Benditas costumbres
En casa de mi madre, siendo yo niño, los lujos eran tan escasos como las visitas. Y la visita solía ser una cuñada de mi madre que, además del paraguas, a casa sólo traía un voraz apetito. Durante horas, que podían ser toda la tarde, disertaba sobre la génesis y evolución de sus sufridas dolencias y porqué eran las suyas más graves y numerosas que las que mi madre improvisaba.
Mi tía era capaz de desenvolverse con extraordinaria soltura en tan neurótica competencia sin dejar de masticar en ningún momento las pastas que mi madre reservaba a las visitas. Las pastas constituían, precisamente, nuestro único lujo.
En presencia de las pastas, ni mis otros cuatro hermanos ni yo, mudos testigos de aquellas hipocondríacas meriendas, podíamos aceptar siquiera una y aún cuando nos la ofreciera la tía, fuese por generosidad o por el sádico placer de provocarnos.
Ninguno de los hijos de mi madre vulneró jamás aquella orden… delante de ella.
E igualmente aceptábamos de buen grado que si, por alguna extraña circunstancia, un buen día coronábamos un paseo con un helado, contuviéramos las ansias hasta llegar a casa para que ningún niño que nos viera paladeando el chocolate por la calle fuera a sentirse mal con nuestro exceso.
Nunca desairamos a mi madre en su exigencia a pesar de la condena a tener que comerse siempre el helado con cucharilla porque para cuando llegábamos a casa ya no había manera de lamer aquella sopa.
Tal vez por ello, cada vez que me encuentro con un niñato exhibiendo orgulloso las nuevas aplicaciones del último modelo en el escaparate, pienso en mi madre… y en su padre.