Alberto Garzón y Pablo Iglesias: la responsabilidad de la izquierda
Hace tiempo, un escritor al que admiro reconoció espontáneamente: “He escrito muchas estupideces”. Nos encontrábamos en una plaza, tomando el sol y yo le escuché atónito, pero enseguida comprendí que su comentario era un gesto de honestidad y lucidez. Creo que es imposible escribir –un acto temerario- y no equivocarse en muchas ocasiones. Yo me divorcié de la política en los noventa, atrapado por la espiral consumista que chamuscó el cerebro a varios millones de españoles. La crisis que empezó en 2007 y que –lejos de ser pasajera- se perfila como una catástrofe estructural, me hizo recobrar el juicio y la capacidad de indignarme. Contemplé con escepticismo el 15-M y, tras observar los estragos de la crisis en un barrio obrero de Madrid, donde trabajaba como profesor de filosofía de un centro de enseñanza público, mi conciencia política renació con bríos renovados. Nací en 1963 y sufrí los últimos años del franquismo. Siempre sospeché que la Transición solo fue una pantomima concebida para garantizar la impunidad de los crímenes de la dictadura y preservar los privilegios de las clases dominantes. Esa sospecha se convirtió en convicción con la crisis y deduje -influido por el talante de mi generación- que las protestas pacíficas no lograrían un cambio real. Las reglas del juego no se podían reformar. Solo era posible avanzar, rompiéndolas y estableciendo un nuevo modelo de sociedad. El recuerdo de las últimas ejecuciones del franquismo el 27 de septiembre de 1975 aún pervivía entre mis recuerdos como un ejemplo de la crueldad del Estado y su determinación de extirpar de raíz cualquier brote de resistencia.
Tampoco se ha borrado de mi memoria la bomba de la aviación fascista que cayó sobre mi madre en 1937, provocándole graves heridas. Con 12 años, mi madre presenció la despedida de las Brigadas Internacionales en Barcelona. Sus ojos aún se emocionan al recordar cómo la gente abrazaba a los voluntarios, agradeciéndoles su valentía. En cambio, su mirada se ensombrece al rememorar la entrada de la Legión y los Tabores de Regulares por la Diagonal, con el paso triunfal de un ejército de ocupación. No ha olvidado los balcones vacíos, las calles semidesiertas, las persianas bajadas, los pasos de una tropa curtida en una guerra de exterminio. El franquismo sigue vivo en 2014, con una monarquía bananera impuesta por la dictadura, y unas Fuerzas de Seguridad del Estado que nunca abandonaron el hábito de apalear, humillar e incluso torturar. España acumula condenas internacionales, pero ni las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ni los informes de Amnistía Internacional, el Comité de Derechos Humanos de la OTAN o el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura han logrado alterar la rutina de unos cuerpos con un historial siniestro. Por si alguien lo pone en duda, le invito a buscar información sobre Patricia Heras, MariaAtxabal o Martxelo Otamendi. También les sugiero que lean las declaraciones del prestigioso forense Francisco Etxeberria. Con Mariano Rajoy la represión se recrudeció y me hizo perder la esperanza de un cambio democrático, capaz de acabar con el paro, la pobreza infantil y los desahucios. El aire desafiante y chulesco de personajes tan funestos como Alberto Ruiz-Gallardón, Cristina Cifuentes o Jorge Fernández Díaz, concediendo barra libre a jueces y policías para aporrear y enviar a la cárcel a los activistas sociales, despejó cualquier duda sobre la continuidad encubierta del franquismo. ¿España necesitaba una revolución? ¿Había que resucitar la violencia revolucionaria de 1934 para alzarse contra el PP, una versión actualizada de la CEDA? Pensé que sí, si bien me limité a escribir artículos y no salí a la calle con un fusil o un cóctel Molotov. Escribí unas cuantas estupideces y sentí la embriaguez de una trinchera virtual, donde la violencia solo es una finta verbal. Sin embargo, al contemplar los estragos de la violencia en documentales y fotografías se enfrió mi entusiasmo. Solo el que ha perdido los principios éticos más elementales puede celebrar la muerte ajena. Detesto a Billy el Niño, el torturador franquista, pero me conformaría con verlo entre rejas. No deseo pegarle un tiro, pues sé que ese gesto dañaría gravemente mi humanidad y no repararía el dolor de sus víctimas. Lo inhumano no puede combatirse con métodos inhumanos. ETA empezó matando a un torturador y acabó liquidando a periodistas y concejales. Es una lección histórica que no debe olvidarse. El fascismo justifica la violencia. Un humanismo de izquierdas rechaza frontalmente esa alternativa, salvo en casos de opresión extrema. Hitler, Stalin o Franco reúnen los requisitos que justifican el derecho de resistencia, pero en el momento actual solo son aceptables las vías exclusivamente pacíficas y democráticas. Una iniciativa ciudadana como la PAH es la prueba de que “sí se puede”.
Mi flirteo con las barricadas virtuales me reveló la existencia de una izquierda que glorifica a Stalin y Corea del Norte, ignorando, negando o justificando sus gravísimas violaciones de los derechos humanos. El asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, se encuadra en la categoría de los crímenes comunes. La víctima merece respeto, pero no un funeral de Estado, pues no se había caracterizado por su comportamiento ejemplar. Aunque el personaje me resultaba antipático, me pareció nauseabundo festejar su muerte en las redes sociales. Mis fantasías revolucionarias se apagaron definitivamente y consideré que solo un imbécil o un desalmado podían reivindicar la violencia política. La lucha armada suele ser el primer paso de una estrategia encauzada a provocar una insurrección popular. La lucha armada significa atacar al Estado en todos los frentes: la política, la justicia, el ejército y la policía, la universidad e incluso la prensa. Si se inicia la espiral, hay que aceptar la posibilidad de ser torturado o asesinado. Y en caso de triunfar, ¿qué sucede después? El partido que ha encabezado la lucha no renunciará al poder y reprimirá cualquier forma de disidencia. La Unión Soviética y Corea del Norte reprodujeron ese itinerario, que yo jamás desearía recorrer, ni siquiera como compañero de viaje. Al parecer, opinar de este modo te convierte en un “enemigo de la clase obrera” y en un deleznable traidor “al servicio del capital”. Sin embargo, yo conservo mis convicciones, que oscilan entre el anarquismo y el socialismo. Siempre he sido de izquierdas y no creo que a los 50 años cambie de perspectiva. Eso sí, creo que el grado de deterioro de la democracia en España exige una inaplazable transformación. Pienso que existen dos vías para encarar ese objetivo. En primer lugar, las iniciativas ciudadanas que cristalizan en forma de centros sociales autogestionados, escuelas libres, ejercicios de desobediencia radical no violenta, huelgas, movilizaciones, restricción del consumo y solidaridad de clase. Y, en segundo lugar, las iniciativas políticas tradicionales en forma de partidos que concurren a las urnas. En ese sentido, IU y Podemos se enfrentan a un responsabilidad histórica de enorme envergadura. Si vencieran en las urnas y unieran sus fuerzas, podrían plantarle cara a la barbarie neoliberal. No sé si lograrían nacionalizar la banca, garantizar una renta básica universal, reducir la jornada laboral, rebajar la edad de jubilación, imponer una fiscalidad fuertemente progresiva e incrementar drásticamente la inversión en servicios públicos, pero al menos esos son sus compromisos y responderían ante sus votantes, si incumplieran sus promesas. Entiendo la estrategia de Podemos, pero yo prefiero hablar de lucha de clases y oligarquías, identificándome claramente con las posiciones convencionales de la izquierda. Por eso, votaré a una IU que ha empezado su renovación, con Alberto Garzón, un político joven y convincente. Eso no significa que desprecie a Pablo Iglesias o repudie las enseñanzas de Carlos Taibo, uno de los pioneros de la doctrina del decrecimiento. Opino que la izquierda, con sus diferentes tendencias, no puede defraudar a la sociedad, dividiéndose en querellas estériles. Pienso que la bandera republicana puede simbolizar ese porvenir de tolerancia, libertad, igualdad y solidaridad que muchos anhelamos.
Hoy ha ingresado en prisión Carlos Cano, estudiante de medicina y activista del 15M, condenado a tres años y un día por su participación en un piquete de la huelga general del 29M. Carmen Bajo, un ama de casa en paro de 56 años y sin ninguna clase de subsidio, ha logrado aplazar su ingreso en prisión hasta julio. Las agresiones políticas, legales y judiciales contra la ciudadanía han llegado demasiado lejos y urge desalojar del poder al binomio PP-PSOE, dos partidos que probablemente pacten en las próximas elecciones generales, particularmente después de que Pedro Sánchez haya conseguido el apoyo de las bases, evidenciando que el neoliberalismo está profundamente arraigado entre sus militantes. El PP y el IBEX-35 han respirado aliviados y muchos votantes de izquierdas han visto con claridad que el PSOE es casta en el sentido más peyorativo del término. Hace unos meses, creía que el PSOE se renovaría desde las bases, honrando sus inmerecidas siglas, pero está claro que me equivoqué. Si IU y Podemos confluyeran y obtuvieran los votos necesarios para gobernar, las prioridades deberían ser paralizar los desahucios, abolir la reforma de artículo 135 de la Constitución, iniciar un nuevo proyecto constituyente, garantizar la atención sanitaria a los inmigrantes, retirar las concertinas de las vallas de Ceuta y Melilla, cerrar los CIEs, anular la reforma laboral, revocar la reforma del Código Penal, la Ley de Seguridad Ciudadana y la reforma de la ley del aborto, convocar un referéndum sobre Monarquía o República, derogar la Ley antiterrorista y la Ley de partidos, y establecer un diálogo amplio y flexible con las fuerzas soberanistas de Catalunya y EuskalHerria. Está en juego el futuro. Los parados, los niños malnutridos, las familias desahuciadas, los pensionistas, los trabajadores precarios, los discapacitados y otros colectivos especialmente vulnerables necesitan un gobierno de izquierdas que frene los abusos cometidos contra ellos. IU y Podemos, Podemos o IU y otros partidos afines podrían asumir ese reto. Si fracasan y el bipartidismo pacta para profundizar aún más la brecha social y exacerbar las desigualdades con sus políticas a favor del IBEX-35, la desafección ciudadana hacia la política podría abrir la puerta a escenarios incompatibles con la paz social y la democracia. Ojalá no sea así, pero en los próximos meses será necesaria mucha pedagogía política y ni una pizca de estupidez.