Bicentenario de la derrota
Este mes de mayo está siendo muy prolífico en conmemoraciones y recordatorios de sucesos que marcaron muy profundamente la historia y la evolución del pensamiento político en España. Me estoy refiriendo al Bicentenario de la Guerra de la Independencia y al mayo del 68, que ahora cumple 40 años.
Pero vamos a dejar a un lado ese mes de mayo del 68 para centrarnos, brevemente, en aquél famoso 2 de mayo de 1808.
Se ha presentado esta fecha como la que da lugar al “heroico y espontáneo” levantamiento popular contra la “invasión pactada” de los franceses (por entonces “aliados” de España) que comenzó en 1807 con la firma del Tratado de Fontainebleau entre Napoleón y el valido de Carlos IV, Godoy.
Como no podía ser de otra manera, este patriotero pasaje de la historia de España, como muchos otros, también está escrito con los torcidos renglones de la manipulación al servicio de unos intereses políticos que, aún en nuestros días, siguen vigentes.
Basta con comprobar la desvergonzada exaltación nacionalista que la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre -con la “regia” complicidad de la Familia Real así como del Presidente del Gobierno, Zapatero- realizó el pasado 2 de mayo en esta Comunidad, olvidando intencionadamente (¿o es que su aristocrática memoria no da para más?) que junto con Madrid, catalanes, aragoneses, andaluces, castellanos, etc. también se enfrentaron al ejército francés.
Se está conmemorando (y sobre esto se pasa de puntillas) un levantamiento protagonizado por la mayoría de un pueblo analfabeto y fácil de convencer; un pueblo sumido en una pandemia de abandono, pobreza y miseria que fue atizado por la, como siempre, todopoderosa Iglesia, aristócratas, caciques y terratenientes que veían peligrar sus privilegios por culpa de los nuevos aires que traían los “gabachos” heredados de la Ilustración, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial. Esta capa de “patriotas” arengó al pueblo humilde convenciéndoles de que la Patria estaba en peligro y había que defenderla. Evidentemente no podían decir que lo que realmente estaba en peligro eran sus propios intereses.
La “invasión pactada” de Napoleón se escribe con nombre de Monarquía (como se escriben casi todas las desgracias que han sacudido al país). Un Carlos IV –lujosamente instalado en Francia- que abdica ante el emperador francés a favor de su hijo, Fernando VII, el “Rey Felón”, a cambio de una “miserable” pensión de 30 millones de reales anuales y un Fernando VII que, como primer caso en la historia de las felonías monárquicas, destrona a su padre (¿por qué se me vendrá ahora a la memoria el caso de Juan de Borbón, Conde de Barcelona, y su hijo, el actual rey Juan Carlos?).
Pocos historiadores (y mucho menos si son del rigor de Ricardo de la Cierva) han hablado de lo que subyacía en las entrañas de aquella “Guerra de Independencia”. Por ejemplo el modelo político, económico y social. Los defensores del “Rey Felón” y el pueblo manipulado defendían una monarquía absolutista, oligárquica y feudal que, cuando se instaló, las primeras medidas que tomó fue anular toda la obra de las Cortes de Cádiz, perseguir a los liberales y afrancesados que veían en los franceses todas las ventajas derivadas de, -como decíamos antes- la Revolución Francesa y, por ende, la modernización del país.
Los “patriotas” españoles se levantaron en defensa de un régimen que hizo desaparecer la prensa libre, las diputaciones y los ayuntamientos; un régimen que cerró Universidades, que restableció los gremios y, como no podía ser menos, devolvió a la Iglesia las propiedades anteriormente confiscadas.
Esta Guerra se contempla como una “gesta heroica” cuando se da la paradoja de que quien realmente perdió no fue Napoleón únicamente, sino los “héroes” del pueblo trabajador y campesino que sufría, por ejemplo, una altísima tasa de mortalidad infantil (un 200 por mil) y donde la esperanza de vida no superaba los 35 años.
Estamos, pues, conmemorando una “independencia” que dejó al pueblo español (no se incluye a la burguesía, caciques, terratenientes y clero) más dependiente e indefenso como consecuencia del rigor absolutista que, pasando por la famosa “Década Ominosa” (1823-1833), llega incluso hasta nuestros días, exceptuando el breve paréntesis de la II República.
Y esto es así porque aquella España que se liberó de la Ilustración de los “gabachos”, cayó en el oscurantismo de regímenes sátrapas y guerreristas. Tal sucedió con la sucesora de Fernando VII, Isabel II y su Guerra Carlista; Alfonso XIII y su Guerra del Rif o del apoyo a la Dictadura de Primo de Rivera que duró prácticamente hasta la proclamación de la II República en 1931.
Aquel absolutismo, con el paso del tiempo, va adoptando otras formas de ejercer el poder menos palaciegas o cortesanas pero más efectivas en cuanto a represión, retroceso económico, social y cultural, etc.
El africanista Franco, en un sangriento Golpe de Estado, derroca la República y se mantiene a sangre, fuego, cárceles y exilio durante cuatro “Décadas Ominosas”. Muerto el dictador, España vuelve al redil monárquico (señalado por el “brazo incorrupto” de Santa Teresa) siguiendo la “estela divina” de sus antecesores.
Si con Fernando VII y siguientes reyezuelos el pueblo español conquistó la mordaza y las ataduras que los afrancesados deploraban, con el dictador Franco y la actual monarquía este pueblo las tiene ahora más apretadas que nunca, aunque la morfina del olvido no le permita reconocerlo.
“De aquellos polvos, estos barros”, se dice. En 1808 el pueblo español perdió no sólo la Guerra de la Independencia, también perdió la más importante, la de la libertad.
Pregunta idiota que se me ocurre esta semana: Si a los españoles que se opusieron a la ocupación francesa se les llama patriotas, ¿por qué a los iraquíes que se oponen a la ocupación norteamericana los llaman “terroristas”?