Carmen y Lola
Carlos Olalla*. LQS. Agosto 2018
Una película que habla de ausencias y de vacíos, de los versos que escribimos en el aire, de esa vida que nos invita a que tengamos el coraje de vivirla. Cuando las cartas que te tocan en el póker de la vida son ser mujer, adolescente, gitana y lesbiana, sabes que difícilmente podrás ganar alguna mano…
¿Cómo vivir un primer amor donde te prohíben amar?, ¿Cómo elegir ser tú en un mundo donde cuando naces son otros, ellos, quienes deciden por ti?, ¿Cuánto pesa la tradición en la balanza de la libertad?, ¿Qué hacer cuando solo te dejan una puerta, la de ellos? Estas son las cuestiones que nos plantea la formidable opera prima de Arantxa Echevarría, “Carmen y Lola”, una película que nadie, absolutamente nadie, debería dejar de ver. Plantear hacer en nuestro cine una primera película que trata sobre el amor prohibido de dos adolescentes en un entorno que niega la homosexualidad sin duda es todo un reto, pero hacerlo además con una comunidad tan cerrada como la gitana, con sus costumbres, sus tradiciones y sus contradicciones, es más, mucho más que un simple reto. Arantxa no solo lo ha hecho, sino que ha conseguido que esa película sea estrenada nada menos que en la quincena de realizadores del todopoderoso festival de Cannes. He tenido la fortuna de ver esta película antes de que llegue a nuestras salas, lo hará el 7 de septiembre, y de compartir una charla y unos vinos con su directora y con su productora, Pilar Sánchez Díaz. Escucharlas hablar de cómo convirtieron su sueño en realidad, de cómo abrieron puertas que, como la de Orange, jamás habían estado abiertas al mundo del cine; de cómo fueron introduciéndose paso a paso y desvelo a desvelo en la comunidad gitana hasta ser aceptadas a pesar de ser payas; de la dificultad de entablar el primer contacto con jóvenes gitanas lesbianas que estuvieran dispuestas a contar su historia, es algo que te hace recuperar la esperanza de que no hay retos imposibles.
Hace ya seis años Arantxa decidió que quería contar la historia de un primer amor, de ese cuya grandeza está en que nos hace creer que será el último, que ni hay ni puede haber nada más tras él. Y dándole vueltas llegó a la conclusión de que para hacerlo tenía que situarlo en una comunidad cerrada y hostil hacia la homosexualidad. Como ella dice, las jóvenes gitanas homosexuales no salen del armario, sino de una verdadera caja fuerte. El centro de la comunidad gitana es la familia, todo gira en torno a ella. Aceptar tu condición de homosexual en un entorno como ese supone la expulsión de ese centro sobre el que todo gravita. Viendo la película te das cuenta de que nuestras vidas transcurren en realidades paralelas que poco o nada tienen que ver unas con otras. Si ser mujer te pone en desventaja en la línea de salida de la vida, ser gitana te sitúa, inevitablemente, en la cola del pelotón, y ser lesbiana te lleva directamente a que intenten prohibirte por todos los medios que tomes parte en la carrera. No existes porque no puedes existir. Por encima de tus sentimientos están los de los demás, los de los tuyos, los de quienes anteponen la vergüenza al amor. En ese entorno pensar siquiera en la felicidad es absurdo, nada hay más allá de lo que otros han decidido que será tu vida: ser peluquera hasta que te pidan, casarte virgen, tener hijos y callar, siempre callar mientras desvives tus sueños en silencio.
Aranxta entró en contacto con jóvenes lesbianas gitanas a través de internet. No fue fácil. El miedo y la desconfianza no son buenos compañeros para ese viaje. Tras el ficticio Nickname de “Gitanawapa” empezó a chatear por páginas de contactos homosexuales. Fue allí donde, tras una y mil resistencias, pudo compartir su sueño con jóvenes que han hecho del silencio y el anonimato su modo de vida. No quería caer en el error de ser una paya que cuenta una historia de gitanas a su usanza. Por eso les dio a leer el primer guion a aquellas chicas que, de inmediato, le ayudaron a reescribirlo contando sus propias vivencias. Entender el modo de pensar de los gitanos, aceptar su diferente forma de ver y de vivir la vida, fue el paso imprescindible que tuvo que dar para avanzar en la escritura definitiva de su película. Desde el primer momento supo que necesitaba contar aquella historia no solo por ella, sino por todas aquellas chicas. Contribuir a derribar tabúes, muros invisibles que encierran sueños, pasó a ser una necesidad vital para ella.
Tenía el guion, sabía lo que quería contar. Ahora se enfrentaba al cómo hacerlo, y aquello no iba a ser fácil. Que aquellas chicas se hubieran volcado en ayudarla a escribir la historia no suponía que estuvieran dispuestas a contarla en la película. Ni una sola quiso aparecer en la pantalla. Mantener su secreto, permanecer en el olvido del anonimato, era para ellas cuestión de vida o muerte. Puestas así las cosas no tuvo más remedio que renunciar a que fueran gitanas quienes interpretasen a gitanas. Centenares de actrices pasaron por el multitudinario casting que hizo para buscar a su Carmen y a su Lola. Los meses pasaban y ni encontraban actrices ni televisiones que quisieran financiar su sueño loco. Una película como “Carmen y Lola” solo puede hacerla quien antepone sus sueños a todo lo demás. Aranxta y Pilar no cejaron en su empeño y encontraron financiación en quien menos esperaban (Orange nunca había producido una película antes) y a las dos actrices que iban a deslumbrarnos a todos en la pantalla. Y eran, son, gitanas, gitanas que se atrevieron a dar un paso que pocas, muy pocas, son capaces de dar: interpretar a dos gitanas lesbianas que deciden salir del armario. El buen hacer de Aranxta y Pilar explicando a sus familias lo que querían hacer, el hecho de que en la vida real no fueran homosexuales, y la apertura de miras de sus padres reales hizo que nacieran dos actrices como la copa de un pino.
Zaira Romero, en el papel de Lola, está soberbia. Aguanta todos los planos como pocas, le da uno y mil matices a ese personaje que se debate entre lo que es y lo que esperan que sea, que vive en silencio y ama en soledad. Tras ver esta película no me cabe duda de a quién votaré como actriz revelación para los Goyas de este año. Y, junto a ella, esa explosión de vitalidad y de alegría que todo lo inunda que es Rosy Rodríguez, la Carmen por la que suspira Lola. Pocas veces tenemos oportunidad de ver en la pantalla una química tan electrizante como la de estas dos actrices. El hecho de que ni uno solo de los intérpretes que aparecen en la película sean actores profesionales contribuye a que esta historia sea una de las más reales que han visto nuestras pantallas. Todo es verdad en Zaira, en Rosy, en ese formidable Moreno Borja que da vida a un padre al que se le hunde el mundo al conocer cómo es su hija y en una Rafaela León que da vida a una madre como pocas actrices son capaces de hacerlo. La secuencia en la que se da cuenta de la homosexualidad de su hija y le ruega con el alma que le pide que sea mentira es magistral. En la proyección tenía a mi lado a Manuel Galiana que, al acabar, impresionado, me dijo: todas están fantásticas, pero esa madre, esa madre… Cuando, al calor de los vinos, Aranxta me comentó que esa secuencia la habían hecho a una sola toma entendí la grandeza de lo que es el cine. Y completando un reparto excepcional está Carolina Yuste, encarnando a ese personaje mediador y sensato que siempre querríamos tener a nuestro lado cuando vienen mal dadas.
La fotografía, con unos escalofriantes primeros planos cámara al hombro que te dejan boquiabierto, es otro de los grandes aciertos de esta película. Está hecha por Pilar, también productora, y derrocha creatividad y sensibilidad por los cuatro costados. Otra de las cosas que contribuyen al realismo extremo de la película es que los diálogos incluyan modismos gitanos de pura raza como eso de preferir a un gitano malo que le arruine la vida a una hija que a un payo bueno o ese terrorífico “¡Vuélvete muda, eh, vuélvete muda!” tras el que, inútilmente, intenta protegerse el padre cuando le cuentan cosas que no le gustan y que, como cabeza de familia, se supone que debe solucionar. La ambientación de la película, con esas casas que todo lo esconden y mercadillos que todo lo enseñan, las vacías callejuelas donde viven los grafitis y hablan los besos y esa piscina vacía en la que Carmen y Lola nacen a la vida, nos demuestran que podemos encontrar belleza en donde menos lo esperamos si somos capaces de mirarla desde el corazón.
No es casualidad que esa piscina esté vacía, tampoco lo es que oigamos el agua ausente mientras Lola enseña a Carmen a nadar, porque “Carmen y Lola” es una película que habla de ausencias y de vacíos, de los versos que escribimos en el aire, de esa vida que nos invita a que tengamos el coraje de vivirla. Cuando las cartas que te tocan en el póker de la vida son ser mujer, adolescente, gitana y lesbiana, sabes que difícilmente podrás ganar alguna mano y, sobre todo, que tendrás que jugarlas muy bien para que los demás no te saquen de la partida. Eso es lo que hacen Carmen y Lola, jugarse la vida con las cartas que les han tocado. Saben que no son buenas cartas para ese despiadado juego, pero también saben que no hay otras. El riesgo es alto, muy alto, ser expulsada de tu familia, de tu comunidad, de tu gente, caer en un mundo ajeno, el payo, en el que tu raza te estigmatiza y en el que ni siquiera te van a dar cartas para que juegues la partida. Películas como “Carmen y Lola” pueden ayudar a que todos, gitanos y payos, veamos la realidad sin esa tupida venda de los prejuicios que nos hace ciegos.
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