Comiendo en Xalapa, Veracruz
Pidió una olleta d’Alcoi y una espaldita de cabrito asada, la comida era excelente y Carvalho la homenajeó encendiendo un Cerdán, un puro dominicano-catalán que producía un obseso tabaquero barcelonés instalado en Santo Domingo. Manuel Vázquez Montalbán
La arepa es de “harina de pan”, porque la de arroz es un dato de la arqueología culinaria puertorriqueña. Perfectamente voladitas, regordetas y sopladas con aire ciego —cuidado al comerlas porque se pueden quemar los labios con el vaporizo cliente—, nada tienen que ver con la sabrosa arepa venezolana, que es de harina de maíz y de consistencia algo basta, sin cuerpo liviano, sin la gracia de inflarse toda de pomposo aire. Y muy lejos están de las colombianas que desayuné en Cartagena, un huevo frito oculto en el centro de su alma contrabandista. Edgardo Rodríguez Juliá
1º de marzo: en el Distrito Federal. Al aterrizar en México, el panorama que se veía desde lo alto del avión parecía infinito: abajo, una ciudad sin límites se quedaba con todo el horizonte que se divisaba desde la ventanilla; un mundo de muros blancos, de otros muchos colores y formas, de edificios que parecían hileras de gigantes en un universo de enanos. Por eso, fue fácil distinguir, casi al aterrizar, el Paseo de la Reforma: mírala, allá estaba la glorieta que Porfirio Díaz (1830-1915) le había hecho al ángel de la independencia. Desde el marco de la ventanilla, la antigua Nueva España se dejaba poner en la mirilla; mírala, una megalópolis en ebullición neoliberal, inscrita en un país que, desde antes del “Plan México” (2007), experimentaba un proceso creciente de militarización; un país, por otro lado, a punto de privatizar el petróleo. Míralo, ¿estaba el regreso de Quetzalcóatl a la vuelta de la esquina?
Del aeropuerto chilango a la estación de autobuses, TAPO, resultó una movida muy fácil y también fluida, sin contradicciones ni contratiempos, sin venganzas de ningún Moctezuma. Antes de salir para Xalapa en autobús —un periplo de cuatro horas— había que comer algo en la estación, localizada en un edificio redondo, grande, con dos niveles en un solo piso; un edificio, con el techo muy alto, en cuyo centro, abajo, se encontraba, a la redonda, como tenía que ser, la comida mexicana que comía el pueblo transeúnte. Había poco tiempo para comer, pero fue suficiente, sin embargo, para pedir una carne de res con tortillas de maíz, frijoles negros y mole verde, una salsa de acción lenta pero segura, a base de tomatillos y chiles: otro regalo picoso de los dioses mesoamericanos. Un platillo rápido, bueno, más que suficiente para mantenerse en pie, hasta llegar, por la noche, a Xalapa, cuya ingestión requirió tomarse, a caballo, una segunda Modelo Especial que calmara un poco el calentón que la salsa verde había hecho estallar en el cuero cabelludo, encharcado en un sudor copioso y fresco, como si, además de sabroso, el pique verdoso se encargara de limpiar las impurezas de la razón. Ahora, por supuesto, todo se veía más claro, sobre todo la altura del techo circular: un pequeño dios geométrico.
Más que con la comida, sabrosa, frugal y contundente —¿estaría la carne menos contaminada con la mala leche de los agroquímicos?— el planteamiento culinario en TAPO se desvió del plato, enfocándose, en vez, en una realidad —la localización del lavamanos— que después se repitió en Xalapa. En el restaurante, abierto a toda la redondez del edificio, el baño se definía desde una insospechada separación del espacio público del privado. Por un lado, lavarse las manos se definía como un acto público, al alcance de la mirada de los comensales; por ello, el lavamanos estaba fuera del cuarto de baño, frente al público del restaurante y también de la estación. ¿Se trataba de una subjetividad plural que velaba por el orden público, o, por el contrario, era nada más que un pragmatismo comercial? Por el otro, estaba, por supuesto, la privacidad de la descarga. Como si la biología no se tuviera que poner al margen, el lavamanos era una parte ostensible del comedor. Así, pues, al mojar la última tortilla en lo poco que quedaba del mole verde —así de rica era esta salsa espesa, compuesta en gran parte de agua— el comensal se cercioraba de que, a nivel de higiene pública, todo el que entrara al baño se lavara las manos al salir.
Un Caribe primerizo. Lo que estaba previsto como un periplo de cuatro horas —del DF a Xalapa— se convirtió en una odisea de seis; salir de la gran ciudad por la tarde se tornó, por el tráfico, en un proceso lento.
Esa noche, al llegar, como a las once, el centro histórico de Xalapa estaba despierto, pero el espacio de la ciudad colonial parecía cifrado, muy contiguo, apretado o quizás apiñado; no propicio, en todo caso, para descubrirlo a esa hora de la noche, sobre todo después de un viaje largo y cansador. Más bien, la urgencia era encontrar un lugar para comer que no estuviera lejos de la Posada La Mariquinta, en la en calle Alfaro, una calle que, como muchas en el centro histórico, cambiaba varias veces de nombre según se iba desplazando por el espacio asimétrico de la ciudad. Por eso, la propuesta más fácil fue, para aplacar la canina del momento, la del restaurante-cadena VIPS, unas calles más abajo, en la Gutiérrez Zamora; un fast food mexicano a lo grande, inscrito en una arquitectura con aires medio palaciegos, donde la comida, como las enchiladas verdes de pollo, no era particularmente deliciosa, donde, además, el servicio era deficiente (seguro que, para lo que se les pagaba a los empleados, era un buen servicio). Muy rápido, al segundo día, la propuesta de VIPS se redujo a lo único que tenía derecho —¿ni siquiera al café?— en el contexto culinario del centro histórico: para el desayuno, el abundante cocktail de frutas (sandía, melón, papaya, naranjas y piñas). Como si fuera poco, al cabo del cuarto desayuno salió a relucir que VIPS, una firma con 60 años en México, pertenecía, desde finales de los noventa, a Wal-Mart.
Por supuesto, la sazón criolla se encontraba en otro lugar, como en el Callejón del Diamante, paralelo a la calle Alfaro, una callezuela llena de artesanos y de piratas posmodernos de la que era posible trazar, como un aprendiz de brujo, un mapa culinario del centro histórico, basado en estas tres geografías: la del plato emblemático, la del plato sustancioso y la del plato translocal. En el Callejón del Diamante, ¡filete!, bullían tres restaurantes de oro.
En cuanto a la primera geografía, el paisaje, al penetrarlo, olía bien. Al entrar y pasar a lo largo de un costado donde quedaba, abierta al público, un pedazo de la cocina —en la que se mantenían calientes las ollas de terracota con las sopas, los frijoles, el arroz y otras salsas— el restaurante, tras una hilera de mesas para dos al otro costado, terminaba, al fondo, en la zona de la cajera, ocupada por una mujer vestida, como las meseras, con atuendo folklórico. Era la zona del dinero y de tres o cuatro mesas más grandes, donde, además, estaban las escaleras hacia el segundo piso, que tenía otra cocina, bajo una carpa, frente a un mural, en la que una mujer preparaba a mano las tortillas, en un comal grande, cubierto de cal. En el segundo piso el comedor era mucho más grande. Al fresco, la mesa esperaba con un licor de fruta, un jugo de sandía y para el piscolabis, unos chips con una pasta de frijoles salpicada de pedacitos de requesón. Un poco después, llegó la sopa, hecha, sobre una base de jitomates, de calabacitas con elote, un caldo entre el amarillo y el anaranjado cargado de especias, picante, con algunas hojillas de cilantro, pero sin quemar lenguas ni gargantas; una sopa acompañada de tortillas de maíz (¿un maíz genéticamente alterado, importado del medio oeste estadounidense?). Al rato, aparecieron los frijoles negros y, como plato emblemático, los tres pedazos de cerdo en mole verde, unos trozos de carne blanca, tierna, mojados en un líquido que los enardecía desde una transparencia verdosa que los protegía de la intemperie, pero que jamás los encubría, solidificando así su robustez más cualitativa que cuantitativa, la medida justa para un estómago bien tratado; al final, venía, majestuoso, el flan de vainilla, o, en otra ocasión, el dulce de arroz. ¿No era de rigor, en un estado, como Veracruz, cafetalero, una taza de café soberana?
Sobre la segunda geografía, se trataba, si se quiere, de una comunidad autónoma: una sopa de papas autosuficiente, autorreferencial, capaz de valerse por sí misma como plato exclusivo de la noche; un potaje blanco, abundante, espeso y vaporoso —de mucha prosapia— cuya espesura no le restaba consistencia ni entereza a los pedazos de papa que flotaban, íntegros, como icebergs, sobre el caldo áureo; un archipiélago monocromático, salitroso, desprovisto de estridencias colorísticas, en el que dominaba un blanco leche, intocado por el rojo o el verde, colores típicos de los platillos mexicanos. Como si se tratara de una ecuación al cuadrado, esa sustanciosa sopa se servía en un restaurante llamado La Sopa: cámara de ecos, sin embargo, desencontrados, pues se trataba de una guarida de techos bajos marcados por geometrías góticas, como si en algún momento de la colonia aquel comedor que hoy era popular y laico hubiera sido —giro de todas las tuercas— el espacio de alguna tramoya más o menos sacra.
En cuanto a la geografía translocal, la propuesta xalapeña resultó contundente: con la aparición del plátano maduro —lo que, en Puerto Rico, se conoce como amarillo— el centro histórico se salía, chorreándose como un reloj daliliano, del mapa mesoamericano. ¡Bienvenidos a la región del Caribe! Xalapa era este fragmento de las antillas: unas tiras fritas de plátanos maduros, a veces presentadas por sí mismas y en otras ocasiones puestas en forma de cruz sobre el arroz blanco. ¿Un Cristo crucificado en la encrucijada pulcra del arroz y el dulce oscuro del amarillo? Xalapa, capital de Veracruz, zona de plátanos y, como se planteaba en la novela México ante Dios (2007), de todas las mulatas decimonónicas con las que el general Santa Anna —un egocéntrico sin otra causa— iba a revolcarse en los platanales, donde le gustaba sacar fango; Veracruz apuntaba hacia las islas que el puerto venía articulando desde 1511, cuando se extraviaron, de regreso a La Española, los primeros españoles en Mesoamérica. No muy lejos de estos lares xalapeños estuvo, en el siglo XVII, Alonso Ramírez, natural de la ciudad de San Juan de Puerto Rico, [quien] padeció, así en poder de ingleses piratas que lo apresaron en las Islas Filipinas como navegando por sí solo, y sin derrota, hasta varar en la costa de Yucatán: Consiguiendo por este medio dar vueltas al mundo.
En un sentido culinario, Xalapa era un Caribe primerizo, con mucho potencial para expandir la sazón antillana; sin embargo, por lo pronto, había que convenir en que el uso del plátano parecía monotemático, ajeno a la polisemia que tenía en las islas, donde, desde el siglo XIX, José Martí había delineado el patrimonio nacional en términos de unos presuntos vinos aplatanados. ¿No es en Puerto Rico la mancha de plátano una marca de identidad cultural? En otras palabras, a Xalapa no habían llegado los tostones boricuas, las mariquitas cubanas ni el mangú dominicano; así, el centro histórico permanecía abierto a la translocalidad de las antillanas afrohispanizadas. ¿Sería capaz de rechazar el paladar xalapeño una buena sopa de plátanos?
Negación del mundo postcolombino. Nada fue más dramático en el microcosmo culinario del centro histórico que —para estos ojos— la ausencia, la carencia, el vacío, la falta de un marcador demasiado importante —en verdad, capital— en la mesa de las Américas: a saber, la pimienta, uno de los imanes de la conquista a finales del siglo XV y principios del XVI. En el contexto de la cocina criolla latinoamericana, Xalapa presentaba la mesa popular de una manera tajante; siempre con sal, pero nunca con pimienta, como si, con esa movida simbólica y política, planteara borrar el pretexto de la invasión extranjera, motivada por la búsqueda de especias; como si, desde esa movida inconspicua, estuviera gritando que aquí, en esta mesa mesoamericanizada, no hacía falta el polvillo negro, donde, en su lugar, habían estado desde siempre, los chiles autóctonos.
De repente, el contexto cambió dramáticamente: fuera del restaurante mexicano, nos movíamos al espacio del mediterráneo. Estábamos en una concurrida casa de pastas —estética y precios ajustados a la medida de la clase media— en la calle Carrillo Puerto; sobre la mesa, un plato de fetuchini con salsa blanca, salpicado de camarones pequeños —¿serían de lata?— dramatizaba el desface: ¿dónde estaba —¡por todos los dioses!— la pimienta que demandaba un plato tan blanco como ése? En ese preciso momento, a uno de los mozos, en ruta hacia el segundo piso, se le cayó, subiendo las escaleras, una bandeja con varias Margaritas. La respuesta no se hizo esperar: en ninguna de las mesas aledañas encontrarás la pimienta. Después de pedirla, el mozo la trajo de un rincón oscuro de la cocina, donde, sólo para ocasiones como ésta, esperaba, aburrido y soñoliento, el pimentero a que lo pidiera algún extranjero. Xalapa, ¿tierra del polvillo blanco?
Una mesa impar; la xalapeña, gustosa como era —¿a quién no se le hacía agua la boca en el Mercado Jáuregui?— sacaba de proporción el mestizaje culinario inscrito en la sal y la pimienta. Desde la mesa arquetípica que se encontraba en todas partes, la propuesta xalapeña era clara: todo el sabor era para la sal y los chiles mesoamericanos, nada para la pimienta que legitimó una conquista a raíz de la cual el trigo, inscrito en la colonialidad del poder, pronto se encargó de subalternizar el maíz. Un acoso que no se resolvió sino hasta la década de 1940, cuando, finalmente, la ciencia demostró que el grano mesoamericano era tan nutritivo como el que, hace diez mil años, se desarrolló en Mesopotamia, atacada hoy por dos tipos de balas: las militares y las de Monsanto.
De momento, la contigüidad con la cultura del plátano antillano se rompió (de hecho, se escucharon estallar contra el suelo los vasos de cristal de las Margaritas; el tequila corría por el piso: ¡sálvese el que pueda!). La oposición entre el chile y la pimienta creaba un desbalance antillano, pues en las islas la sal no existía sin la pimienta. Oposición y resta: entre el polvillo negro de la pimienta y el polvillo rojo del chile, parecía que ganara, ¿en todo el país?, el polvillo blanco de la sal, muchas veces confundido —¡adrede!— por los narcotraficantes, los narcopolíticos y los narcoabogados que florecían en muchos estados del país. Al que se le ocurriera legalizar las drogas, lo matarían en cualquier lado de la frontera. Presencia virtual del chile: conclusión fácil, incluso en los casos en que, como en el restaurante italiano, el chile no estuviera físicamente en la mesa, ¿a quién se le ocurriría cuestionar su ubicuidad mesoamericana? Por eso, como penitencia histórica, la pimienta tenía que vivir sola y escondida; siempre alejada de la sal, que sería como mantenerla alejada de su sol.
El alambre de pollo. Antes de empezar el banquete, era de rigor —lo sabía Platón— tomarse una cerveza, en este caso, una Sol, que achispara el camino que conduciría, después de algunas paradas, a uno de los platillos favoritos: el alambre. ¡Qué enredo! Era una noche especial, la primera en que dominaba esa llovizna fina —le dicen chipi chipi— acompañada de neblina, que tanto aleja la caribeñidad xalapeña de la antillana; era una noche lenta, fría y húmeda en la que valía la pena fusionar, como en el mejor spanglish, lo caliente con lo picante. En una de las tres taquerías más populares de la calle Juan de la Luz Enríquez, casi frente al Callejón Diamante, preparaban, a la entrada del restaurante —un local sin pared que separara el espacio de la calle del comedor— los tacos al pastor, esas lascas de carne de cerdo con una piña chorreante al tope del torno que la cuece dándole vueltas sobre el fuego, una carne que los mexicanos cocían al estilo de los gyros griegos. Otra taquería más en la que el lavamanos, abierto a la mirada de los comensales, estaba localizado fuera del cuarto de baño, en medio del comedor. A la mesa, leyendo la prensa local, llegaba el olor a tacos y a alambre de pollo: el periódico planteaba que el tratado de libre comercio, sobre todo con Estados Unidos —el TLCLAN— había sido perjudicial para la república. Al poco rato, llegó una segunda y después una tercera cerveza: ¿se hacía más sublime la noche según aumentaba la Sol?
Sobre el mantel blanco estaban los dos tipos de pimienta que se usaban aquí: el mole verde y la salsa oscura de chiles. En cada tasilla, una con su crema verdosa —¡no la confundan con el guacamole!— y la otra con una salsa negruzca, reposaba, para untar sobre la tortilla, la cucharita de madera que servía también, en ánimo de probar, para echarse unas gotitas en la palma de la mano. Se escuchaba alguna babosada de la televisión; para leer, sin embargo, era preferible el ruido que llegaba de la calle: el chapoteo de las gomas de los carros al aplastar el agua de la carretera.
Con tal de matizar la frialdad de la noche, llegó una sopa azteca: un caldito humeante con tiras fritas de tortilla mexicana, bueno para subirle la temperatura al cuerpo achispado por la Sol, cada vez más deseoso del alambre que gritaba, desde la cocina, a un costado del comedor, brincoteando sobre una plancha ardiente, donde el aroma del pollo marinado se cruzaba con el aroma del tocino, el cual, al final, se quedaba con el sabor del plato. ¿Pollo robado? Nunca, a pesar de que, siempre en complicidad con las cebollas y con los chiles verdes, el alambre de pollo quedaba enredado, en cada taquito, en la hegemonía del cerdo, no se trataba para nada de una violencia del puerco contra la gallina. La propuesta del alambre de pollo tramitaba la boca y la nariz por el ojo: un exquisito platillo saturado de trocitos de carne de pollo con cebolla y ajíes verdes, cubierto, como un satélite, de una capa de queso blanco, que gravitaba, ¿como buen cristiano viejo?, sobre la base del tocino, menos ostensible ante la mirada curiosa, pero conspicuo ante el olfato y el paladar.
8 de marzo: de regreso al Distrito Federal. Después de comer en la taquería frente a VIPS unos tacos de bistec encebollado, había que llegar a la estación de autobuses de Xalapa. A las diez y media de la noche, paró un taxi frente a la Posada La Mariquinta; atrás quedó, en unos segundos, el edificio dieciochesco pintado de blanco, con una galería de arte, Marie Louise Ferrari, en la planta baja, propiedad, ambos, de un francés que, al parecer, hacía bastante tiempo que había optado por la mexicanización. Del hotel a la estación de autobuses, el número de floristerías abiertas sugería una bonita complicidad entre las flores y la noche; nada, sin embargo, comparable a lo que sobrevino al llegar a la estación. Ante la pregunta de cómo se llamaba el cura cuyo retrato colgaba, en grande, de una de las fachadas de la catedral, el taxista, más indígena que mestizo, fue enérgico: Monseñor Rafael Guizar y Valencia, “Obispo de los pobres.” Contó que su mamá le había enseñado a su hermano, enfermo de los pulmones, a pedirle al santo de Xalapa, y que, desde entonces, cada vez que se enfermaba, su hermano le hacía una encomienda al religioso, unos pedidos que, hasta la fecha, el “Obispo de los pobres” le había cumplido siempre al pie de la letra. Por eso, a Michel Onfray le molestaba que la ciencia, en su arrogancia médica, minimizara injustificadamente el poder del placebo.
De Xalapa al Distrito Federal, de México a Detroit, se impuso la lectura de México ante Dios (2007), una novela que ofrecía, en seiscientas páginas, un periplo histórico al siglo XIX, cuando, entre otros importantes incidentes, México, traicionado por la Iglesia, perdió el norte: “fuimos derrotados en razón de las traiciones de Santa Anna y a las de la iglesia católica, otra vez la iglesia católica, felonías que nadie conoce y que han permanecido escondidas hasta que publiques un libro con esta suma de verdades ocultas que te he venido revelando: la guerra no la ganaron los yanquis sólo por medio de sus cañones, sino que lograron arrebatarnos, despojarnos de medio país, aprovechando el poder de los púlpitos. Fue una combinación mortal: granadas y verbo; bombas y amenazas de excomunión; inteligencia militar norteamericana y sabotaje en el alto mando mexicano para propiciar la derrota… ¡Claro que a los curas les interesaba la firma del tratado de paz para acelerar la salida del ejército norteamericano del territorio nacional a pesar de todas sus promesas vertidas para respetar el catolicismo. ¡Claro que tenían miedo de que Estados Unidos se anexara el país entero y se impusiera el protestantismo, con lo cual se extinguiría su poder y se cancelaría el santo negocio de las limosnas! ¡Claro que Polk no anexa todo México a Estados Unidos, all México, porque al sur del Río Bravo existían seis millones de indígenas que se convertirían en auténtico plomo en las alas del águila calva norteamericana! En esas condiciones jamás remontarían el vuelo a las alturas soñadas por los Padres Fundadores!”