Contra la crisis: solidaridad y conciencia de clase

Contra la crisis: solidaridad y conciencia de clase

Hay veces en que permanecer callado equivale a una cobardía, cierta forma de complicidad con esta realidad que se empeña en negar aquello que se produce en nuestro entorno y que nos niega a nosotros mismos como entes solidarios. Entre los cientos de películas y de libros que me vienen ahora mismo a la memoria, a propósito de las frecuentes acampadas de la población saharaui en nuestras plazas, recuerdo La séptima cruz, libro de la escritora Anna Seghuers, de la República Democrática Alemana y que fue éxito de ventas allí donde el largo brazo de la censura fascista no lo alcanzó y pudo ser leído y que el gran Fred Zinneman llevó a la pantalla con excelente mano en 1944, dos años después de su publicación.

El argumento, resumido: un campo de concentración de Alemania (1936). Un activista antifascista huye del recinto en compañía de otros seis presos. En cuanto el comandante del campo se entera del hecho ordena clavar siete cruces, donde afirma que irá clavando a cada uno de los fugados. A través de un viaje por su ciudad de origen, con conversaciones con sus amigos y camaradas, nuestro hombre irá pulsando el comportamiento de aquellos que tiempo atrás fueron el entramado de sus viejas relaciones: el temor a comprometerse y de ir a parar con sus huesos a un campo, la negativa ayuda de la última amante, el temor a la represión siempre, por encima de los valores al uso… Pero también la solidaridad, el compromiso con los viejos ideales que conforman los auténticos vínculos entre los individuos, por encima de doctrinas y de crueles dictaduras.

Nos llegan incesantemente correos de posibles estafas y de riesgos ciertos de personas y organizaciones que acechan desde la “oscuridad”, buscando el beneficio rápido, aunque sea arruinándonos la vida a quienes, de una forma u otra, logramos conquistar una cierta estabilidad económica. Diríase que el mundo se ha confabulado para que, ahora que conseguimos un espacio, un trabajo remunerado, una jubilación más o menos digna, una casa, un ordenador y una vida más o menos estable, una fuerza externa que acecha a todos desde ahí afuera ponga en riesgo aquellas conquistas duramente adquiridas: no des tu correo a cualquiera, no facilites tu número de cuenta corriente por teléfono, no abras la puerta sin antes mirar por la mirilla, vigila a izquierda y derecha cuando marques tus dígitos en el cajero automático…

Mientras, a nuestro alrededor se va tejiendo un tupido cinturón de miseria, de seres excluidos por un sistema despiadado, de hombres y mujeres fracasados, de pueblos enteros que se ven arrojados al rigor del destierro o del exilio por la desmedida voracidad del pueblo vecino, en tanto la comunidad internacional, en el mejor de los casos, permanece de brazos cruzados o, como nuestro propio vecino de descansillo, te comenta el resultado del último encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona y las “entrañables” voces de los Niños de S. Ildefonso repiten una y otra vez su vieja cantinela.

Un año más se nos escapa de las manos -como arena de playa que huye de nuestros dedos- y vemos desolados cómo ni uno solo de los conflictos del pasado 2010 fue resuelto en éste que ahora muere. Una y otra vez ocupan nuestras plazas esos desdichados saharauis expulsados de aquellas tierras que les vieran nacer y donde, en tiempos pretéritos, soñaron, se amaron, apacentaron sus ganados y enterraron a sus ancianos. Habrá que decirlo una vez más: ése pueblo que de tarde en tarde, para llamar nuestra atención, monta su jaima, allí mismo donde juegan nuestros hijos, donde nos detenemos para leer un libro en las cálidas tardes de verano, para besarnos con nuestro ser amado en los encuentros amorosos después del trabajo; ese pueblo, hasta hace bien poco disponía de un Carné de Identidad igual al nuestro, en el que, tan españoles como nuestro vecino nacido en Cabezón de la Sal; una provincia más: el Sáhara Occidental Español, que poníamos en el remite los que allí convivimos con ellos, no hace tanto formaban parte de esta comunidad a la que llamamos España.

Entre los sentimientos encontrados que esos jóvenes saharauis despiertan en algunos de nosotros están la piedad, la solidaridad, la rabia, la vergüenza por saber que les abandonamos a su suerte. Desconozco por ahora hasta dónde llegaría nuestro gobierno si mañana mismo el sátrapa marroquí enfilara sus barcos y sus tropas hacia estas islas tan codiciadas por él. Prefiero no saberlo (a veces, la cobardía y el valor alcanzan cotas insospechadas). Pero hay un precedente: el Rey Juan Carlos, en su visita al Sáhara en los días previos a la muerte de aquel que le regaló la corona, juró “no escatimar esfuerzos y derramar hasta la última gota del último soldado allí destacado en defensa de aquellas tierras”. Parece ser que, como en el caso del juramento de fidelidad a los Principios Fundamentales del Reino, después prevalecieron otros criterios, “razones de Estado” que se nos escapan a los “humildes vasallos” de esa institución de tan “altas miras” y que gobierna “por la gracia de Dios”, que decía el otro. Lo que sí es cierto es que las gentes de estas islas no tienen mayor confianza en su monarca que la que depositamos muchos de nosotros en el nuevo gobierno para salir de la actual crisis económica.      

Pero es demasiado fácil mostrar nuestra solidaridad con un pueblo al que, aún pasados los años, nos siguen uniendo lazos indisolubles: aquellos que se tejen, no solo con los colores de una bandera si no a través del sufrimiento y de los sueños de libertad compartidos.              

Quiero referirme aquí, una vez más, a todos esos seres que, de una forma paulatina, incrementan a diario el número de habitantes de nuestras ciudades y pueblos.

Descartado ya que el capitalismo, el cristianismo mismo, carecen, en efecto, de medios para resolver el problema de las guerras, las grandes hambrunas y de las grandes migraciones (más bien al contrario: las propician y las incrementan), los trabajadores, la izquierda, deben conjugar paro, crisis económica, guerras y solidaridad para salvar un discurso en el que entiendan que los recursos de la Tierra deben servir para alimentar a los hombres, para satisfacer sus necesidades, no para que unos pocos se enriquezcan especulando con las energías y los alimentos que producimos.

Vemos con frecuencia en las pantallas de nuestros cines y aún de la tele, películas que nos acercan al problema migratorio. Esas gentes que abandonan sus tierras de nacimiento para buscar nuevas oportunidades en otros pueblos, lejos de sangrientas dictaduras y de gobiernos corruptos que esquilman a sus propios países (algo de lo que aquí también sabemos lo nuestro).

Si hay algo que pueda salvarnos en medio de estos páramos culturales e ideológicos en los que hoy tantos nos movemos, esto será la solidaridad de clase, el análisis mesurado.

Cuando veo por las calles de esta ciudad a los numerosos inmigrantes, ya sean estos sursaharianos, suramericanos, europeos o de cualquiera otra latitud, no puedo por menos de trasladarme a los numerosos momentos en los que nuestros compatriotas tuvieron que cruzar fronteras para escapar de las guerras, de la represión y aún de las hambrunas.

Creo que los españoles, más que por las numerosas guerras imperialistas y por los sufrimientos y los rigores de las matanzas de nuestros reyes en el pasado, debemos aprender de nuestra propia experiencia como pueblo que sufrió doblemente la Guerra Civil, las cárceles, el exilio, la crueldad de gobiernos que se comportaron con su población como lo hace el vencedor: no desde la generosidad para con el vencido, si no más bien como aquel que conquista, somete y esclaviza al conquistado.

En estos momentos, en que incluso las viejas conquistas del pasado, durante el franquismo, parecen peligrar; cuando son los de “fuera” los que anhelan “nuestros propios” puestos de trabajo, “nuestra” seguridad social, “nuestro” lugar al sol, los que nos disputan “nuestro” bienestar, es cuando más sólidos deben manifestarse aquellos viejos valores del pasado que nos animaban a no embarcarnos en los barcos que nos llevaban a las carnicerías de Marruecos y de las colonias de América, para allí morir “por Dios, por la Patria y el Rey”, que ya sabemos lo que es eso.

Me resulta especialmente grato comprobar que existen en nuestro país redes de solidaridad y ayuda al inmigrante. Ése al que un avión, un barco cualquiera puso ayer mismo en esa colorista y soleada rambla de Barcelona, donde se disputa un puesto de freganchín con el mozo de Tarrasa, “solo por estas fiestas”; el que pidió mil dólares prestados para escapar del hambre, la represión de los militares, la miseria que le viene pisando los talones desde Colombia, Perú, Argentina, Ecuador, Bolivia. Ése otro que se desayuna con un café, en un vaso de plástico, delante de los últimos modelos de bolsos de Gucci que se exhiben en el escaparate de El Corte Inglés, esperando que de uno de los numerosos coches que por allí pasan descienda una persona que le ofrezca un bendito puesto de trabajo. El que con los ahorros de toda la familia, durante años, escapó en una patera desde las cuatro casas de adobe de la mísera aldea africana que ni nombre de población tiene. El que embarcó en una barca en Saint-Luís, en Nuadbi, en Kayar, en Dogué, con un triste atado de ropas como único equipaje, El que ojea el periódico en busca de una oportunidad, entre anuncios de “SANTERA de fuego te ayuda en salud, futuro, estorbos en casa y amor…”; “MULATA culona, pecho 110, masaje tántrico, muy dulce…”, “Piso 3 dormitorios, exterior, garaje, piscina. 295.000…”, ”RITA, por imposible que haya sido, se resolverá…”. El que escapó a la tupida red de la policía y ahora recoge fruta ocasionalmente en Lérida; el “moreno” ese que le tiende su mano sucia y con las uñas hechas trizas a la anciana que acarrea la compra desde el mercado a su casa; la mujer rumana que se sienta a la puerta del súper, con un tosco cartón en el que dice que es madre de dos niños y que necesita ayuda; el que duerme entre las rocas de la escollera de la Avenida Marítima para que la policía no lo descubra y ahora, agotado, dormita en un banco del Parque de San Telmo, rodeado de un charco de colillas, mientras suenan las notas de Noche de paz, noche de amor,,, en el belén recién inaugurado por el alcalde y se siguen anunciando nuevos recortes por el gobierno entrante.

Es de esperar que la dureza de los años que se avecinan no haga desaparecer lo que de hospitalario tienen estas tierras y que no se quede todo en el reclamo turístico de los años sesenta para vender panderetas y cerveza.

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