de veto” ( Contra el consenso, pág.185).
Tanto Elster como De Cobo remiten, cada uno a su manera, a un escenario constitucional de notables (padres de la patria) que provee una democracia sin demócratas, fruto de la condescendencia de los de arriba y casi nunca de la autogestión de los de abajo. “Tolerancia represiva”, al fin, en la calificación de Herbert Marcuse, pero que incluso Thomas Paine supo diagnosticar como perniciosa dádiva maquillada de virtudes: “Tolerancia no es lo contrario de la Intolerancia, sino su imagen complementaria. Ambas cosas son despotismo. Una se arroga el derecho de prohibir la Libertad de Conciencia y la otra de concederla” (De la Tolerancia a la Libertad: la consideración del otro, pág.447)
Una Constitución amortizada con 35 años de embobamientos y anabolizantes; que impone sus condiciones a varias generaciones que no la votaron; se reforma al margen de la soberanía popular por decisión de instituciones supranacionales no democráticas (la entrada en la UE en 1986 no se votó y en la Constitución Europea de 2005 solo lo hizo el 41,8 %); mantiene en su texto auténticas aberraciones ético-políticas; entiende el referéndum placebo como única iniciativa ciudadana; y cuando se modifica desde dentro es por copulación de los dos partidos hegemónicos para cargarse la autonomía financiera del sector social (art.135), es una constitución apartheid. Una trabucada que amenaza a la libertad y la prosperidad de la mayoría de la población por la acción del “fuego amigo” impostor.