Carlos Pérez Merinero: la exquisitez de lo cutre
Ion Arretxe*. LQSomos. 16 diciembre 2015
Es posible que lo cutre, considerado como una categoría ética y estética diferenciada de las demás, no haya sido rigurosamente definido, ni suficientemente investigado en los laboratorios de la cultura y la moral.
Pero de igual manera que constatamos su escasa presencia en el corpus teórico y en las publicaciones especializadas, se nos aparece la cutrez, incluso más de lo deseable, en cualquier rincón de la realidad donde enfoquemos nuestra mirada.
Casi todo el mundo, sin necesidad de una gran preparación intelectual, es capaz de distinguir lo cutre y, aún sin conocer a ciencia cierta lo específico de su esencia, diferenciarlo de lo sórdido, de lo ridículo, o incluso de lo grotesco.
Como ocurre con otros conceptos estéticos, es más fácil reconocer la cutrez que conocerla propiamente. El cutrerío es cutáneo -ante la escasez de otras etimologías, yo no perdería de vista la similitud de estas dos palabras-, aunque es más propio del pellejo que de la piel.
Dada su superficialidad, lo detectamos enseguida, como la roña, esa suciedad que se nos agarra con fuerza hasta encostrarse. Rascamos un poco en la realidad, rasgamos su velo de Maya, y aparece la cutreidad en toda su crudeza, desvelando la grasienta desnudez del emperador y mostrando el culo de lo más sagrado.
El escritor y guionista Carlos Pérez Merinero (Écija, 1950-Madrid, 2012) decía, con esa guasa andaluza que le caracterizaba, que “lo mismo que en la Edad Media hubo un mester de juglaría y otro de clerecía, él pertenecía, en estos tiempos tan cutres que vivimos, a la prestigiosa y exclusiva escuela poética del mester de cutrería”.
Etiquetado por algunos como un autor amoral, violento, excesivo, cafre, cruel y pornográfico sin más, no se ha estudiado todavía, como pienso que se merece, la luz que arroja su obra, tanto la literaria como la cinematográfica (Amantes, de Vicente Aranda, 1991; Rincones del paraíso, dirigida en 1997 por él mismo…) sobre el lado más cutre de la condición humana.
Cutres, ruines y cicateros suelen ser los protagonistas de sus historias: hombres, mujeres e incluso niños, que actúan obsesivamente decididos a satisfacer sus deseos más inmediatos. Antonio Domínguez, el metódico protagonista de Días de guardar (Bruguera, 1981, reeditada en 2014 por Reino de Cordelia), quiere pasarse el resto de su vida follando, y como sabe que para tal fin va a necesitar más dinero del que dispone, planea minuciosamente una semana de atracos.
En El ángel triste (Bruguera, 1983) se narran las vicisitudes de un individuo cuyo plan de vida es retirarse del mundanal ruido y encerrarse en la paz de su hogar a ver películas de vídeo; pero las continuas trifulcas de su vecinos no le dejan disfrutar de su soledad, por lo que se verá obligado a tirar de cuchillo.
Cutres hasta los límites de lo soportable son también las tropelías que cometen: niños asesinados en el patio de una perrera y enterrados junto a los perros muertos en una orgía de sangre, barro y heces (La niña que hacía llorar a la gente, Ediciones El Garaje, 2011).
Cutres, torpes y chapuceros, los intentos de huída o los métodos para deshacerse de los cadáveres: en Sangre Nuestra (La Factoría de Ideas, 2005), los tres hermanitos asesinos acumulan cadáveres de mujeres en el sótano de su casa y los cubren con cartones y con dibujos que encuentran tirados por ahí.
Y así, cada novela de Carlos Pérez Merinero viene a ser un inventario fenomenológico de lo cutre. Así como lo ridículo y lo cursi suelen movernos a la risa, ¿a qué nos mueve lo cutre? ¿Qué sentimientos nos genera? Lo cutre nos produce rechazo, a la vez que nos da un poco de pena. Rechazo por lo que tiene de despreciable, y pena porque nos resistimos a reconocer que el ser humano siga siendo tan mezquino y miserable.
Ahora bien. Si para mostrar el hastío vital y el aburrimiento el artista no tiene por qué aburrir, para mostrar lo cutre, Carlos Pérez Merinero hace gala de una técnica literaria exquisita y se nos revela como lo que realmente es: un escritor ocurrente, divertido, espléndido y brillante.
Hay novelas de Carlos Pérez Merinero escritas en primera persona: “Si hace sólo unos meses alguien me hubiera dicho que un día iba a estar desangrándome como un perro en la Audiencia, con un policía nacional delante mío apuntándome con su arma, no me lo hubiera creído”.
Las hay en segunda persona, lo que representa una auténtica rareza en la novela de género: “Y después de tanto tiempo, volviste. No lo planeé, las cosas sucedieron así. Así, como ocurren todas las cosas”.
Incluso se atrevió a escribir una novela en primera persona del plural, dando voz a tres niños asesinos: “Hoy hemos soñado que habían acabado con nuestros sueños. Como tantas otras veces, los tres sabemos que los sueños de esta noche han sido los mismos para todos. Pero ya no lo hablamos entre nosotros. Para qué. Lo sabemos, y eso nos basta para sentirnos cada vez más unidos”.
(He utilizado para ilustrar el párrafo anterior los comienzos, por este orden, de las novelas El ángel triste, La niña que hacía llorar a la gente y Sangre nuestra).
Y hay, cómo obviarlo, en la obra de Carlos Pérez Merinero una constante reflexión sobre las palabras y sobre la compleja relación del narrador con el escritor y con lo escrito: “Así escritas, así leídas, tus palabras suenan una vez más a lo que dicen las brujas malas de los cuentos. No es la primera vez que lo digo, no es la primera vez que lo escribo”.
La violencia extrema, la desenfadada grosería y la insoportable indecencia en los escritos de Carlos Pérez Merinero nos obligan a mirar la cara más cutre de la realidad, ésa a la que nunca nos atrevemos a mirar de frente tal vez para no comprobar lo que ya sospechábamos desde que perdimos la inocencia: que debajo de los adoquines no hay nada.
* Nota original de “Otras Miradas”. Autor del relato en primera persona de “Intaxaurrondo, la sombra del nogal” El Garaje Ediciones S.L. ISBN: 978-84-942311-5-5
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