Abocados a la oscuridad: Normalizando el genocidio y el nuevo orden mundial

Abocados a la oscuridad: Normalizando el genocidio y el nuevo orden mundial
© Abdullah Al-Attar, Reuters

Por Chris Hedges*

Texto de la charla impartida por Chris en The Sanctuary for Independent Media. (Puede escucharse directamente aquí).

Mi antigua oficina en Gaza es un montón de escombros. Las calles a su alrededor, donde iba a tomar un café, pedía maftul o manakish, me cortaba el pelo, están destrozadas. Amigos y colegas han muerto o, más a menudo, han desaparecido, de los que no se sabe nada hace semanas o meses, sin duda enterrados bajo las losas de hormigón rotas. Los muertos no contabilizados. Decenas, quizás cientos de miles.

Texto de la charla impartida por Chris en The Sanctuary for Independent Media. (Puede escucharse directamente aquí).

Agencia Anadolu

Gaza es un páramo de 50 millones de toneladas de escombros. Ratas y perros hurgan entre las ruinas y los fétidos charcos de aguas residuales. El hedor pútrido y la contaminación de los cadáveres en descomposición se alzan bajo las montañas de hormigón destrozado. No hay agua potable. Hay escasez de alimentos. Una grave escasez de servicios médicos y apenas refugios habitables. Los palestinos corren el riesgo de morir a causa de las municiones sin detonar, abandonadas tras más de 15 meses de ataques aéreos, descargas de artillería, ataques con misiles y explosiones de proyectiles de tanques, además de diversas sustancias tóxicas, como charcos de aguas residuales sin tratar y amianto.

La hepatitis A, causada por el consumo de agua contaminada, está muy extendida, al igual que las enfermedades respiratorias, la sarna, la desnutrición, la hambruna y las náuseas y vómitos generalizados causados por el consumo de alimentos rancios. Las personas vulnerables, como bebés y ancianos, junto con los enfermos, se enfrentan a una pena de muerte. Alrededor de 1,9 millones de personas han sido desplazadas, lo que representa el 90% de la población. Viven en tiendas de campaña improvisadas, acampadas entre losas de hormigón o al aire libre. Muchos se han visto obligados a mudarse más de una docena de veces. Nueve de cada diez viviendas han sido destruidas o dañadas. Bloques de apartamentos, escuelas, hospitales, panaderías, mezquitas, universidades —Israel hizo estallar la Universidad de Israa en la ciudad de Gaza en una demolición controlada—, cementerios, tiendas y oficinas han quedado arrasados.

La tasa de desempleo es del 80% y el producto interior bruto se ha reducido en casi un 85%, según un informe de octubre de 2024 publicado por la Organización Internacional del Trabajo.

La prohibición por parte de Israel de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en el Cercano Oriente (UNRWA, por sus siglas en inglés) —que estima que limpiar Gaza de los escombros dejará 15 años— y el bloqueo de los camiones de ayuda a Gaza garantizan que los palestinos de Gaza nunca tendrán acceso a suministros humanitarios básicos, alimentos y servicios adecuados.

El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo estima que la reconstrucción de Gaza costará entre 40.000 y 50.000 millones de dólares y que, si se consiguen los fondos, tardará hasta 2040. Sería el mayor esfuerzo de reconstrucción posbélica desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Israel, abastecido con miles de millones de dólares en armas provenientes de Estados Unidos, Alemania, Italia y el Reino Unido, creó este infierno. Pretende mantenerlo. Gaza permanecerá sitiada. Su infraestructura no será restaurada. Sus servicios básicos, incluyendo plantas de tratamiento de agua, electricidad y alcantarillado, no serán reparados. Sus carreteras, puentes y granjas destruidas no serán reconstruidas. Los desesperados palestinos se verán obligados a elegir entre vivir como cavernícolas, acampados entre trozos de hormigón puntiagudos, muriendo en masa por enfermedades, hambruna, bombas y balas, o el exilio permanente. Estas son las únicas opciones que les ofrece Israel.

Israel está convencido, probablemente con razón, de que, con el tiempo, la vida en la franja costera se volverá tan onerosa y difícil, especialmente a medida que Israel encuentra excusas para violar el alto el fuego y reanudar los ataques armados contra la población palestina, que un éxodo masivo será inevitable. Se ha negado, incluso con el alto el fuego en vigor, a permitir la entrada de la prensa extranjera a Gaza, una prohibición diseñada para mitigar la cobertura del horrendo sufrimiento y la muerte masiva.

La segunda etapa del genocidio israelí y la expansión del «Gran Israel» —que incluye la toma de más territorio sirio en los Altos del Golán (así como los llamamientos a la expansión a Damasco), el sur del Líbano, Gaza y la Cisjordania ocupada, donde unos 40.000 palestinos han sido expulsados de sus hogares— se está consolidando. Organizaciones israelíes, incluida la organización de extrema derecha Nachala, han celebrado conferencias para preparar la colonización judía de Gaza una vez que los palestinos sean sometidos a una limpieza étnica. Las colonias exclusivamente judías existieron en Gaza durante 38 años, hasta su desmantelamiento en 2005.

Washington y sus aliados en Europa no hacen nada para detener el genocidio transmitido en vivo. No harán nada para detener la desnutrición de los palestinos en Gaza, causada por el hambre, las enfermedades y las bombas, y su eventual despoblación. Son cómplices en este genocidio. Seguirán siendo cómplices hasta que el genocidio llegue a su sombrío final.

Pero el genocidio en Gaza es solo el comienzo. El mundo se está desmoronando bajo el embate de la crisis climática, que está provocando migraciones masivas, Estados fallidos e incendios forestales catastróficos, huracanes, tormentas, inundaciones y sequías. A medida que se desmorona la estabilidad global, la violencia industrial, que está diezmando a los palestinos, se volverá omnipresente. Estos ataques se cometerán, como en Gaza, en nombre del progreso, la civilización occidental y nuestras supuestas «virtudes» para aplastar las aspiraciones de quienes, en su mayoría personas de color pobres, han sido deshumanizados y despreciados como animales humanos.

La aniquilación de Gaza por parte de Israel marca la muerte de un orden global guiado por leyes y normas acordadas internacionalmente, un orden que Estados Unidos ha violado a menudo en sus guerras imperialistas en Vietnam, Iraq y Afganistán, pero que al menos fue reconocido como una visión utópica. Estados Unidos y sus aliados occidentales no solo suministran el armamento para sostener el genocidio, sino que también obstruyen la exigencia de la mayoría de las naciones de adherirse al derecho humanitario.

El mensaje que esto transmite es claro: Todo es nuestro. Si intentáis quitárnoslo, os mataremos.

Foto del Ejército israelí

Los drones militarizados, los helicópteros artillados, los muros y barreras, los puestos de control, las bobinas de alambre de púas, las torres de vigilancia, los centros de detención, las deportaciones, la brutalidad y la tortura, la denegación de visas de entrada, la existencia en régimen de apartheid que conlleva la indocumentación, la pérdida de derechos individuales y la vigilancia electrónica son tan familiares para los migrantes desesperados que cruzan la frontera mexicana o intentan entrar en Europa como para los palestinos.

Israel, que, como señala Ronen Bergman en su libro «Rise and Kill First«, ha «asesinado a más personas que cualquier otro país del mundo occidental», utiliza el Holocausto nazi para santificar su victimización hereditaria y justificar su Estado colonial de asentamientos, el apartheid, las campañas de masacre y la versión sionista del espacio vital. Primo Levi, quien sobrevivió a Auschwitz, vio la Shoah, por esta razón, como “una fuente inagotable de maldad” que “se perpetra como odio en los supervivientes y surge de mil maneras, contra la voluntad misma de todos, como sed de venganza, como desmoronamiento moral, como negación, como cansancio, como resignación”.

El genocidio y el exterminio masivo no son dominio exclusivo de la Alemania fascista. Adolf Hitler, como escribe Aimé Césaire en “Discurso sobre el colonialismo”, parecía excepcionalmente cruel solo porque presidía “la humillación del hombre blanco”. Pero los nazis, escribe, simplemente habían aplicado “procedimientos colonialistas que hasta entonces habían estado reservados exclusivamente a los árabes de Argelia, los culíes de la India y los negros de África”.

La matanza alemana de los herero y namaqua, el genocidio armenio, la hambruna de Bengala de 1943 —el entonces primer ministro británico Winston Churchill desestimó con ligereza la muerte de tres millones de hindúes en la hambruna, llamándolos “un pueblo bestial con una religión bestial”—, junto con el lanzamiento de bombas nucleares sobre objetivos civiles en Hiroshima y Nagasaki, ilustran algo fundamental sobre la “civilización occidental”.

Los filósofos morales que conforman el canon occidental —Immanuel Kant, Voltaire, David Hume, John Stuart Mill y John Locke—, como señala Nicole R. Fleetwood, excluyeron de su cálculo moral a las personas esclavizadas y explotadas, a los pueblos indígenas, a los colonizados, a las mujeres de todas las razas y a los criminalizados. Para ellos, solo la blancura europea impartía modernidad, virtud moral, juicio y libertad. Esta definición racista de la personalidad jugó un papel central en la justificación del colonialismo, la esclavitud, el genocidio de los nativos americanos, nuestros proyectos imperialistas y nuestro fetiche por la supremacía blanca. Así que, cuando escuches que el canon occidental es un imperativo, pregúntate: ¿para quién?

“En Estados Unidos”, dijo el poeta Langston Hughes, “a los negros no nos hace falta que nos digan qué es el fascismo en acción. Lo sabemos. Sus teorías de supremacía nórdica y represión económica han sido una realidad para nosotros desde hace mucho tiempo”.

Los nazis, al formular las leyes de Núremberg, las modelaron según nuestras leyes de segregación y discriminación de la época de Jim Crow. Nuestra negativa a conceder la ciudadanía a los nativos americanos y filipinos, aunque vivían en Estados Unidos y sus territorios, fue copiada para despojar de la ciudadanía a los judíos. Nuestras leyes contra el mestizaje, que penalizaban el matrimonio interracial, impulsaron la ilegalización de los matrimonios entre judíos alemanes y arios. La jurisprudencia estadounidense, que determinaba quién pertenecía a qué raza, clasificaba como negro a cualquiera con un 1% de ascendencia negra, la llamada “regla de una gota”. Los nazis, irónicamente mostrando mayor flexibilidad, clasificaban como judío a cualquiera con tres o más abuelos judíos.

El fascismo fue muy popular en Estados Unidos durante las décadas de 1920 y 1930. El Ku Klux Klan, reflejo de los movimientos fascistas que se extendían por Europa, experimentó un gran resurgimiento en la década de 1920. Los nazis fueron acogidos por los eugenistas estadounidenses, quienes alababan el objetivo nazi de la pureza racial y difundían propaganda nazi. Charles Lindberg, quien aceptó una medalla con la esvástica del Partido Nazi en 1938, junto con los Defensores de la Fe Cristiana pro-Hitler del evangelista Gerald B. Winrod, las Camisas Plateadas de William Dudley Pelley (las iniciales SS fueron intencionales) y las Camisas Caqui de veteranos fueron solo algunas de nuestras organizaciones abiertamente fascistas. La idea de que Estados Unidos defiende la democracia, la libertad y los derechos humanos sorprendería enormemente a aquellos a quienes Frantz Fanon llamó «los condenados de la tierra», que vieron cómo sus gobiernos elegidos democráticamente eran subvertidos y derrocados por Estados Unidos en Panamá (1941), Siria (1949), Irán (1953), Guatemala (1954), Congo (1960), Brasil (1964), Chile (1973), Honduras (2009) y Egipto (2013). Y esta lista no incluye a muchos otros gobiernos que, por despóticos que fueran, como en el caso de Vietnam del Sur, Indonesia o Iraq, fueron considerados hostiles a los intereses estadounidenses y destruidos, en cada caso infligiendo muerte y empobrecimiento a millones de personas.

El imperio es la expresión externa de la supremacía blanca.

Pero el antisemitismo por sí solo no condujo a la Shoah. Necesitó el potencial genocida innato del Estado burocrático moderno.

Por esta razón, los millones de víctimas de proyectos imperialistas racistas en países como México, China, India, el Congo y Vietnam hacen oídos sordos a las fatuas afirmaciones de los judíos de que su condición de víctimas es única. Lo mismo ocurre con las personas negras, morenas y nativas americanas. También sufrieron holocaustos, pero estos holocaustos siguen siendo minimizados o ignorados por sus perpetradores occidentales.

Diane Krauthamer / Flickr)

Israel encarna el Estado etnonacionalista que la extrema derecha estadounidense y europea sueña con crear, un Estado que rechaza el pluralismo político y cultural, así como las normas legales, diplomáticas y éticas. Israel es admirado por estos protofascistas, incluidos los nacionalistas cristianos, porque ha dado la espalda al derecho humanitario para usar la fuerza letal indiscriminadamente y “limpiar” su sociedad de aquellos condenados como contaminantes humanos. Israel no es un caso aislado, sino que expresa nuestros impulsos más oscuros, los cuales están siendo potenciados por la administración Trump.

Cubrí el nacimiento del fascismo judío en Israel. Informé sobre el extremista Meir Kahane, a quien se le prohibió postularse a un cargo público y cuyo Partido Kach fue ilegalizado en 1994 y declarado organización terrorista por Israel y Estados Unidos. Asistí a los mítines políticos organizados por Benjamin Netanyahu, quien recibió generosa financiación de la derecha estadounidense cuando se presentó contra Yitzhak Rabin, quien negociaba un acuerdo de paz con los palestinos. Los partidarios de Netanyahu coreaban “¡Muerte a Rabin!”. Quemaron una efigie de Rabin vestido con uniforme nazi. Netanyahu desfiló frente a una farsa de funeral para Rabin.

El primer ministro Rabin fue asesinado el 4 de noviembre de 1995 por un fanático judío. La viuda de Rabin, Lehea, culpó a Netanyahu y a sus partidarios del asesinato de su esposo.

Netanyahu, quien asumió el cargo de primer ministro en 1996, ha dedicado su carrera política a apoyar a extremistas judíos, como Avigdor Lieberman, Gideon Sa’ar, Naftali Bennett y Ayelet Shaked. Su padre, Benzion —quien trabajó como asistente del pionero sionista Vladimir Jabotinsky, a quien Benito Mussolini llamó “un buen fascista”—, fue líder del Partido Herut, que exigía al Estado judío la confiscación de toda la tierra de la Palestina histórica. Muchos de los que formaron el Partido Herut perpetraron atentados terroristas durante la guerra de 1948 que estableció el Estado de Israel. Albert Einstein, Hannah Arendt, Sidney Hook y otros intelectuales judíos describieron al Partido Herut en una declaración publicada en The New York Times como un “partido político muy similar en su organización, métodos, filosofía política y atractivo social a los partidos nazis y fascistas”.

Siempre ha existido una corriente de fascismo judío dentro del proyecto sionista, similar a la corriente fascista en la sociedad estadounidense. Desafortunadamente, para nosotros, los israelíes y los palestinos, estas corrientes fascistas están en ascenso.

“La izquierda ya no es capaz de superar el ultranacionalismo tóxico que ha evolucionado aquí”, advirtió Zeev Sternhell, sobreviviente del Holocausto y máxima autoridad israelí en materia de fascismo, en 2018, “aquel cuya cepa europea casi exterminó a la mayoría del pueblo judío”. Sternhell añadió: “Vemos no solo un creciente fascismo israelí, sino un racismo similar al nazismo en sus primeras etapas”.

La decisión de arrasar Gaza ha sido durante mucho tiempo el sueño de los sionistas de extrema derecha, herederos del movimiento de Kahane. La identidad y el nacionalismo judíos son las versiones sionistas de la sangre y el suelo nazis. La supremacía judía está santificada por Dios, al igual que la masacre de los palestinos, a quienes Netanyahu comparó con los amalecitas bíblicos, masacrados por los israelitas. Los colonos euroamericanos en las colonias americanas utilizaron el mismo pasaje bíblico para justificar el genocidio contra los nativos americanos. Los enemigos —generalmente musulmanes— condenados a la extinción son infrahumanos que encarnan el mal. La violencia y la amenaza de violencia son las únicas formas de comunicación que comprenden quienes están fuera del círculo mágico del nacionalismo judío. Quienes están fuera de este círculo mágico, incluidos los ciudadanos israelíes, deben ser purgados.

La redención mesiánica tendrá lugar una vez que los palestinos sean expulsados. Los extremistas judíos exigen la demolición de la mezquita de Al-Aqsa, el tercer santuario más sagrado para los musulmanes, construida sobre las ruinas del Segundo Templo judío, destruido en el año 70 d. C. por el ejército romano. La mezquita será reemplazada por un “tercer” templo judío, una medida que incendiaría el mundo musulmán. Cisjordania, que los fanáticos llaman “Judea y Samaria”, será anexada formalmente por Israel. Israel, gobernado por las leyes religiosas impuestas por los partidos ultraortodoxos Shas y Judaísmo Unido de la Torá, se convertirá en una versión judía de Irán.

Existen más de 65 leyes que discriminan directa o indirectamente a los ciudadanos palestinos de Israel y a quienes viven en los territorios ocupados. La campaña de asesinatos indiscriminados de palestinos en Cisjordania, muchos de ellos perpetrados por milicias judías rebeldes con 10.000 armas automáticas, junto con la demolición de casas y escuelas y la confiscación de las tierras palestinas restantes, está en pleno auge.

Israel, al mismo tiempo, se está volviendo contra los “traidores judíos” que se niegan a aceptar la visión demente de los fascistas judíos gobernantes y denuncian la terrible violencia del Estado. Los enemigos habituales del fascismo —periodistas, defensores de los derechos humanos, intelectuales, artistas, feministas, liberales, la izquierda, homosexuales y pacifistas— están en la mira. El poder judicial, según los planes de Netanyahu, será neutralizado. El debate público se debilitará. La sociedad civil y el Estado de derecho dejarán de existir. Quienes sean tildados de «desleales» serán deportados.

Los fanáticos en el poder en Israel podrían haber intercambiado a los rehenes retenidos por Hamás por los miles de rehenes palestinos retenidos en cárceles israelíes, razón por la cual los rehenes israelíes fueron capturados. Y hay evidencia de que, en los caóticos combates que tuvieron lugar una vez que los militantes de Hamás entraron en Israel, el ejército israelí decidió atacar no solo a los combatientes de Hamás, sino también a los cautivos israelíes que los acompañaban, matando quizás a cientos de sus propios soldados y civiles.

Israel y sus aliados occidentales, como previó James Baldwin, se encaminan hacia la “terrible probabilidad” de que las naciones dominantes, “que luchan por aferrarse a lo que han robado a sus cautivos, e incapaces de mirarse en el espejo, precipiten un caos en todo el mundo que, si no pone fin a la vida en este planeta, provocará una guerra racial como el mundo jamás ha visto”.

Conozco a los asesinos. Los encontré en las densas copas de los árboles durante la guerra en El Salvador y Nicaragua. Fue allí donde oí por primera vez el único y agudo estallido de la bala de un francotirador. Inconfundible. Siniestro. Un sonido que siembra el terror. Las unidades del ejército con las que viajé, enfurecidas por la letal precisión de los francotiradores rebeldes, desplegaron ametralladoras pesadas del calibre 50 y dispararon contra el follaje hasta que un cuerpo, hecho una masa ensangrentada y destrozada, cayó al suelo.

Los vi en acción en Basora, Iraq, y, por supuesto, en Gaza, donde una tarde de otoño, en el cruce de Netzarim, un francotirador israelí mató a tiros a un joven a pocos metros de mí. Llevamos su cuerpo inerte por la carretera.

Viví con ellos en Sarajevo durante la guerra. Estaban a solo unos cientos de metros, encaramados en rascacielos que dominaban la ciudad. Presencié su carnicería diaria. Al anochecer, vi a un francotirador serbio disparar en la penumbra contra un anciano y su esposa, inclinados sobre su pequeño huerto. El francotirador falló. Ella corrió, vacilante, a refugiarse. Él no. El francotirador volvió a disparar. Admito que la luz se estaba desvaneciendo. Era difícil ver. Entonces, la tercera vez, el francotirador lo mató. Este es uno de esos recuerdos de guerra que recuerdo una y otra vez y del que no me gusta hablar. Lo vi desde la parte trasera del Holiday Inn, pero ya lo he visto, o sus sombras, cientos de veces.

Estos asesinos también me tenían en su mira. Mataron a colegas y amigos. Estaba en su punto de mira al viajar desde el norte de Albania hacia Kosovo con 600 combatientes del Ejército de Liberación de Kosovo, cada insurgente con un AK-47 extra para entregárselo a un camarada. Tres disparos. Ese chasquido seco, demasiado familiar. El francotirador debía de estar muy lejos. O quizás el francotirador tenía mala puntería, aunque las balas pasaron cerca. Me escondí tras una roca. Mis dos guardaespaldas se inclinaron sobre mí, jadeantes, con las bolsas verdes atadas al pecho, llenas de granadas.

Sé cómo hablan los asesinos. El humor negro. “Terroristas en miniatura”, dicen de los niños palestinos. Están orgullosos de sus habilidades. Les da prestigio. Acunan su arma como si fuera una extensión de su cuerpo. Admiran su despreciable belleza. Así son. Sus identidades. Asesinos.

En la cultura hipermasculina de Israel y nuestro propio fascismo emergente, los asesinos, alabados como ejemplos de patriotismo, son respetados, recompensados, promovidos. Son insensibles al sufrimiento que infligen. Quizás lo disfrutan. Quizás creen que se están protegiendo a sí mismos, su identidad, a sus camaradas, a su nación. Quizás creen que matar es un mal necesario, una forma de asegurarse de que los palestinos mueran antes de poder atacar. Tal vez han rendido su moral a la obediencia ciega de los militares, sumidos en la maquinaria industrial de la muerte. Tal vez les da miedo morir. Tal vez quieren demostrarse a sí mismos y a los demás que son duros, que pueden matar. Tal vez su mente está tan retorcida que creen que matar es justo.

Ellos, como todos los asesinos, están embriagados por el poder divino de revocar el permiso de otra persona para vivir en esta tierra. Se deleitan en la intimidad de la experiencia. Ven con gran detalle a través de la mira telescópica, la nariz y la boca de sus víctimas. El triángulo de la muerte. Aguantan la respiración. Aprietan el gatillo lenta y suavemente. Y entonces, la bocanada rosada. Médula espinal seccionada. Se acabó.

Están entumecidos emocionalmente, son fríos. Pero eso no dura. Cubrí la guerra durante mucho tiempo. Conozco, aunque ellos no, el siguiente capítulo de sus vidas. Sé lo que sucede cuando abandonan el abrazo del ejército, cuando ya no son una pieza más en estas fábricas de muerte. Conozco el infierno en el que entran.

Empieza así. Todas las habilidades que adquirieron como asesinos en el exterior son inútiles. Quizás regresen. Quizás se conviertan en sicarios. Pero esto solo retrasa lo inevitable. Pueden huir, por un tiempo, pero no pueden huir eternamente. Habrá un ajuste de cuentas. Y es de ese ajuste de cuentas del que les hablaré.

REUTERS – Abdul Karim Farid

Se enfrentarán a una elección. Vivir el resto de sus vidas, atrofiados, entumecidos, aislados de sí mismos, aislados de quienes los rodean. Descender en una niebla psicopática, atrapados en las mentiras absurdas e interdependientes que justifican el asesinato en masa. Hay asesinos, años después, que dicen estar orgullosos de su trabajo, que no se arrepienten ni un instante. Pero no he estado dentro de sus pesadillas. Si este es el camino que toman, nunca volverán a vivir de verdad.

Por supuesto, no hablan de lo que les hicieron a quienes los rodean, y mucho menos a sus familias. Son agasajados como héroes. Pero saben, aunque no lo digan, que es mentira. El entumecimiento, por lo general, desaparece. Se miran al espejo y, si les queda algún resquicio de conciencia, su reflejo los perturba. Reprimen la amargura. Se hunden en la madriguera de los opioides y, como mi tío, que luchó en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial, en el alcohol. Sus relaciones íntimas, porque no pueden sentir, porque entierran su autodesprecio, se desintegran. Esta vía de escape funciona. Por un tiempo. Pero luego caen en tal oscuridad que los estimulantes que usan para mitigar el dolor comienzan a destruirlos. Y tal vez así es como mueren. He conocido a muchos que murieron así. Y he conocido a quienes terminaron rápidamente. Con una pistola en la cabeza.

Tengo traumas de guerra. Pero el peor trauma no lo tengo. El peor trauma de la guerra no es lo que viste. No es lo que experimentaste. El peor trauma es lo que hiciste. Hay nombres para ello: daño moral, estrés traumático inducido por el perpetrador. Pero eso parece poco convincente dadas las brasas ardientes de la ira, los terrores nocturnos, la desesperación. Quienes los rodean saben que algo va terriblemente mal. Temen esta oscuridad. Pero no dejan que otros entren en su laberinto de dolor.

Y entonces, un día, buscan el amor. El amor es lo opuesto a la guerra. La guerra va de muerte. Va de obscenidades. Se trata de convertir a otros seres humanos en objetos, tal vez objetos sexuales, pero también lo digo literalmente, porque la guerra convierte a las personas en cadáveres.

Los cadáveres son el producto final de la guerra, lo que sale de su cadena de montaje. Así que quieren amor, pero la muerte ha hecho un pacto fáustico. Es esto. Es el infierno de no poder amar. Llevan esta muerte dentro de sí por el resto de sus vidas. Corroe sus almas. Sí. Tenemos almas. Pero ellos vendieron las suyas. El precio es altísimo. Significa que lo que desean, lo que más necesitan en la vida, no lo pueden conseguir.

Pasan días con ganas de llorar sin saber por qué. Los consume la culpa. Creen que, por lo que hicieron, la vida de un hijo o una hija, o de un ser querido, está en peligro. Castigo divino. Se dicen a sí mismos que es absurdo, pero lo creen de todos modos. Empiezan a ofrecer pequeñas muestras de bondad a los demás como si estas ofrendas apaciguaran a un dios vengativo, como si estas ofrendas salvaran a un ser querido del daño, de la muerte. Pero nada borra la mancha del asesinato.

Están abrumados por la tristeza. El arrepentimiento. La vergüenza. El dolor. La desesperación. La alienación. Se enfrentan a una crisis existencial. Saben que todos los valores que les enseñaron a honrar en la escuela, en el culto, en casa, no son los valores que defendían. Se odian a sí mismos. No lo dicen en voz alta.

Disparar a personas desarmadas no es valentía. No es coraje. Ni siquiera es una guerra. Es un crimen. Es un asesinato. Israel tiene un campo de tiro al aire libre en Gaza y Cisjordania, como hicimos nosotros antes en Iraq y Afganistán. Impunidad total. Asesinato como deporte. Es agotador intentar alejar a estos demonios. Quizás lo logren. Volver a ser humanos. Pero eso implicará una vida de contrición. Significará hacer públicos los crímenes. Significará implorar perdón. Significará perdonarse a sí mismos. Esto es muy difícil. Significará orientar cada aspecto de sus vidas a nutrir la vida en lugar de extinguirla. Esta es la única esperanza de salvación. Si no la toman, están condenados.

Debemos ver más allá del patriotismo vano de quienes usan las palabras abstractas de gloria, honor y patriotismo para enmascarar los gritos de los heridos, las matanzas sin sentido, la especulación bélica y el dolor desbordante. Debemos ver más allá de las mentiras que los vencedores a menudo no reconocen, las mentiras encubiertas en majestuosos monumentos de guerra y narrativas bélicas míticas, repletas de historias de valentía y camaradería. Debemos ver más allá de las mentiras que impregnan las memorias densas y engreídas de estadistas amorales que hacen guerras, no conocen la guerra. La guerra es necrofilia. La guerra es un estado de pecado casi puro, con sus objetivos de odio y destrucción. La guerra fomenta la alienación, conduce inevitablemente al nihilismo y es un rechazo a la santidad y la preservación de la vida. Todas las demás narrativas sobre la guerra caen fácilmente presas del atractivo y la seducción de la violencia, así como del poder divino que conlleva la licencia para matar con impunidad.

La verdad sobre la guerra sale a la luz, pero suele ser demasiado tarde. Quienes la emprenden nos aseguran que estas historias no tienen nada que ver con la gloriosa empresa violenta que la nación está a punto de inaugurar. Y, abrazando el mito de la guerra y su sentido de empoderamiento, preferimos no mirar.

Debemos encontrar el coraje para reconocer nuestra oscuridad y arrepentirnos. Esta ceguera voluntaria y amnesia histórica, esta negativa a rendir cuentas ante el Estado de derecho, esta creencia de que tenemos derecho a usar la violencia industrial para ejercer nuestra voluntad marca, me temo, el inicio, no el final, de las campañas de masacre del Norte Global contra las crecientes legiones de pobres y vulnerables del mundo. Es la maldición de Caín. Y es una maldición que debemos eliminar antes de que el genocidio en Gaza deje de ser una anomalía y se convierta en la norma.

– Traducido por Sinfo Fernández en Voces del Mundo.
* Chris Hedges
es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.

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