Violino
Francisco Cabanillas*. LQSomos. Abril 2015
Nota melosa que gimió el violín…
Bienvenido Julián Gutiérrez
Al día siguiente rompí todos mis manuscritos,
compré un violín y comencé a tomar regularmente
lecciones con Hautboy.
Herman Melville
I
Entre los violines de Piazzolla que había visto en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y el cuento de Melville, “El violinista” (1854), descargado de la página web de la UNAM (Universidad Autónoma de México), la tensión entre el arte narcisista, como el picassista Violín y uvas (1912), y el arte que reniega de sí y de la fama, como el que dramatiza, en el epígrafe, el personaje escritor del cuento de Melville, “El violinista”; personaje que, al descubrir el bajísimo perfil del excelente violinista que andaba por la calle como cualquier Juan del Pueblo, deja la literatura, “rompí todos mis manuscritos,” y se postra ante la música desde cero, “compré un violín y comencé a tomar regularmente lecciones con Hautboy”; esa tensión, entre la autorreferencialidad y la sociabilidad del arte, se hace cada vez más oblicua.
La literatura se sobresalta; llega al ensayo un cuento equivocado de Anton Chejov, “Historia de un contrabajo” (1896), en el cual una mujer desnuda termina metida en la funda del instrumento. Cuento desplazado por los acordes de “Primer violín” (1917), poema-quinteto de Leopoldo Lugones: “Largamente, hasta tu pie / se azula el mar ya desierto, / y la luna es de oro muerto / en la tarde rosa té.” A su vez, mientras Julio Cortázar habla de “el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará” (1951), Edgar Allan Poe retrata al diablo rasgando el violín, “sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque!…” (1839). En The Alamo (2004), la mano de David Crockett rasga el violín de la guerra…
La página se llena de ruidos. En el cuento de H. P. Lovecraft, “Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y lastimero alarido de aquel desesperado violín” (1922), el sonido amenaza con romper la letra, hasta que Rubén Darío, en “Sinfonía en gris mayor” (1891), cambia el tono: “La siesta del trópico. La vieja cigarra / ensaya su ronca guitarra senil, / y el grillo preludia un solo monótono / en la única cuerda que está en su violín.” En “La borinqueña,” el poema de José de Diego “gime”: “¡es el alma de un pueblo sin enseña!”.
Chillido que, desde Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares conecta a la filosofía: “La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona” (1967). En “El cuarteto de cuerdas” (1921), Virginia Woolf vuelve a los ruidos de la página: “¿Ha sido el segundo violín, siendo afinado en la antesala?” (1921).
No lo puedo creer. El ensayo salta como si buscara aire en las cuerdas del Quinteto Figueroa. Manotea. Busco en las propuestas melómanas de la pintura de Nick Quijano lo más próximo a un violín de la calle boricua. Encuentro una guitarra en Vengo a decirle adiós a los muchachos (2004); y en el El Club (1987), un contrabajo. Desde la pintura dominicana, “El violinista” (1946) de Darío Suro toca una melodía, “El sancocho prieto” (1951) de Luis Alberti, que huele a imaginario regional caribeño, cuyo eco rebota en la pintura cubana, donde se transforma en El pianista (1936) de Wifredo Lam. Quizás por la inevitable conexión de Pablo Neruda en la poesía latinoamericana, las notas del violinista de Suro, músico negro que toca sin camisa y que desde lejos parece un personaje de la pintura del brasileño Cándido Portinari, rebasa el Caribe y su dimensión transatlántica.
Como consecuencia, se levanta, hierático, el “Violinista” del artista chileno Carlos Faz, con su violín sin cuerdas y sin arco, cuyas notas, filosas como una navaja buñuelesca, cortan el espacio que separa el Atlántico del Pacífico. Tajo que despierta, como una pedrada contra un aleph de cristal, los violines de la pintura argentina que tocan borrachos en las esquinas de San Telmo, donde algún poema de Borges escribe sobre el tiempo en las paredes coloniales: “convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un símbolo” (1960).
El violinista chileno llena el espacio de la grieta que separa el Atlántico del Pacífico, de poesía conosureña. ¡Verba criolla! Desde el Canto I, la música de Vicente Huidobro, en Altazor (1931), cae desde lo alto en su paracaídas metafísico:
Que se rompa el andamio de los huesos
Que se derrumben las vigas del cerebro
Y arrastre el huracán los trozos a la nada al otro lado
En donde el viento azota a Dios
En donde aún resuene mi violín gutural
Acompañando el piano póstumo del Juicio Final.
La brisa sopla el paracaídas que Huidobro deja sobre el paisaje, cerca del final del Canto VII, donde Altazor dice: “Tralalá / Aí aí mareciente y eternauta.” ¿Eternauta? ¿Llega el neologismo hasta la novela gráfica argentina, El eternauta (1957)? Cuando se oye desde el otro lado de la poesía el eco del “violín gutural” de Altazor, la chilenidad se convierte en una imagen surrealista de Roberto Matta: dos violines que le tocan un “homenaje a Paganini.” Cuadro que Matta tituló con certeza poética: Fingering Caprice (1982).
El universo de Matta, en ebullición totémica, transforma la poesía en dos violines, Duotto (1980), que parecen músicos de otra galaxia; seres suspendidos en un vacío amarillento con lengua propia, donde lo masculino y lo femenino se tocan. Concupiscencia de la que surge, décadas después, un libro póstumo: Duotto. Canto a dos voces (2005), poemario varias veces dual, atravesado por la pintura y la poesía de Matta y la poesía de otro poeta chileno, Gonzalo Rojas: “La imagen nace de la alucinación. Emergen espacios que uno no percibe. / Capto las fuerzas, las energías que llegan no se sabe de dónde. / Todo esto pasa a través de mí, pero no soy yo: yo soy un filtro/ de lo invisible” (Rojas).
Concentración; condensación. La melomanía de Matta lo mata desde el violín, que ahora protagoniza, en Follia (Opus 5, Corelli) (1980), como un homenaje al violinista barroco italiano, Arcangelo Corelli. Una mirada más próxima, donde la humanidad del violista suena a devoción surreal: “nosotros estamos hechos con los mismos átomos que/ las estrellas,” dice Matta mientras profesa que, “ser universal,” “es ser universo, porque / es el origen.”
El surrealismo violinesco de Matta ha dejado el piso lleno de “notas melosas.” Un nudo de cuerdas atadas queda colgando de un poema que otra chilena, Gabriela Mistral, le dedicó a Puerto Rico: “isla de palmas, / apenas cuerpo, apenas, / como la Santa, / apenas posadura / sobre las aguas; / del millar de palmeras / como más alta, / y en las dos mil colinas / como llamada” (Tala, 1938).
Por contigüidad, el poema de Mistral llega hasta el protagonista de la novela de Yván Silén, Las muñecas de la calle del Cristo (1989), “el hombre del paraguas abierto” que andaba por las calles de San Juan con un chivo, llamado Verdad, atado a una soga; nada menos que un músico: “Fausto [alias Garabato] estaba detrás de las rejas con su sombrero negro debajo de su paraguas abierto y sosteniendo la soga de Verdad y el estuche de su violín.”
Filosófico como los violinistas poéticos de Matta, Fausto habla de la música en términos místicos: “Está pasando Dios en el gemido del violín”. Escatológico, cuando habla de política, Fausto se proclama anticolonial: “El ser es el culo de la democracia yanqui”. Cuando dice que “Dios es el tiempo de la música,” los cuatro violinistas de El velorio (1991), cuadro de Elizam Escobar, se disponen a tocar sus violines, todos sin cuerdas ni arcos. Sonido lúgubre de la muerte, porque el arte, plantea Escobar en el ensayo, “El arte como espacio de la libertad” (1994), “se convierte en la única posibilidad de salvar y redimir la vida.”
II
Eléctrico, el violín de Jean Luc Ponty, Cosmic Messenger (1978), interseca los violinistas de Matta, seres que tocan desde una interioridad cósmica. La música se hace poética; y también política. Música de este mundo; como “Elegía a Oscar Romero” (1998), tributo cósmico que Ponty le rinde al mártir salvadoreño (Romero) para que su mensaje de no violencia inunde el universo, de modo que, donde quiera que lleguen sus notas, reine la justicia, a pesar del terror y la violencia, como en el caso de “El violinista” judío de Lucien de Cassan.
Intersección profunda; el violín eléctrico de Ponty ondula las notas y las dispersa por el espacio, como si fueran olas que van a estrellarse en la costa sureste de Puerto Rico, entre Humacao y Naguabo, cuando el sol alumbra desde arriba y el cañaveral, antaño brutal, parece ahora una ensoñación. Algo que estalla en colores secos y limpios. Una alfombra de sol. Luz sagrada que se sabe parte de la costa, próxima a lo marino del azul claro. Verde de un cañaveral reinventado en la intimidad de la historia, para que acontezca el milagro de la música atravesada por una dimensión “dúsmica” (neologismo de Miguel Algarín, que significa transformar lo negativo en fuerza positiva) frente a la colonialidad del poder de la modernidad: la esclavitud. Lo poético acontece. En medio de la flora iluminada de Jugoso violín (2010), de Pablo Marcano, las notas del violín que saben a caña de esclavitud africana, suenan ahora a libertad.
Los violinistas de Chagall merodean por los sonetos de la poesía de Lezama Lima: “Los violines también detrás de las hojas / crecían escindidos pisados por la escarcha” (1977). Desde Suramérica, las notas del músico flaco y blanco de Oswaldo Guayasamín, El violinista (1967), desgarran. ¡Violín hermoso, pero enfermo de verticalidad! Música triste de un violinista que parece una cita del poeta de los “heraldos negros” (César Vallejo), cuya noticia llega hasta el poemario de Juan Gelman, Violín y otras cuestiones (1956): “Cuando al entrar el verso me disloco / o no cabe un adverbio y se me quiebra / toda la música…”
Sí, música rota, como la que se ve, desde una imagen perturbadora -un violín sumergido en el río-, al final de la película The Mission (1986), una vez destruida la misión jesuita dieciochesca que albergaba a los guaraníes. Metáfora apocalíptica; violín destruido por los voraces encomenderos de la modernidad católica. Nota que no volverá a gemir.
Música rota, como la de la película mexicana El violín (2005), también apocalíptica. Melodía de una lucha desigual entre campesinos y militares que rompe el corazón. Trama de un violinista viejo que, decidido a luchar por su familia y su comunidad, transgrede la ocupación militar del pueblo, sin darse cuenta que al hacerlo, cae fácilmente en las trampas del poder que lo seguía de cerca.
Dolor. Pena profunda: heroísmo triste. Al sacar clandestinamente las armas escondidas en el estuche del violín, el viejo se las juega valiente pero ingenuamente, hasta que le llega la hora. El general que ha entrampado al viejo, dándole confianza, haciéndolo tocar el violín, pidiéndole que le enseñe a tocarlo, ¡regalándole una pistola!, le exige que toque el día del final, una vez se ha destapado toda la operación encubierta y el viejo ve que arrestan a los demás, incluido su hijo. Apocalipsis personal, familiar y comunitario que el viejo encuadra con talante, desafiando al militar, quien insiste, mientras desenfunda la pistola, en una orden -¡Le dije que toque!- que el violinista no planea seguir. En vez, el viejo mete el violín en el estuche y le dice al general: “Se acabó la música.” Fin de la película: pantalla en negro, silencio. El tiro no se oye; la muerte no se ve.
III
Busco como un loco el final del ensayo. Entre las citas que cubren el escritorio de papeles y de libros a medio leer, salta esta de una página de Los ensayos del artificiero (1999), de Elizam Escobar: “La distinción fundamental es que un arte de liberación no puede ser ni un modelo ni un estilo o estética particular, no pertenece ni al Partido del Significante ni al Partido del Significado; es un concepto y una actitud sin formulaciones específicas.”
Desde esa apertura, llega un eco de Matta sobre la importancia del azar en el arte, el cual, a pesar de que se estrella contra el ensayo, no se desbarata. Lo esperado acontece. El recuerdo de un legendario “violinisto” argentino, nacido hace cien años en 1915, creador del violín folclórico del norte de Argentina, se oye desde una letra de León Gieco que se transforma en prosa al llegar a esta página: “Don Sixto Palavecino, gato escondido de amor, cuando escucho tu violín, Santiago es como una flor…” (De Ushuala a La Quiaca, 1985).
Oda a las cuerdas mestizas de la Argentina septentrional, “el norte más sureño de Sudamérica” (Cristian Vitale). La música del “violinisto” andino, defensor del quichua, se cruza con la dimensión prehispánica del artista chileno, Matta. Lo que veo parece mentira. La “magia del violín sachero” de don Sixto resplandece en lo alto de la cordillera de los Andes que cruzó San Martín en el siglo XIX, desde donde Matta viene bajando, ahora autodenominado Inca Matta, en el paracaídas poético de Huidobro. Cuando cae, la poesía de Neruda lo espera desde un poema político: “Y el grito se me crispa como un nervio enroscado / o como la cuerda rota de un violín” (1923).
La música grita desde la poesía. El Violín sobre una silla (1989) de Fernando Botero, espera sentado que le llegue su hora. Al violinista de Arturo Ripstein, en Carnaval de Sodoma (2006), no se le para.
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* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua española, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014)