El reino de los muertos vivientes

El reino de los muertos vivientes

Arturo del Villar*. LQS. Mayo 2019

Resulta que en España hubo una transición de la tiranía personal fascista del dictadorísimo a la monarquía personal instaurada por el mismo dictadorísimo, al designar su sucesor a título de rey para que perpetuase sus leyes genocida

Dado que en el reino de España todo sucede al contrario de lo dispuesto por la lógica, no sorprende que aquí sigan mandando los muertos, con más fuerza que en la película de George A. Romero. Queda dentro de la normalidad del reino la noticia facilitada por la Agencia EFE el 21 de mayo de 2019, referente a una sentencia del Juzgado de Primera Instancia número 50 de Madrid. En ella se condena a Teresa Rodríguez y a Alfredo Díaz Cardiel, afiliados a Podemos Andalucía, a pagar 5.000 euros de multa cada uno a los herederos del falangista activo colaborador del dictadorísimo José Utrera Molina. Los habían denunciado por acusarle en unos tuits de ser colaborador de la sentencia que condenó a morir en garrote vil a Salvador Puig Antich.

Ya el 30 de octubre de 2014 la jueza argentina María Servini dictó una orden de extradición contra Utrera Molina, en el marco de su investigación sobre los crímenes de la dictadura fascista española. Se basó en el criterio de la Justicia Universal admitido por los países democráticos. Por los democráticos. Como era de esperar, en el reino de España se archivó esa orden en la basura.

Resulta que en España hubo una transición de la tiranía personal fascista del dictadorísimo a la monarquía personal instaurada por el mismo dictadorísimo, al designar su sucesor a título de rey para que perpetuase sus leyes genocidas. El designado por el dedísimo fascista del dictadorísimo fue Juan Carlos de Borbón y Borbón, quien el 23 de julio de 1969, arrodillado ante un crucifijo en la caricatura de Cortes fascistas, y con la mano derecha sobre un ejemplar de los Evangelios, juró lealtad al dictadorísimo y fidelidad a las leyes genocidas de su régimen criminal contra el pueblo español.

Proclamó el dictadorísimo ante sus llamados procuradores que no restauraba la monarquía borbónica, sino que instauraba por su omnipotente voluntad la monarquía del 18 de julio, por el día de su rebelión contra la República constitucional. De modo que con ese acto no empezó un capítulo inédito en la historia de España, sino que se continuó el iniciado el 1 de abril de 1939 con su triunfo en la guerra. En su mensaje de aquel fin de año el dictadorísimo anunció que todo lo dejaba “atado y bien atado”, de manera que su régimen se perpetuase cuando él abandonara el timón.

La sucesión prevista

Por ello, cuando el dictadorísimo enfermó y fue hospitalizado, el Borbón designado se convirtió en dictadísimo interino del 19 de julio al 2 de setiembre de 1974, y por segunda vez desde el 30 de octubre al 20 de noviembre de 1975, día en que el amplio cuadro médico que lo mantenía congelado decidió desconectarle de los aparatos y certificar su muerte. El día 22 el designado volvió a jurar ante las llamadas Cortes fidelidad a las leyes criminales de la dictadura, y fue proclamado rey de España. Los españoles no pudimos opinar nada, porque vivíamos amordazados desde el 1 de abril de 1939, cuando terminó la guerra organizada por el dictadorísimo y sus compinches, con la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista. Fuimos vasallos del dictadorísimo y seguimos siéndolo de su sucesor a título de rey. No advertimos ningún cambio en nuestra situación.

Así se produjo la continuidad de la dictadura en la monarquía instaurada por la dictadura. Al término de la guerra mundial, en 1945, en Alemania se constituyó un Tribunal Militar Internacional que juzgó y condenó a los principales colaboradores del tirano nazi, a la muerte en la horca o a penas de cárcel, y otros tribunales continuaron la depuración de los criminales que no habían conseguido huir a otros países lejanos, principalmente árabes y latinoamericanos.

En Italia los partisanos ejecutaron al tirano fascista y a muchos de sus colaboradores, y los tribunales de Justicia depuraron a quienes habían ostentado cargos durante el régimen. Lo mismo sucedió con los colaboracionistas en los países que estuvieron ocupados. En Francia, por citar uno solo, todos los colaboracionistas del régimen nazi de Vichy que no habían sido ejecutados por la Resistencia, fueron juzgados y condenados.

El tirano omnipotente

Así se comportan los países democráticos. En cambio, España es el único que soportó la dictadura hasta que el dictadorísimo murió de viejísimo, y después toleró la llamada transición a la monarquía instaurada por el tirano. Y no se ha juzgado a ninguno de sus colaboradores. Se diría que no existieron, que el dictadorísimo fue el único que combatió a los milicianos defensores de la República constitucional, el único que acusó a los vencidos, el único que los condenó a muerte, el único que ejecutó las sentencias, el único que los enterró en zanjas por los caminos, y el único que durante los 36 años de dictadura posterior detuvo a los disidentes, los torturó en sus cárceles, los acusó de terroristas, los condenó a muerte, los fusiló o dio garrote vil y los enterró.

La verdad es que los turiferarios del régimen así lo daban a entender, en su esperpéntico culto a la personalidad. Queda ejemplo de ello en los periódicos de la época, plagados de ditirambos, porque efectivamente constituían una plaga, para asombro de las generaciones que no conocieron aquellos años increíbles, y que podrían poner en duda nuestros recuerdos. La “adhesión inquebrantable al Caudillo” era una frase repetida hasta el agotamiento.

Pero sabemos que durante ese largo y triste período de la historia el dictadorísimo contó con gran número de esbirros cumplidores de sus órdenes genocidas. Él era la cabeza del régimen, pero las manos ejecutoras eran otras muchas. Él murió acompañado por las preces de los obispos y los saludos brazo en alto de los fascistas, pero su régimen tiránico continuó disfrazado, sin apartase un ápice de sus instrucciones. La monarquía del 18 de julio fue aceptada por las naciones democráticas, lo mismo que antes lo fue la dictadura fascista. Y el pueblo siguió acobardado en silencio.

A nadie se le pidieron cuentas por su pasado colaboracionista. Los falangistas más cualificados se reciclaron en la organización política denominada primero Alianza Popular y después Partido Popular. Su presidente perpetuo hasta la muerte fue el falangista Manuel Fraga, ministro y embajador de la dictadura primero, ministro de la monarquía después, siempre mandando asesinar a los disidentes y riéndose de los muertos, como hizo con Julián Grimau. No podemos olvidar ese escarnio al asesinado.

El pasado tiene historia

Uno de los colaboracionistas destacados de la dictadura fue José Utrera Molina, por mucho que les moleste esa constatación a sus ocho hijos y a su yerno Alberto Ruiz Gallardón, por mal nombre Fascistón. Fue gobernador civil de Ciudad Real, Burgos y Sevilla, subsecretario del Ministerio de Trabajo de 1969 a 1973, ministro de la Vivienda en 1973 y ministro secretario general del Movimiento en 1974. Pertenecía al llamado búnker, el grupo de fascistas capitaneado por Girón de Velasco opuesto a cualquier renovación del régimen para intentar disimularlo, porque deseaban conservarlo en toda su esencia fascista. Procurador en las caricaturescas Cortes fascistas, votó en 1976 contra la Ley de Reforma Política elaborada para facilitar la transición a la monarquía, en su deseo de continuar en toda su fuerza bruta la dictadura en la persona del sucesor designado a título de rey.

Lo mismo que otros notorios colaboradores del dictadorísimo, debía de creerse admirado por el pueblo español al que tuvo esclavizado, por lo que concurrió en 1977 a las elecciones al Senado, en el grupo neofascista de la Alianza Popular. No resultó elegido. Tenía un pasado intolerable como todos los colaboracionistas de la dictadura, que en cualquier país democrático estarían encarcelados si no se les había ejecutado.

Una jueza argentina quiso juzgarlo por la comisión de crímenes contra la humanidad, pero los jueces españoles lo impidieron, y además ahora condenan a quienes recuerdan su colaboración con el régimen fascista. El eslogan inventado por la dictadura para su autopropaganda, “España es diferente”, era verdadero entonces y lo sigue siendo ahora.

Lo será mientras no se juzgue y condene a los colaboracionistas de la dictadura, a cuantos juraron lealtad al dictadorísimo y fidelidad a sus leyes criminales. Eso es imposible mientras no se celebre un referéndum sobre la forma de Estado preferida, como se hizo en Italia al finalizar la guerra. El pueblo español tiene derecho a decidir. Sí, claro, somos diferentes de los italianos y de todos los pueblos libres del mundo, en los que la ciudadanía elige libremente al jefe del Estado, y si se comporta indignamente lo depone y juzga.

¿Por qué somos así? ¿Por qué toleramos que los muertos sigan imponiendo su voluntad, empezando por el dictadorísimo? Poseemos la anomalía internacional de mantener un monumento faraónico erigido a su honra y gloria, mientras en Europa se han destruido todos los recuerdos del nazismo y el fascismo. Los intentos de evitar que continúe así tropiezan con los impedimentos puestos por sus nietos, y los jueces les dan la razón. Por mucha losa pesadísima que pusieran sobre su momia, sigue mandando. Es un muerto viviente. En realidad está mucho más vivo que algunos dirigentes políticos actuales. No tenemos remedio. Será porque nos lo merecemos.

* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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One thought on “El reino de los muertos vivientes

  1. España, embarazada

    España está embarazada de fracaso, de corrupción, de frustración, de mediocridad. España sufre un embarazo de 80 años de políticas cuarteleras: cuando no vienen de El Pardo vienen de Bruselas, del FMI, de la OTAN. La maldición de los Borbones y del franquismo pesa sobre estas tierras, y de ese embarazo solo puede resultar un aborto, o una República, si es que el pueblo más digno se decide a salvar los restos de este naufragio llamado España. Veremos si pueden más los genes del clan borbónico o los de Juan Negrín.

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