El teatro de la realidad que deberíamos mirar

El teatro de la realidad que deberíamos mirar

Cuando terminó la función de Un trozo invisible de este mundo me puse en pie, como la mayoría del público, para aplaudir. Lo hice con fuerza, agradecido por la oportunidad de asistir a una obra tan sincera y con esa enorme capacidad para conmover. Me gustaría en esta reseña poder transmitir todas las emociones que sentí. Me gustaría hablar de esta obra de teatro con la misma sencillez que Juan Diego Botto ha puesto para escribir cada uno de los cinco textos que forman la pieza. Me gustaría ser tan directo como los personajes que desnudan su alma en estos monólogos… Pero sé que lo que vive un espectador ante una gran obra no es suficiente con contarlo, necesita ser sentido en vivo.

Cada uno de los cinco magníficos monólogos es una confesión que nos acerca a las personas que se han visto obligadas a inmigrar o vivir en el exilio, que nos sirve para entenderlas. Nosotros podríamos escuchar a diario historias semejantes en las calles, nos bastaría con detenernos un instante a hablar con el primer inmigrante africano que nos crucemos. Vencido ese primer impulso de miedo que producen la timidez y el desconocimiento entre dos extraños, cuando se hubiera soltado seguro que al narrarnos la peripecia que le ha traído hasta aquí nos quedaríamos sobrecogidos; más aún cuando nos contara su vida en nuestro país. Después, un poco más abajo, no estaría mal sentarnos a hablar con un exiliado para que nos quiera hablar con franqueza de lo roto que se siente por dentro. Que cómo lo encontramos; físicamente no se distingue, pero seguro que su mirada, ese mirar sin ver como si su cabeza estuviera en otro lugar, lo delatará. Nos despedimos y seguimos caminando y, al doblar una esquina, en el primer locutorio con el que nos topamos colamos la patita y nos quedamos oyendo los retazos de las conversaciones. La ruta propuesta está al alcance de todos. Y sin embargo no hacemos nada de esto. La realidad del día a día con la que nos cruzamos cada mañana se encuentra a miles de kilómetros de nosotros mismos. No sabría explicar por qué ha dejado de importarnos, pero sí que tengo la vaga sensación que nos vamos haciendo inmunes al sufrimiento de los muchos que sobreviven a unos metros de nuestros hogares. Somos cada día más insensibles al entorno que nos rodea.

Es por eso que necesitamos un teatro franco y veraz que nos hable claro, que nos sacuda y que nos acongoje a partes iguales. Un teatro de la realidad a la que deberíamos mirar de frente pero que dejamos fuera sin darnos cuenta que es la nuestra, que no hay distancia alguna. En las calles que pisamos hay dolor y miseria, pero nosotros no sentimos culpa, es de otros, de unas leyes injustas, de la policía, de los racistas, de la mala suerte… Siempre de los otros. Pero lo cierto es que somos responsables, así que necesitamos voces que nos empujen a volver a sentirnos solidarios con el ser humano. Un trozo invisible de este mundo no se ha planteado señalar con el dedo, lo que nos hace es llevarnos adentro, para convivir, y que luego nos llevemos a nuestra casa ese pedazo de nuestro mundo que ya no vemos.

Asistir de público a Un trozo invisible de este mundo es mucho más que estar sentado en la butaca, es participar viendo, escuchando, palpando, formando parte y sintiendo. Lo haces desde el primer momento, cuando antes de empezar la función te colocas una pegatina con un número que te señala como alguien en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE); entonces tomas consciencia. Igual que cuando te conviertes en una persona esperando para cruzar la frontera que te acerca a un mundo próspero y te aleja de la miseria intrínseca de un país esquilmado y sin esperanza; o cuando entras en la cabeza de un torturado político; o te sientes por un instante como un niño pequeño al que le están contando su historia y vas viendo que está llena de barreras por venir de fuera, de un país pobre al que el primer mundo no permite salir del subdesarrollo.

Los textos de cada monólogo nos hablan de la desigualdad. Cuentan lo importante y lo hacen también a través de observar con cuidado los detalles pequeños. Con ellos se afianza la realidad sin que sea preciso acudir a metáforas que desdibujen y den lugar a interpretaciones opinables. A cada cosa se le llama por su verdadero nombre y eso dota a la obra de una fuerza extrema. Con el mecanismo de comunicación tan directo, a flor de piel, y encauzado desde el primer instante, toca contar las historias que nos conmuevan, las que nos van a sacudir. Juan Diego Botto ha montado una pieza de ficción, de confesiones, que nos explica la propia realidad mejor que ella misma. Lo ha hecho desde la rabia que produce lo injusto, lo desigual. Uno escucha cada monólogo sobrecogido, desolado a veces y con una sonrisa en otros momentos, llevado por una mano inteligente que no da respuestas, sino que cuenta las historias que nos permiten reflexionar para que podamos hacernos las preguntas oportunas. Cada uno debe mirarse a sí mismo para responder, pero también debe saber que hay muchos más a los que les pesan las mismas preocupaciones.

Un trozo invisible de este mundo arranca desde el otro lado, desde la voz de un funcionario de aduanas que con cinismo nos canta las cuarenta en un discurso en el que el personaje pretende explicarnos «su realidad» de las cosas como la única posible: aquí no cabemos todos, siempre hay alguien al que le tocó ser perdedor, es pura ciencia… A través de sus palabras, de esa lógica absoluta, de mecanismos sencillos, va explicitando su racismo de una manera amable.

Después vendrán las amarguras de una conversación telefónica desde un locutorio que nos dibuja las contradicciones de quien vive lejos de su familia para conseguir un dinero que en su país no hay posibilidad de ganar trabajando, esa carga pesada que siente y que no le permite tener ni siquiera un buen momento. Una vida la suya que está llena de esfuerzos, de tirar para adelante, de ausencias, de silencios y de todo lo que se calla porque no es agradable contar lo que es necesario soportar. La historia del abuso con los inmigrantes, su explotación. Los papeles imposibles que convierten en ilegales a las personas, los CIEs, la muerte, la falta del derecho al pan y a las rosas. Sobrevivir más que vivir. De pronto la piel se eriza un poquito más, al escuchar la justificación del turquito tras su tortura, su deseo de ser un héroe que sobrevive para contar la indignidad aunque sea un hombre débil. La voz del exilio nos voltea para hablarnos de que el camino para cerrar las heridas, el de la reparación, es la justicia y la memoria, que hay seres humanos con la vida rota a los que les gustaría tener los mismos privilegios que les damos a los perros. Los sueños imposibles se convierten en el único soporte a una vida sin esperanza, sueños mentirosos que no se han de cumplir pero que nos tapan por un segundo una realidad que nos apesadumbra. La sinceridad, atrevernos a decir con crudeza la realidad, nos descubre que si abrimos las maletas estarán vacías, nada les quedará, nada tendrán dentro.

Para contar estas vidas, estas reflexiones, basta una escenografía sencilla, una cinta transportadora que va llevando maletas de un sitio a otro donde se amontonan, algún baúl, una pizarra y una luz cómplice sobre el fondo de una pared sólida pero abandonada. Es un lugar detenido en el tiempo, es nuestro presente, un limbo que nos da una oportunidad para cambiar.
Astrid Jones se encarga del monólogo central, los otros cuatro los interpreta el propio Juan Diego Botto. Los dos, actor y actriz, están impresionantes. No podemos apartar un instante los ojos de ellos. Cada palabra, cada gesto, llegan al público porque su trabajo establece una sensibilidad cercana. Transmiten y conmueven, mientras atan y desatan nudos en nuestro corazón. No es extraño que a Juan Diego Botto se le empañen los ojos de lágrimas al final mientras agradece los aplausos.

Para profundizar en la obra, se han programado varios encuentros con el público tras algunas de las funciones. En ellos Astrid, Juan Diego y el director, Sergio Peris-Mancheta, charlan con los espectadores sobre las intenciones y las impresiones. Las tres son personas generosas, que nos recuerdan que hay otra forma de abordar el presente y que no coincide con la idea mayoritaria que establece el pensamiento único. Se puede llevar nuestra realidad a un escenario y hacerlo sin metáforas, a carne viva, como ellos lo han hecho en un teatro sincero, emotivo, sencillo y directo. Y lo cierto es que se contagia, uno se va del teatro con un poco de esperanza en el ser humano sin saber muy bien por qué.

A modo de pequeño anecdotario: El 19 de diciembre de 2011 falleció, en el madrileño hospital del Doce de Octubre, Samba Martine, una mujer congoleña de 34 años que se encontraba prisionera en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche a la espera de su expulsión del país. No tenía antecedentes, pero se la encerró porque carecía de papeles para entrar y residir en España.

Desde territorio marroquí había cruzado «ilegalmente» a Melilla en agosto y se la internó en el el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hay en la misma ciudad. El 12 de noviembre, con el CETI de Melilla saturado, se la envía a Madrid, al CIE de Aluche. Desde ese día hasta la fecha de su muerte hay acreditadas diez visitas de Samba a la consulta médica del centro, un servicio externalizado. Ella no hablaba español y solo consta que en una de estas visitas tuvo intérprete.

Diez veces fue a la consulta médica del CIES en poco más de un mes, pero allí fueron incapaces de hacer el diagnóstico, limitándose a recetarle pomadas para el picor y pastillas para la depresión. Los últimos días acudió hasta tres veces al consultorio, la última el mismo 19, de donde la enviaron al hospital donde fue ingresada seis horas antes de su fallecimiento.

Se le realizaron dos autopsias, por lo que el entierro se retrasó cinco meses. Viajó su madre desde Canadá, y otro pequeño grupo de familiares desde muchos otros lugares del mundo. Pero no pudieron verla, la tardanza y las autopsias, habían perjudicado el estado del cadáver y obligaban a que el féretro tuviera que estar cerrado.

Ahora se sabe que tenía SIDA y que murió de una criptococosis sistémica, una enfermedad rara causada por un hongo y que ocurre en personas con las defensas muy bajas, como es el caso de pacientes con VIH. Nunca recibió el tratamiento que necesitaba.

Juan Diego Botto asistió al entierro de Samba y la rabia que le produjo escuchar a Clementine diciendo entre lágrimas abrazada el féretro cerrado de su hija «yo que te parí, no te puedo abrazar. Yo que te vi crecer, no te puedo abrazar» fue lo que le impulsó a ponerse a escribir las piezas que conforman Un trozo invisible de este mundo.

 * Publicado en el diario digital Rebelión.org

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