Del subsuelo a las cumbreras
Jesús Gómez Gutiérrez*. LQS. Abril 2020
Madrid, ciudad cerrada (VII)
Han estado un mes sin mascarillas ni guantes, como la mayoría; pero son trabajadores del Metro de Madrid, lo cual agrava el peligro y explica la confidencia de esta mujer de cincuenta y tantos años que sabe afrontar —me consta— casi cualquier situación: «Lo peor es el miedo»; en su caso, a contagiarse y contagiar a su esposo, proclive a neumonías y catarros. Su respuesta es habitual en el gremio. Esposos, novias, madres, etc. Miedo por la familia y, en segundo lugar en la escala de preocupaciones, incertidumbre económica. «Todo se ha venido abajo», viene a decir el vigilante con el que hablo después, cuya situación laboral es más precaria. «No puedes quitártelo de la cabeza —comenta otro—, y aquí hay mucho tiempo para pensar.» Cuando no se habla de ERTE, se habla de ERE. Cuesta encontrar a alguien que no conozca a nadie que haya perdido su empleo o engrosado la lista de autónomos y trabajadores por cuenta ajena que no ganan lo suficiente para vivir.
En los vagones, el miedo y la incertidumbre viajan con la indignación. A veces, por el trato que reciben o pueden recibir de la policía al abandonar la seguridad relativa del subsuelo y salir a la calle; a veces, por la reducción del número de trenes, que alarga los desplazamientos y provoca aglomeraciones innecesarias en horas punta y, a veces, por una mezcla de desacuerdo con las medidas de empresas o administraciones públicas y hartazgo con las mentiras, tergiversaciones y criminalizaciones de los medios, redes incluidas. «¿Qué quieren que haga? —se pregunta uno, resumiendo un argumento repetidísimo—. Si no trabajo, no como.» En efecto, hay que comer y, como el Metro de estas semanas no es lugar donde abunden rentistas y gentes de sueldo asegurado, la expresión ‘entre la espada y la pared’ es referencia común que se vuelve más angustiosa entre los numerosos inmigrantes, aunque apenas describe el estado de la familia que comparte espacio con el mundo del trabajo: los sin techo. Miradas perdidas, bolsas cargadas de objetos, desconfianza, separación. Desde que empezó el confinamiento, sólo piden unos pocos. «No se saca nada», afirma un hombre. ¿Porque hay menos gente? «Y por las monedas —contesta—, porque pueden pegar el virus».
Al final del trayecto, que ha sido de dos líneas y bastantes estaciones, espera lo de costumbre, un barrio vacío. Los supermercados han cerrado y, por lo visto, los perros ya han hecho lo que tenían que hacer. Pero no es un vacío exactamente vacío. Tras los portales se vislumbran siluetas; con frecuencia, de ancianos solitarios que se pegan al cristal y miran al exterior a falta de balcones por los que asomarse o «por estirar las piernas», como me contaba anteayer una señora, desesperada por mantener una conversación. Parecen retratos de Fayum. Y arriba, en las cumbreras de los tejados, siempre hay alguien que desafía la ley de la gravedad. No es mala idea.
Madrid, ciudad cerrada.
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