Casa de reposo
Has perdido la noción del tiempo. No sabes cuánto tiempo llevas aquí. No sabes si el mundo exterior te espera o se ha olvidado de ti. No sabes si tu vida ha finalizado o si aún queda una brizna de existir. A los ocho años, el mundo se desplomó y tus ojos comenzaron a encenderse y apagarse, como un crepúsculo que se debate con la última hebra de luz. Algunos dicen que tu mirada es la morada de un muerto, pero te miras en el espejo y sólo adviertes la tristeza de un niño o la perplejidad de un loco, incapaz de entender que al otro lado del espejo sólo hay un espectro y no un ángel harapiento. Tu ventana es un muro de cristal que mantiene a raya la noche oscura del alma. Tus manos no pueden palpar el aire ni escalar por las alturas. Desde aquí, el suicidio es una cumbre inaccesible, pero las pastillas que adormecen tu mente y aplacan tu ansiedad, no pueden evitar que sueñes con sus aguas tranquilas. Desearías hundirte en ellas y sentir que tus pies descalzos caminan al fin sobre el olvido, ligeros como un pájaro recién escapado de su jaula. Ya no quiero ser hombre, sino espuma que muere en una orilla dorada por el sol.
No estás desnudo, pero te han despojado de todo. Es el procedimiento habitual. De nuevo, han guardado tu alianza en una cajita. No pretenden separarte de tus seres queridos. Sólo quieren evitar que la muerte pronuncie tu nombre y acudas a su encuentro, creyendo que has atisbado el paraíso. No estás en una cárcel, pero cada uno de tus pasos se anota en un informe, que refleja tu incapacidad para escoger un rumbo. Si te dejaran caminar libremente, no sabrías hacia dónde dirigirte, pues el mundo te espanta. Es mejor estar aquí dentro, lejos del ruido y la furia. No puedes decir que te maltratan. Tus ángeles custodios se muestran comprensivos, cuando la fiebre de la locura te hace chillar o sonreír sin motivo. Tus carcajadas no son piedras afiladas, sino lágrimas que entierran su rostro en la almohada. No hay un patio que te obligue a caminar en círculo, sino un jardín con pinos y encinas. Los troncos son altos y delgados. Están curvados, como las costillas de un gigantesco animal muerto, que agoniza mirando al cielo. Con el viento se transforman en las cuerdas de un arpa desafinada, interpretando una melodía incomprensible. Aquí todo es oscuro y hermético. Las voces que escuchas en tu interior no son claras, sino confusas y vacilantes. Hablan de la impotencia y la culpa, del miedo y el desengaño. Son palabras sueltas que no logras ordenar, restos de un viaje nocturno que apenas recuerdas, pero en el que se consumó tu destrucción. Nos dicen que estos muros son la antesala de una nueva vida, pero casi todos sentimos que no hay un mañana para nosotros. El viaje terminó hace tiempo y ya sólo nos queda la nostalgia de los sueños incumplidos. Nuestras ilusiones son ahogados que se han enredado en las algas de un fondo remoto y nunca regresarán a la superficie. Nos hemos acostumbrado a vivir sin esperar nada.
Es difícil describir la embriaguez de la infelicidad. Se parece a una caída, pero sin vértigo ni temor. Es como deslizarse por un abrazo interminable, que simula una ternura infinita. Saber que no es real sólo estimula tu deseo de prolongar el engaño. Aquí todos tenemos historias que contar. A veces, no son necesarias las palabras. Cuando nos sentamos alrededor de una mesa o formamos un círculo en una sala, los rostros hablan. Los ojos de los alucinados rompen su ensimismamiento con turbulencias azules, negras, doradas, violetas. Son destellos breves, pero que revelan la poderosa elocuencia de la psicosis. Los delirios pueden ser monólogos silenciosos o un aluvión de palabras que se despeñan por una sima, golpeándose violentamente contra las paredes. Los delirios pueden ser lava, lluvia, cierzo, granizo, nieve. En ocasiones, se transforman en un ciruelo rojo o en un álamo blanco. En mi caso, la locura es una flor de almendro. Su belleza elemental esconde un terrible aguijón, que no cesa de abrir surcos en mi cerebro. Son los cauces de la angustia, el miedo y la tristeza. “Live or die”, escribió Anne Sexton. Ella eligió morir. “Well, death’s been here / for a long time”, escribió ocho años atrás. Aunque no han brotado de mi mano, estos versos me pertenecen o, mejor dicho, pertenecen a todos los que estamos aquí. ¿Por qué escribo “aquí”? ¿Por qué no escribo “manicomio” o “casa de reposo”? En las sesiones de terapia en grupo, alguien propuso que reserváramos una silla para la muerte. “Es absurdo”, dijo un psiquiatra. “Sólo sería una silla vacía”. “Claro”, respondió el paciente. “¿Es que la muerte es otra cosa?”. Cuando regresé a mi habitación, me senté en la cama y observé la silla que utilizaba para escribir o mirar por la ventana. ¿Por qué inventar metáforas? ¿Por qué no miramos a las cosas y nos esforzamos en comprender lo que nos dicen? La muerte es algo sencillo, pueril, un falso misterio que nos seduce sin prometernos nada o, más exactamente, prometiéndonos la nada. Morir es como extraviar un paquete de tabaco o bajarse en la estación equivocada. La muerte no es un tránsito ni un arcano. La muerte es una silla vacía que nos mira con indiferencia.
Estar loco no es tan horrible. Puedes escribir sin hacer borradores. Cualquier texto es una posible nota de suicidio. Nadie coteja y selecciona las palabras cuando está a punto de morir. El loco escribe para cortar los lazos con la vida. Se quita las palabras de encima como el nadador que se despoja de la ropa antes de internarse en el mar. El insomnio tal vez me visite esta noche, pero mientras dos miligramos de lormetazepam acunan mi cerebro, soñaré que nado hacia un horizonte lejano, feliz de sentir la desnudez del aire, la suave resistencia del agua y la indecible ternura de la oscuridad. Por la mañana, volveré a la orilla como espuma, pero ya no seré un hombre, sino un poema sin terminar.