Viajar solo: Jerusalén
Javier Nix Calderón*. LQSomos. Enero 2015
No recuerdo qué fue lo que me atrajo de Jerusalén. Tenía dieciséis años y había caído en mis manos un libro sobre el conflicto árabe-israelí. Lo leí con voracidad, sorprendido por la historia de esta región tan convulsa, apenas un pedazo de desierto habitado desde los comienzos de la civilización. Tres mil años de guerras, conquistas y saqueos que orbitan alrededor de un nombre: Jerusalén, la Ciudad Santa para las tres religiones monoteístas más practicadas del mundo. Yo quería entender por qué los hombres se mataban invocando a un Dios que era el mismo nombrado de tres maneras distintas. Aún no conocía las conexiones económicas y políticas inherentes a toda religión que impregnaban esa ciudad en mayor medida que ninguna otra. Pensaba que algo debía poseer esa ciudad que la hacía única, algo más allá de Jesucristo, las Cruzadas, la Cúpula Dorada, la Iglesia del Santo Sepulcro o el Muro de las Lamentaciones. A mis dieciséis años, intuí que en la contradicción que Jerusalén representa se encontraba la respuesta para ordenar el caos de la existencia humana. Tras recorrer los rincones de la ciudad, ocho años después, descubrí que Jerusalén no es la respuesta. En todo caso, Jerusalén es otra pregunta. Quizás la última. La pregunta final.
Con veintitrés años decidí que había llegado el momento. Me sentía preparado para viajar solo. Mi familia y mis amigos me avisaban de que era peligroso. Las imágenes de los autobuses reventados por el efecto de las bombas palestinas habían recorrido el mundo desde la Segunda Intifada, a comienzos del año 2000, pero lo cierto es que no sentía miedo. La situación en el 2009 era tranquila. La perspectiva de la soledad me producía cierta ansiedad, pero me dije a mi mismo que ese viaje era un reto, una forma de explorar mis límites. Entre ilusionado y temeroso, subí al avión un 1 de noviembre. Tras llegar a Tel Aviv me monté en una sherut, una especie de microbús compartido que por unos diez euros me llevó hasta Jerusalén. Llegué al cabo de una hora. Era de noche y llovía. No había llevado paraguas, así que me mojé mientras deambulaba por las calles cercanas a la Puerta de Damasco buscando mi hostal. No me importó demasiado. Me sentía felizmente ajeno. Yo ya no era yo. Por unos segundos volví a tener dieciséis años y me vi mirando emocionado las fotografías de los amaneceres sobre el desierto de Judea. Al cabo de un rato encontré el hostal, regentado por unos árabes que me llevaron hasta mi habitación. Recuerdo que la inseguridad me impidió balbucear más que unas palabras de agradecimiento en inglés. Mi habitación, si así se le puede llamar, era un cuarto sin ventanas, con un aseo de 1’5 metros cuadrados que reunía en el mismo espacio inodoro, lavabo y ducha. Me senté en la cama, tiré mi equipaje al suelo y cogí un cuaderno, un bolígrafo y mi Ipod. Prescindí de la guía de viajes. Quería perderme por las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén.
Mi hostal estaba situado a pocos metros de la Puerta de Damasco. Recuerdo que me paré un minuto delante de la entrada y traté de imaginar al general israelí Mordecay Mur embistiendo la puerta de madera que cerraba la muralla con su tanque en la guerra de 1967, en la operación que acabaría con la reconquista de la parte de la ciudad controlada por la Legión Árabe de Jordania desde 1948. A medida que avanzaba por la calle principal, sentí la cercanía del Muro de las Lamentaciones. Pensé que quizás fue la misma sensación que experimentaron los paracaidistas israelíes que participaron en el ataque aquella mañana de junio de 1967. Cuentan las crónicas de la batalla que en un momento del ataque, mientras los soldados israelíes corrían pegados a los muros esquivando las balas de los francotiradores jordanos, sintieron la presencia del Muro. Se olvidaron de las balas, de la guerra e incluso de sus vidas y comenzaron una carrera enloquecida por alcanzar el Muro Occidental, como también se conoce al Muro de las Lamentaciones. Algunos murieron abatidos por los disparos, pero la mayoría llegó a la explanada. Un fotógrafo logró inmortalizar el momento en que unos soldados, apenas adolescentes, llegaban hasta allí, extasiados, enfervorizados, con los ojos húmedos. Fue una de las primeras imágenes del conflicto árabe-israelí que vi. Cada vez que la recuerdo, me echo a temblar. En ese momento, mientras avanzaba por aquella Jerusalén nocturna y vacía, entendí la carga emocional que encerraba la imagen de los soldados y que estaba igualmente encerrada en sus estrechas callejuelas y en sus piedras centenarias.
No sabía a dónde me dirigía exactamente. Me dejé guiar por la intuición. A medida que avanzaba hacia el interior de Jerusalén aumentaba el número de soldados. Cerca del Muro, la ciudad se convierte en un fortín. Seis check-points guardan las entradas a la Explanada del Muro, custodiados por militares, jóvenes que cumplen el servicio militar obligatorio. Al llegar al arco de seguridad, los soldados me registraron y me dejaron pasar. Me latía muy fuerte el corazón al bajar las escaleras que daban acceso a la plaza. Había fantaseado muchas veces con el momento en que vería el Muro. No me movía la fe. No soy creyente, pero considero que la dimensión espiritual constituye una parte fundamental del ser humano. Llegué a la plaza, semivacía a aquellas horas, y lo miré. Me sentí intimidado. Terriblemente pequeño. Me acerqué hasta las piedras del Muro y las toqué. No sentí nada especial al hacerlo. Los judíos ortodoxos entonaban la última oración de la noche y me sentí como un invasor, un ateo en el Reino de Jehová. Apoyé la cabeza sobre las piedras y cerré los ojos. Pensé en mi hermano Alberto y lloré en silencio. Lloré, sobre todo, por no poder compartir con él que por fin había cumplido uno de mis sueños. La emoción me abrumaba, así que me retiré unos metros de la zona dedicada a la oración. Me fui a un extremo de la plaza y me senté en el suelo, contra una pared. Un gato se me acercó, interrogándome con la mirada. Quizás percibió mi tristeza. La soledad me pesaba, pero me había acostumbrado a ella y había aprendido a llevar su carga con serenidad. La verdad es que no sentí alegría en ningún momento, ni tuve una epifanía religiosa. Mis ojos no se llenaron de luz. La fe no vino a mí para arrastrar la incertidumbre que la muerte instaló en mi alma cuando mi hermano murió. Pero sí sentí cómo mis límites se expandían un poco más allá. Sentí orgullo por haber sido capaz de superar mis miedos y haber viajado hasta allí. Saqué mi cuaderno y me puse escribir. Ya de madrugada, guardé mi cuaderno y volví al hostal. Dormí apenas unas horas. Aún recuerdo el sueño de aquella noche: llegaba a Jerusalén, pero Jerusalén era una sombra. Las piedras de sus edificios eran transparentes y, a medida que recorría sus calles, se desdibujaban sus formas y terminaban por desvanecerse. Me desperté sobresaltado. El ruido de los pocos coches que circulaban en la madrugada me tranquilizó. Sólo había sido un sueño. Jerusalén existía.
Los días siguientes transcurrieron a toda velocidad. Aunque me planifiqué un itinerario, no quería encorsetar el tiempo e intenté que cada día trajera su propia aventura. Durante las primeras jornadas de mi viaje visité Masada, una antigua fortaleza militar judía. Situada en lo alto de una colina en las inmediaciones del Mar Muerto, fue testigo de la resistencia de los zelotes, un grupo de judíos ultranacionalistas que lucharon contra los romanos en la insurrección de Judea en el año 70 d. C, resistiendo un asedio de dos años por parte de las legiones romanas, lideradas por Lucio Flavio. Durante ese tiempo, los romanos construyeron una rampa de tierra para hacer llegar sus torres de asedio hasta las murallas y derribarlas. La historia cuenta que ante el inminente final, los zelotes eligieron el suicidio. Como la religión judía prohíbe tajantemente el suicidio, los hombres mataron a sus familias, eligiendo a diez de ellos para quitar la vida al resto. De estos diez, eligieron a otro. El elegido ejecutó a sus compañeros, incendiando después toda la fortaleza, salvo los depósitos de víveres, para demostrar así que su decisión estaba motivada por la resolución de no rendirse ante los romanos, y no por desesperación. De esta manera, Masada se convirtió para los judíos en un símbolo de la resistencia ante el invasor, algo similar a lo que representa Numancia en España. El día que visité la fortaleza, pude ver como algunos jóvenes que realizaban el servicio militar hacían el juramento a la bandera de Israel. Pensé que todos los pueblos buscan en su historia los elementos necesarios para justificar su propia existencia, aunque tengan que desvirtuarlos. El conocimiento de la Historia, en muchas ocasiones, es un medio al servicio de los intereses de unos pocos, y no un fin en sí mismo.
Aquel mismo día fui al mar Muerto. La Tierra me mostró su cara más inhóspita en un terreno surcado por las grietas y la ausencia de vida. El mar Muerto, con una concentración de sal cuatro veces superior a la del mar Mediterráneo, es la extensión de agua salada más baja de la tierra, a cuatrocientos metros por debajo del nivel del mar. Para llegar hasta la orilla del mar tuve que caminar casi un kilómetro en un paraje más parecido a un desierto lunar que a cualquier parte del mundo. Cuando llegué hasta allí, me sumergí y comprobé que las leyes de la física se hacían añicos mientras mi cuerpo flotaba debido a la sal. Quise vivir la experiencia que tantos otros habían vivido, pero no era el turismo de masas el que me había llevado hasta Israel. Fue la primera y única vez que me sentí como un turista durante aquellos días. Yo quería viajar sin colocarme el corsé del turismo, ese arnés de seguridad que todo viajero debe desabrocharse si de verdad se quiere conocer un lugar. En los días siguientes lo hice, lanzándome a un descenso vertiginoso por las cavernas de la ciudad más contradictoria que probablemente existe sobre la Tierra.
Viajar significa andar lo desconocido. Y es algo que, si se puede, debe hacerse solo. Así lo hice. La mañana siguiente me levanté, dispuesto a recorrer las diferentes geometrías de Jerusalén. Y digo diferentes geometrías porque la fisonomía de las casas, de las calles e incluso de los rostros de sus habitantes, cambia a medida que se avanza por sus barrios. La Ciudad Vieja, rodeada por la muralla construida por el Imperio Otomano en el siglo XVII, está constituida por cuatro barrios: el musulmán, el cristiano, el armenio y el judío. Separados apenas por unas calles, cada uno de estos es un mundo distinto. Los recorrí todos durante días, perdiéndome en sus callejuelas, casi laberintos. El bullicio de los barrios musulmán, cristiano y judío contrasta con la quietud del armenio. El barrio armenio es el más pequeño de los que componen Jerusalén, y también mi preferido. Fue poblado por la primera comunidad cristiana que habitó Jerusalén, en el siglo IV d.C. Superviviente de innumerables persecuciones e invasiones, el pueblo armenio no olvida. Pude ver los cárteles que hacían referencia al genocidio armenio llevado a cabo por los turcos durante la Primera Guerra Mundial. En ellos aparecían fotografías de hombres y mujeres decapitados y de las deportaciones masivas, que devinieron en auténticas “Marchas de la Muerte”, en las que perdieron la vida más de un millón de armenios. No conocía el genocidio armenio, eficazmente silenciado en los libros de Historia, antecedente inmediato del genocidio judío realizado por los nazis. Aún resuenan en mi memoria las palabras de Hitler (“¿Quién se acuerda hoy de los armenios?”) que leí en un libro sobre el tema, pronunciadas dos años antes de idear la Solución Final en la Conferencia de Wannsee. El barrio armenio parece recoger ese dolor. El silencio de sus calles, apenas roto por el sonido de los pasos de los pocos visitantes que se adentran en él, invita al recogimiento y a la introspección. Cuando quería huir de las hordas de turistas que invadían Jerusalén a primera hora de la tarde, siempre me dirigía al barrio armenio. Me sentaba allí durante horas mientras escuchaba los cantos de la liturgia ortodoxa armenia que provenían de las iglesias del barrio. Para mí, el barrio armenio representa la Jerusalén más pura e intangible. Si Dios existe, debe estar más cerca de la humildad de sus calles que de la pomposidad de los Santos Lugares del barrio cristiano.
El barrio judío, por el contrario, simboliza el poderío israelí, renovado desde la reconquista de la Ciudad Vieja en 1967. Galerías de arte se mezclan con tiendas de delicatesen y restaurantes decorados con un gusto (o quizás debería decir mal gusto) próximo a lo kitsch. Sus calles son, con diferencia, las más limpias de toda la Ciudad Vieja. Me gustaba pasear por allí, pero me parecía que el barrio judío estaba más orientado al turista que deseaba gastar sus dólares que al viajero que quería descubrir los secretos de Jerusalén. A medida que uno se adentra en el interior del barrio, descubre la Jerusalén de las sinagogas y las yeshivas (centros para el estudio de la Toráh, el libro sagrado del judaísmo), mientras las calles pierden el relumbre del oro de las tiendas de lujo de las avenidas principales. La primera vez que escuché los cánticos y oraciones que provenían de las yeshivas, pensé que Jerusalén se conocía antes por el oído que por la vista. En aquel caos religioso, donde los lugares santos de las tres religiones más practicadas del mundo se encuentran situados a escasos cien metros unos de otros, es importante afinar el oído para reconocer los límites de la fe.
Me pasó algo realmente curioso relacionado con esto al quinto día de mi estancia en Jerusalén. En las guías de viajes, diseñadas para un turista medio, no hacen referencia a ello, pero yo lo conocí de casualidad al encontrarme con un fotógrafo vasco que viajaba por el mundo retratando ciudades en conflicto. Había visitado Belfast y Nicosia, y su tour finalizaba en Jerusalén. Me habló de “The Roof Top”, unas calles que discurren por los tejados del barrio musulmán de Jerusalén y que son transitadas únicamente por judíos. Puede parecer extraño, pero en Jerusalén el equilibrio entre los pueblos que la habitan es tan precario como el recorrido de un funambulista por un cable sobre un precipicio. La historia es la siguiente: Durante los años 70 y 80, muchos árabes, acuciados por las deudas y el acoso económico que el gobierno israelí practicó contra ellos, se vieron en la necesidad de vender sus propiedades a familias judías adineradas. Estas familias convirtieron las viviendas en pequeñas islas judías dentro del barrio árabe. La mayoría son yeshivas, y dado que están situadas en territorio hostil, el acceso a las mismas se realiza por escaleras desde las calles del barrio judío. Subimos unas escaleras sucias y oscuras, y cuando llegamos a la azotea, no di crédito a lo que veía. Decenas de judíos ultraortodoxos caminaban por los tejados de los edificios, acondicionados, eso sí, para el tránsito. Con los ojos abiertos de par en par, comenzamos a andar por los tejados. Las vistas eran impresionantes. A medida que avanzábamos escuchamos un bullicio creciente. Estábamos caminando justo encima de los bazares del barrio árabe. Apenas podía creerlo, pero nadie a mí alrededor parecía darle importancia. Lo insólito en Jerusalén no es una anécdota, sino algo habitual. Al final de aquella “calle”, había una garita de seguridad con un guardia armado. Un judío “haredim” (como también se conoce a los judíos ultraortodoxos), nos adelantó montado en su bicicleta. Justo en aquel momento, algo llamó la atención del fotógrafo a la derecha. Sacó la cámara, apuntó y disparó. Tuve el tiempo justo de ver lo que había fotografiado: un joven “haredim” caminaba por una cornisa, manteniendo el equilibrio con los brazos extendidos mientras al fondo se recortaba la Cúpula Dorada, aún más dorada bajo la luz del sol. No se me ocurre una imagen mejor para describir la esencia de Jerusalén.
El barrio cristiano, en la actualidad, sólo tiene de cristiano el nombre. Está poblado en su inmensa mayoría por musulmanes. La presencia de cristianos se reduce a los frailes dominicos, agustinos y franciscanos que viven en los monasterios e iglesias del barrio, como la del Santo Sepulcro, de la que hablaré después. De los cuatro, es el menos cuidado, quizás por ser el más deshabitado. Me costaba aceptar que el paisaje urbano podía cambiar en apenas unas decenas de metros. De la calma de las calles del barrio armenio pasaba a la suciedad y tristeza que emanaba de las casas abandonadas, con la basura acumulándose en las esquinas de sus calles. No tenía nada atractivo para la vista ni el oído: la vida efervescente del barrio musulmán quedaba muy lejos de allí, a pesar de estar a escasos 50 metros. El barrio musulmán, sin embargo, no deja indiferente. Por él discurre la Vía Dolorosa, que lo cruza y continúa en el barrio cristiano, el camino que supuestamente realizó Jesucristo con la cruz a cuestas hasta el Gólgota. Digo supuestamente porque es imposible que este sea el recorrido histórico. Jerusalén fue arrasada completamente cinco veces y parcialmente catorce tras la muerte de Jesús. De hecho, tras la victoria romana en la guerra del año 70 d.C., Jerusalén dejó nominalmente de existir. Sobre las ruinas de la ciudad se edificó Aelia Capitolina, con un trazado en cuadrícula propio de los campamentos romanos que a día de hoy aún se mantiene. No es mi intención insultar la fe de los creyentes, pero es una evidencia histórica que la Jerusalén de los tiempos de Jesús se encuentra enterrada a más de setenta metros de profundidad. En Jerusalén, todo es una cuestión de fe, hasta la Historia.
En medio del barrio cristiano se encuentra la iglesia del Santo Sepulcro. Construida en el siglo IV d.C., se dice que está edificada sobre el lugar exacto en el que Jesús fue crucificado. Esto tampoco es cierto. Los estudios modernos de topografía indican que el Gólgota o lugar del calvario se encuentra situado a las afueras de la ciudad, en lo que hoy sería la Jerusalén extramuros. Pero en Jerusalén la verdad es relativa y mucho menos importante que la tradición. Cuando llegué a la plaza que da acceso a la iglesia, me sorprendí de su pequeño tamaño. Las puertas de entrada también son mucho menos espectaculares de lo que cabría esperar, tratándose del lugar que se trata. No en vano, la iglesia del Santo Sepulcro está considerado el lugar más santo de la Cristiandad. Nada más entrar, uno se da cuenta de qué va todo. Una piedra ungida de aceites aromáticos se encuentra situada a dos metros de la puerta. Es la supuesta lápida en la que se embalsamó a Jesús. Decenas de fieles se arrodillan luchando por acariciarla y santiguarse. Me pareció muy sospechosa tan estratégica ubicación. Pero eso no era todo. El lugar exacto en el que murió Jesús se encuentra en el centro de la nave principal de la iglesia. Un altar ricamente decorado se erige allí, con las preceptivas urnas para donativos que uno no deja de encontrarse por todas partes. Los altares secundarios también se suceden por toda la Iglesia. Las tres ramas más importantes del cristianismo, armenios, griegos ortodoxos y católicos romanos, se reparten los diferentes altares, en los que recogen suculentos donativos. La lucha por las donaciones es tan fuerte entre las Iglesias, que en más de una ocasión se han producido auténticas batallas campales entre monjes por la usurpación de un altar. Me imaginé a los franciscanos peleando con armenios y griegos, y tuve que reprimir una carcajada. De hecho, tras estas peleas, las distintas confesiones acordaron que cada noche un miembro de su congregación se encerraría en la iglesia con el objetivo de vigilar a los demás. Así es la religión en Jerusalén: una contradicción flagrante llena de intereses monetarios enmascarados por la fe. La cosa no acaba ahí. Como la puerta debe cerrarse con llave desde fuera, un palestino acude con una escalera cada noche para cerrarla. Es el conocido como “Guardián de la llave”, y su familia la custodia desde hace más de mil años. Cierra la puerta con llave e introduce la escalera por una portezuela en el interior de la iglesia. Esto puede resultar extraño, pero tiene su lógica: si la llave la tiene un musulmán, una persona neutra y ajena al cristianismo, no puede haber disputas ni tratos de favor hacia las distintas confesiones. Ese simple hecho dice mucho del equilibrio precario de la Jerusalén actual.
La iglesia del Santo Sepulcro me pareció un parque temático de la fe en el que los fieles oyen lo que quieren oír y ven lo que desean ver. Sin embargo, si uno se aleja de las naves principales de la iglesia, aún es posible percibir algo de espiritualidad. En mi caso, caminando por una de sus galerías, encontré una procesión de franciscanos. Formando dos filas, los monjes y los fieles que los seguían portaban velas y se paraban ante cada estación del Via Crucis, entonando oraciones. La potencia de sus voces y los cánticos en latín me hicieron evadirme de la realidad por unos minutos. Les seguí a cierta distancia, pero pronto me desencanté al comprobar cómo algunos de los monjes franciscanos que iban más atrasados manipulaban sus teléfonos móviles. Me alejé de la procesión y exploré algunos de los pasadizos más escondidos de la iglesia, pero sólo encontré basura y pintadas en las paredes. Me fui de allí más desengañado de lo que entré. Decidí que buscaría la espiritualidad lejos de las grandes iglesias. Al fin y al cabo, como todo símbolo de poder, están diseñadas para vender una imagen. Y la imagen que transmitía el Santo Sepulcro era de decadencia. De una profunda decadencia moral.
En los días siguientes visité San Juan de Acre, la ciudad de los cruzados por excelencia. Lo único destacable fue el viaje en autobús. No se conoce un país hasta que se viaja en un autobús de línea. Compartí asiento con soldados, judíos ultraortodoxos y árabes israelíes. Lejos de lo que pueda pensarse, las diferentes religiones y etnias coexisten en una aparente calma. Israel, al fin y al cabo, es un país con apenas sesenta años de historia y se construyó gracias a la inmigración. Existe una gran diversidad de culturas y de razas, aunque no es difícil apreciar que también hay racismo en la sociedad israelí. Los judíos askenazíes, de origen europeo, siguen constituyendo la élite. Los sefardíes, originarios del norte de África les siguen y en último lugar están los árabes israelíes, auténticos ciudadanos de segunda, apartados de las estructuras de poder y condenados a los trabajos menos remunerados y valorados. En la estación de autobuses de Jaffa pude verlo. Todos los trabajadores de las tiendas y de las empresas de limpieza tenían unos inequívocos rasgos árabes.
Acre aún posee un aura medieval, aunque en el centro de la ciudad se advierte la decadencia que acompañó al descenso del turismo en la década de los noventa. Los edificios templarios están bien conservados. Sin embargo, lo mejor de Acre no son las estructuras que los Cruzados levantaron. Lo más bello de Acre es el mar Mediterráneo rompiendo contra las murallas mientras un sol rojizo y gigantesco se hunde en el horizonte. Me detuve durante unos minutos contemplando la puesta de sol. Cuando anocheció, volví a Jerusalén. Aquella noche, al regresar a mi hostal, decidí caminar por las calles de la Nueva Jerusalén. Es una ciudad como casi todas, de corte más europeo que oriental, trazada en cuadrícula, con poco o ningún atractivo visual. Los centros comerciales abundan, así como los edificios de apartamentos. Sin embargo, es interesante observar la Ciudad Vieja desde los nuevos barrios de Jerusalén. En la distancia, las murallas otomanas se recortan sobre un fondo iluminado por los Santos Lugares. La Jerusalén Eterna opone su espíritu a la Jerusalén Efímera. Mi paseo duró poco. Decidí volver al Muro de las Lamentaciones para observarlo de noche. Era la una de la mañana y estaba vacío. La mística del lugar llega a su cenit de madrugada. Me senté y medité durante unos minutos. Pensé en que al día siguiente me esperaba una jornada dura y opté por volver al hostal. Al atravesar las calles desiertas del barrio musulmán, sentí que Jerusalén tenía voz propia, más allá de las oraciones y los rezos: una voz que no cesa de preguntar por qué. Por qué tantas muertes, odios y dolor. Las piedras parecían gritar a través del eco de tres mil años. Cuando la Humanidad calla en Jerusalén, la ciudad habla.
Me quedaban apenas tres días en Jerusalén y aún tenía muchos lugares por conocer. La mañana de mi octavo día me encaminé hacia Mea Shearim, el barrio de los judíos ultraortodoxos. Si hay un sitio que merece la pena visitar fuera de la Ciudad Vieja de Jerusalén, es este. En las guías sobre Jerusalén se aconseja al turista que se abstenga de visitarlo, y sí lo hace, que tome precauciones. Los haredim no se distinguen por su hospitalidad precisamente. Mea Shearim significa en hebreo “Cien Puertas”, y hace referencia al pasaje de la Toráh que se leía en las sinagogas de Jerusalén en el momento de la fundación del barrio, en el siglo XVIII. Visitarlo es transportarse doscientos años atrás en el tiempo. Los hombres y mujeres que lo habitan visten al estilo yiddish, con grandes gorros y sombreros de ala ancha que evocan su origen polaco, ucraniano y ruso. Nada más entrar me encontré con varios carteles, en los que estaban escritos en inglés y hebreo las normas de vestimenta para visitar el barrio. Las mujeres no podían entrar con faldas, pantalones ajustados o camisetas de manga corta. La exigencia era algo menor con los hombres, que tenían vetada la entrada con pantalones cortos. Si a alguien se le ocurriera desobedecer estos “amables” consejos, se expone a ser insultado e incluso apedreado. Los ultraortodoxos de Mea Shearim no ocultan su antipatía por los visitantes. Al intentar realizar fotografías de algunas de las personas que allí vivían, la reacción era siempre la misma: al verme, se cubrían la cara con su sombrero y pasaban por mi lado sin dirigirme la mirada.
Mea Shearim me pareció un barrio triste y lóbrego. En mi paseo vi a varios niños jugando en patios en penumbra, con el pelo rapado y los habituales tirabuzones que les colgaban a ambos lados de la cabeza. Alguno de ellos me miró y percibí en sus ojos la tristeza del niño que se ha convertido en hombre antes de tiempo. Por mi lado pasaban familias superlativas, de seis, siete, ocho miembros. La mujer caminaba detrás de su marido, mientras los niños lo hacían junto a su padre. Lo más triste de Mea Shearim, sin embargo, no se encuentra en la mirada de los niños, sino en la sumisión de las mujeres. Su pelo está cubierto por un pañuelo, porque para los ultraortodoxos el cabello de la mujer es una invitación al pecado y no pueden mostrarlo en público. Algunas mujeres, para vestir con más “libertad”, se rapan el pelo al cero y se colocan una peluca. Al no ser su pelo el que muestran, pueden prescindir del pañuelo. Hay algo perverso en esta lógica que recuerda al Medievo más profundo. Cuando abandoné las calles de Mea Shearim, tuve la sensación de haber estado en algún ghetto de Europa oriental.
Antes de comer, decidí visitar un lugar aún más pintoresco que Mea Shearim. Jerusalén está llena de puertas que dan acceso a siglos pasados e incluso a otras partes de la Tierra. No es una exageración. A la derecha de la Vía Dolorosa, subiendo unas escaleras, me topé con un lugar que apenas aparece en las guías de turismo. A través de una pequeña puerta, entré de golpe en el África Negra. En Etiopía para ser exactos. Tras aquella puerta se encuentra el Barrio Etíope de Jerusalén, habitado por una pequeña comunidad de cristianos coptos. Constituido por apenas una veintena de casas de adobe y sesenta personas, está edificado, ni más ni menos, justo encima del tejado del Santo Sepulcro. Puede parecer increíble, pero así es. Jerusalén no es sólo un rompecabezas religioso; también es un rompecabezas urbanístico. Los etíopes que allí viven estaban sentados en las puertas de sus casas, tomando el sol en un silencio casi reverencial. Todo recuerda a África: los colores y estructuras de las casas, los olores que provienen de sus cocinas… incluso las gallinas de los corrales parecen conscientes del silencio que las rodea y mantienen su cacareo en un tono de murmullo. Los etíopes observaban a los turistas con esa calma tranquila del que vive más cerca de Dios que de los hombres. No en vano están, y nunca mejor dicho, rozando el techo del Cielo cristiano.
Estuve en el barrio etíope cerca de una hora. El sol comenzaba a declinar, así que me apresure a conocer la Basílica de San Pedro de Gallicantu, situada extramuros de la Ciudad Vieja, sobre una colina que domina los barrios que componen la Jerusalén palestina. Es una iglesia preciosa, restaurada el siglo pasado, que aún conserva reminiscencias bizantinas en sus coloridas vidrieras. Unas monjas muy simpáticas la custodian, o más bien custodian la inmensa tienda de regalos que se encuentra situada a muy pocos metros. Supuestamente, la iglesia ocupa el lugar en el que Caifás, el sumo sacerdote judío que condenó a Jesucristo a morir en la cruz, tenía su residencia. En el episodio bíblico que relata la Pasión de Cristo, se cuenta que fue allí donde tuvieron retenido a Jesús la noche antes de su crucifixión. Esa noche, Jesús advirtió al apóstol Pedro que negaría conocerle tres veces antes de que cantara el gallo. La propia palabra Gallicantu es una contracción de la expresión “Canto del Gallo” en latín. La tradición cristiana también explica que allí se realizó la Última Cena. Vamos, que el lugar va bien servido de simbolismo religioso.
Este es un buen momento para hablar sobre el síndrome de Jerusalén. En seguida se comprenderá por qué he decidido hablar aquí sobre este aspecto y no antes. El síndrome de Jerusalén es una enfermedad psíquica que afecta a los turistas, cristianos y judíos sobre todo, que visitan Jerusalén. Se manifiesta a través de una psicosis acompañada de delirios en los que los afectados se identifican con figuras de la tradición bíblica como Moisés, el Rey David, San Juan Bautista o incluso Jesucristo, hasta el extremo de creer que son esas personas. Los afectados por el síndrome sienten como una fuerza superior les empuja a propagar el mensaje bíblico. En términos más comunes, diré que el síndrome de Jerusalén es una quiebra del sentido común ante la sobrecarga espiritual que flota en el ambiente. No es poca cosa. Es un problema realmente serio en Jerusalén. De hecho, toda un ala del hospital de Ein Karen de Jerusalén está especializada en tratar este tipo de trastorno. Uno se sorprende al comprobar cuántas personas han padecido este síndrome: desde primeros ministros británicos, pasando por seleccionadores de combinados nacionales de fútbol, artistas… nadie está a salvo. Generalmente, las personas que presentan el síndrome poseen algunos rasgos previos que hacen posible la aparición de este tipo de psicosis religiosa.
En mi caso, el contacto con el síndrome se produjo esa tarde en San Pedro de Gallicantu. Al bajar las escaleras de piedra que dan acceso a la iglesia, en el patio frontal de la misma, me encontré con un grupo de turistas afroamericanos que permanecían en silencio ante un grabado en el que estaba representada la flagelación de Jesucristo. Un guía les explicaba en inglés lo que allí había ocurrido. Me abrí paso entre ellos discretamente y me situé al final de las escaleras. Cerca de mí estaba un miembro del grupo, al que pregunté de dónde eran. Me contestó que de Carolina del Sur, Estados Unidos. En ese momento, el guía finalizó su explicación, y las mujeres del grupo comenzaron a gritar “Oh Jesus, thanks Jesus!”, mientras lloraban y acariciaban el grabado de la pared. Alzaban sus brazos al cielo y se abrazaban. Los hombres enterraban la cara entre las manos y lloraban entre hipos. De repente, una mujer se separó del grupo y se desmayó. Cayó a plomo sobre el suelo mientras los demás gritaban “Aleluya, Aleluya, Aleluya Jesus!”. Hice varias fotografías; incluso grabé un vídeo. No pensé que fuera a encontrarme con algo así. El síndrome de Jerusalén tiene varios grados y me resultó evidente que aquel grupo de peregrinos estaba superado por la religiosidad del ambiente.
Bajé otro tramo de escaleras hasta llegar a lo que se considera el Cenáculo, el sitio en el que se realizó la Última Cena. Allí vi a otro grupo de cinco personas en círculo que mantenían un silencio sepulcral. Me alejé un poco y les observé. Pasaron dos minutos, cinco, diez. A los veinte minutos seguían en la misma posición, con los brazos cruzados y mirando al suelo. Me aburrí antes que ellos y entré en la iglesia, por la zona de las catacumbas en las que supuestamente estuvo Jesús prisionero. Había algunos carteles que contaban el episodio bíblico. Los leí, toqué las piedras y me di cuenta de que poco más podía hacer allí. Visité la iglesia, y después de admirar las vidrieras, me fui. A mi llegada, había visto un mirador a la derecha de la iglesia y pensé que sería un buen lugar desde el que observar el atardecer, que estaba a punto de producirse.
Yo no tuve ningún síntoma del síndrome de Jerusalén, pero en aquel mirador, situado justo encima de los suburbios palestinos de los valles de Josafat y Kidrón, experimenté una sensación que hoy, cuatro años después, considero casi mística. Me apoyé sobre la barandilla del mirador, y en el mismo instante en que el sol se puso en el horizonte, los minaretes de las mezquitas entonaron la llamada a la oración de la tarde. El aire se llenó con los cantos de “Allah Akbar”, repetidos como una letanía, mientras las casas comenzaban a encender sus luces. En ese momento, descubrí que el sonido puede tener el tacto de la piel y que la voz humana puede convertirse en una presencia casi física. Me quedé estático durante lo que me pareció una eternidad. Cuando los minaretes callaron, abandoné el lugar con una profunda sensación de irrealidad. En ese momento, sentí la necesidad de observar Jerusalén desde la distancia. Me dirigí al Monte de los Olivos. Al llegar, la noche ya era completa y no había nadie allí. Me senté en un banco y observé Jerusalén a lo lejos. Las iglesias cristianas comenzaron a repicar sus campanas. Pensé en el significado de la palabra Jerusalén, “Ciudad de la Paz”. Sentí la paz en aquel instante. Los sonidos de las campanas cristianas y los almuecines musulmanes, lejos de estorbarse, se concertaron para enseñarme que la coexistencia de los opuestos no sólo es posible, sino que además es necesaria.
Esa noche no pude conciliar el sueño. Estuve despierto toda la noche, tomando té en el salón del hostal, observando Jerusalén por la ventana mientras el gato de los dueños jugaba tumbado en mi regazo. Sentí una profunda nostalgia a pesar de seguir allí. Mi tiempo en Jerusalén se agotaba. Apenas me quedaba un día en la ciudad. A las seis de la mañana me levanté y me dirigí a la Explanada de las Mezquitas, que sólo está abierta al público durante las primeras horas de la mañana. La Cúpula Dorada ocupaba majestuosa el centro de la explanada, rodeada por árboles y bancos. Algunas personas paseaban; otras se dirigían a realizar el primer rezo de la mañana a la Mezquita de Al Aqsa, situada muy cerca. La algarabía de los Santos Lugares cristianos y judíos contrastaba con la quietud de los musulmanes. La vida discurría a otra velocidad allí. Me acerqué hasta el extremo norte de la explanada, en el lugar que ocupa la muralla. Desde allí se observaba el Valle de Josafat, en el que según la Biblia tendrá lugar el Juicio Final. Todo en Jerusalén es bíblico, histórico o ambas cosas. Pero también hay espacio para la belleza en Jerusalén. La Cúpula Dorada, irradiando la luz de la mañana en todas direcciones, es, sin duda, el lugar más hermoso de todos los que tuve ocasión de visitar.
El resto del día lo empleé en vagar sin rumbo por la ciudad. Me perdí entre sus calles durante horas, visitando los mismos lugares que ya había visitado. Caminé por “the ramp walk”, el camino que circunda las murallas. Me colé sin pagar entrada y cuando uno de los revisores del recorrido me pidió que le mostrara mi ticket, me disculpé diciendo que no tenía y que era mi último día allí. Me sonrío y me dejó marchar. Recorrí por las calles del barrio musulmán bajo un sol extrañamente cálido para ser noviembre. Apenas comí aquel día. No tenía hambre. Ni siquiera sed. Caminé en sus calles para llenarme de Jerusalén porque no sabía cuándo podría volver. Aquel último paseo fue mi manera de despedirme de la ciudad. No había conseguido respuestas a las preguntas que me llevaron a Jerusalén. En vez de eso, tenía aún más preguntas que a mi llegada. Le estaré eternamente agradecido a Jerusalén por aquellos diez días: comprendí que lo importante no es encontrar respuestas a las preguntas, sino conseguir hacerse las preguntas adecuadas.
Por la noche, cogí un autobús que me llevó hasta Tel Aviv. En el aeropuerto, tras sortear una huelga de pilotos de Iberia y sobrevivir a los terribles controles de seguridad, monté en el avión con destino a Madrid. Cuando despegamos, miré por última vez las luces de Tel Aviv y sonreí. Había cumplido uno de mis sueños. La felicidad que experimenté en aquel instante me acompaña hasta el día de hoy.
Como dije antes, no conseguí responderme a ninguna de las preguntas que me habían llevado hasta allí. Volví a España con dudas de las que aún no he logrado desprenderme, pero también lleno de certezas. En aquellos diez días, aprendí que lo diferente no nos aniquila. Lo diferente nos fortalece. Que Jerusalén es la suma de todas las almas, de todos los credos, de todos los anhelos de trascendencia. Aprendí, sobre todo, que la paz es posible. Ese es el grito de Jerusalén: paz. Desde su nombre, la Ciudad de la Paz pide paz. Me resisto a caer en el pesimismo. Creo que algún día el ser humano abandonará las trincheras de la fe y caminará al encuentro del Otro. Que Dios no es otra cosa que Paz. Sé que la paz es posible: yo la sentí mientras los cantos de los minaretes y el repique de las campanas de las iglesias se perdían en mi interior.
Me encantó tu reporte Javier. Tus impresiones me transportaron a los lugares que rememoras. Yo tambien quiero ir. Y me genera una pregunta ¿la tuya no habra sido una experiencia karmatica? Yocreo que la mia posiblemente lo sea.. cuando logre llegar. Saludos