De reyes varios

El rey Milabro
 
En Tunobis, de la Hotentotia, al Sur de Africa, no muy lejos del Cabo de Buena Esperanza, gracias a un milagrero que embauca a la gente con milagros fingidos, que hizo de partero, asistente a la parturiente, nació entre agavanzos, escarabajos, Milabro, un insecto coleóptero agarbanzado. El pueblo de Tunobis decía que era un hecho sobrenatural, un suceso extraordinario, cuyo agente creador era el poder divino.
 
Por circunstancias o coincidencias casuales y extrañas salió vivo de milagro, entre obsequios de dulces,  helados, chocolate, etc., pues era un rey alado conocidísimo y del que hay  muchedumbre. A la gente le parecía como cierto pajarillo cantor, cierto pez de los mares tropicales, corcho u otro cuerpecillo flotante en un vaso de aceite.
 
De pequeño, fue un niño tonto, bobón y pijo. Era un buche, borrico mientras mama. De joven era resabido. En la escuela y, más tarde,  en la universidad, aprobaba todos los cursos, consiguiendo todas las licenciaturas sin saber hacer una  O con un canuto. Hacía algún sacrificio agradable a la divinidad como mear en los agujeros que hacen los moluscos al horadar las piedras para esconderse.
 
Ya de mayor, hizo mucho más de lo que podía razonablemente esperarse de él. Se cargó a toda la novelística de caballería  y el romancero con unas letrillas merecedoras del premio Nobel. Dejó dicho en una reunión de embajadores:
 
                                               “ Nadie se debe quedar
                                               Si cagar viene a llamar”
 
También, se le atribuyen hechos reprensibles y vituperables como ordeñar una mosca con guantes de boxeo a la hora del lucero miguero, el de la mañana que anuncia a los pastores la hora de hacer migas.
 
En la fiesta de su coronación  imitando a Juvenal en sus sátiras, y a Nerón en sus Juvenales, ciertos juegos antiguos, prometió al pueblo “Pan y Circo”; “Futbol y Desahucios”, y a los sin trabajo y despedidos un doblón por el culo, justificándose recitando entre cagadillas de gallina, flores de una especie de curujey, comiéndose un cuscurro, cantero pequeño de pan, a Quevedo:
 
                                               “¡ Que este mundo
                                               Es juego de bazas,
                                               Que sólo el que roba
                                               Triunfa y manda”.
 
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El rey Ratón
 
Ratón. Ladrón cobarde
 
Había un rey, Enrique el Pajarero, un buen maula, taimado y bellaco, que da propina a criado ajeno, tramposo, embustero, trápala, haragán, que se regocijaba a causa de la caza. El era un dios impuesto por el fuego y por las armas, bendecido por el gurú de la tribu, matachín y jifero, el Enano del Envoltorio, quien se le encontró entre zarzales, loberas y cunetas, en Mataburros, ciudad del aguardiente,  donde usan poner colgado de la ventana un manojo de ramo verde sobre la puerta, como señal de vender vino tinto, y un paño de lino doblado como señal de blanco. Esto fue como un milagro, pues cayeron ese día mucho pedrisco y grilletes, con la marca de los detalles del paredón y la cuneta, que se vio a unos ladrones sacando a deshora la ropa y el ajuar de una casa; llegando la justicia de Ronda y preguntando:
 
-¿Qué gente?
Respondieron:
-Se ha muerto aquí un vecino y pasamos el hato de la viuda a otra casa.
Dijo la justicia:
-Pues, ¿cómo no lloran?
A esto dijeron:
-Mañana llorarán.
 
Que cuentan que esto mismo dijo en Búe de la Aldehuela, un aldeorrio o lugarejo feo y miserable, el Enano del Envoltorio, quien, cuando eructaba, las rocas y las aguas se cubrían de calaveras, y que nadie escapó a su vil garrote y sus cerrojos, tan sólo  los cangrejos autóctonos y dos abuelas aparecidas en la segunda noche del segundo día de la tercer tormenta, cuando se terminó el día del combate y se fueron del pueblo centenares de gentes y la tierra volvió a verse pariendo brujos y políticos con cabeza de adobe grueso.
 
Corría el mes de Abril, cuando se da choca o cebadura al azor dejándole pasar la noche con la perdiz que voló, y las dos abuelas, con la barriga del tamaño de la tierra, vieron al rey Ratón, matante,  marchando a la caza del elefante más allá de aquellas montañas, en Matabelos, nación indígena del África Austral, perteneciente a la raza cafre, olvidada la matacán o liebre ya corrida por los perros. Se le vio con catetómetros, aparatos provistos de un anteojo y un nonio, instrumento matemático que sirve para apreciar dimensiones lineales o angulares muy pequeñas, para medir pequeñas dimensiones verticales, y con la mochila de siete nudos, más el ojeador, que ojea la caza y la acosa, guía indígena y cafre que le guiaba y que se alababa de que le había hablado el rey; y preguntado por qué le había dicho, respondió que le dijo: – “Alza la lanza, necio”,  siguiendo al elefante indefenso hasta la mata. Y, pin,pan,pun, tiro en la nuca y elefante muerto.
 
Mientras un Burro Pandero, obispo de anillo, junto al Adda, río de la Lombardía, afluente del Póo, que pasa por el lago Como, y en sus orillas ganó en el siglo III a.c. el cónsul Flaminio una gran batalla a los Galos, pronunciaba un sermón en el que alababa la acción del monarca y avisaba con gozo que el Enano del Envoltorio regresaba de su tumba con poder sobrenatural, y sin más ni más el rey le nombraría Gurú mayor del reino.
 
Si algo distinguía al rey Ratón era que, por encima de dimes y diretes, él podía hacer con su cuerpo y vida lo que le viniera en gana. Siempre hizo sus necesidades cuando más deseoso estaba de ellas. Y, mientras lo hacía, cantaba hablando por boca de ganso:
 
“ Abájanse los adarves y alzánse los muladares”.
 
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El rey Ro
 
Un rey, Ro, rey de las Hespérides, uno de los nombres de las islas Canarias en la antigüedad, y que dicen engendrado en la constelación de las Cabrillas, gobernaba su pueblo rilando, ventoseando y diciendo unos tacos, regüeldos o eructos que imitaban las campanas de la iglesia parroquial. No había un pueblo tan adormecido como éste Solía bajar al río mintiendo, porque ocultaba al pueblo alguna cosa sin astillar, de la que no quería dar parte. Llevaba consigo un rulo o cartucho de perdigones, que hacía sonar para ahuyentar al pedo, mientras sus sornadores robaban objetos y otras cosas al pueblo sin sentido.
 
Cuando  se dirigía al pueblo y se tiraba el primer pedo, la gente excitada cantaba:
 
“Ay va, qué pedazo”; a lo que el rey respondía:
“No sufráis, querido pueblo, de este os daré un cacho”.
 
El era un Ro, marido, esposo a quien le gustaba y mucho ir a la Charda de Rodeo, feria de ganado. Para él, su consorte era una tarra, vieja. El era un Ron, hombre a quien le gustaban las mujeres más que a los chotos la leche. Fue criado por una rollona,  niñera, con la que había ido creciendo, y a quien le cantaba día a día:
“Cuando era pequeñito, me dormías, mi criada
Ahora que soy mayorcito, ¿por qué no quieres, condenada?”
 
Cuando ya la hizo suya, y ella conoció la cópula real, le cantaba:
 
“Sandunga, burra de leche, ama de cría:
Cuando era chiquito
Me dabas la leche en bote
Ahora que soy mayorcito
Me la sacas del cipote, sandunguera”.
 
“Este rey, según sus nobles, tenía un rosco, corazón invertido, como todos los reyes que en el mundo han habido”. Tenía un ruiseñor, ganzúa, del que se servía para entrar cual salterio, bandolero, en la habitación de las tres damas, tres hermanas dueñas de un jardín lleno de manzanas,  con las que flirteaba andando al salto  a  la hora de la tarde, o sea,  cuando el planeta Venus se deja ver por Occidente poco después de la puesta del Sol, y cantando:
“Rosa, Flor, Flete
Rují, Rujé, Romi
Hoy voy a echar tres fletes”
            Ellas, al verle venir, decían:
“¡San Silvela¡,¡chiton¡, ¡silencio¡
Aquí llega el sano de Castilla
Ladrón disimulado
Soñarrero, descuidero
De trenes y de fondas
Cual carterista que hace corte
Para sacar la cartera.
Que él nos roba el tesoro más preciado
La peseta Floriana que cohabita
Con el rey de Oros
Abriendo el raso del amor
Con la sierpe en lo ya rajado”.
 
Con ellas jugaba el rey al Herrón, juego que consiste en lanzar un tejo de hierro con un agujero en medio, y acertar a ensartarlo en un clavo hincado en tierra entre seis columnas apareadas situadas frente a frente de uno y otro lado como los montes de Calpe y Alba en el estrecho de Gibraltar.
 
“Hay mucho que heñir”, decía el rey, dándoles el santo y seña, mirándose el Ca, su órgano sexual, trasmontado, traspuesto, ido. Las abrazaba amoroso por el cuello, a sobaquito, deslizando las manos por debajo de los hombros, cual similirate, ladroncillo temeroso, orgulloso y erguido. Bajambaraba, tocaba oscenamente. Todas ellas corporales, en zarandelas, enaguas, filtrando el Beo, o coño,  miraban con serenidad las sepias, acais, los ojos del rey que babeaban  corneando la nuez de abajo.
 
Terminada la función, a todas tres les regalaba un sorlo, reloj de oro, y las despedía con un pedo, diciendo:
 
“Me he sentido Balifa, un cerdo, entre Balis, marranas”. Y ellas repetían, en voz alta,  mientras el rey se iba:
“Fuiste duro en calderilla, pero nos ha dado a probar el real tarugo”; y Ja, Ja, Ja, en esta borda de furata, casa en despoblado de Taragoza, pueblo aldea de Ulilla, Sevilla.
 

 

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