Última hora en Arcadia
Jesús Gómez Gutiérrez*. LQS. Marzo 2020
Madrid, ciudad cerrada
Empieza pronto la noche, entendida en su sentido de oscura; falta un rato para que el Estado de alarma entre en vigor, pero la gente ha huido de las calles y, como suele ocurrir cuando la gente huye de las calles, se queda la gente de la calle y aparece uno de sus principales enemigos: la versión más mísera de los que medran con el temor ajeno, porque huelga decir que la versión verdaderamente puñetera es cortesana e institucional. En la plaza, uno que ha tirado de navaja; más abajo, prácticas de amedrentamiento y en la esquina, un coro de mendigos que parecen asustados, aunque no se sabe si lo están por los individuos anteriores o por los cuatro o cinco coches de policía.
No lo pregunto. Ya tienen bastante con el roto de sus bolsillos, del que me hablaba la flautista de Preciados hacia las diez. Si todo el mundo se va, ¿quién da monedas? Por no mencionar el ambiente, que no es para andar de indefenso o sin resguardo. En una ciudad vacía, cada recodo es un peligro en potencia y cada aparición, una amenaza. Da igual que la inmensa mayoría de los casos sea humo. Las ciudades sin vida gritan solas y, como ésta es de perfil duro, muy deudora de su alma del XVII, sus gritos no incomodan menos ni bajo el resplandor del conocido establecimiento frente al que toca la joven, que se ha ido cuando vuelvo a pasar. Para entonces, son las once y media. Me han pedido tres o cuatro veces por el camino. Regalo saludos, despedidas y alguna conversación corta, de vecinos que hoy tienen algo más que decirse. Dinero no hay.
Pasada la nada general de Callao y la obstinada desenvoltura de Gran Vía, quizá el único espacio que no necesita a nadie (sic luceat lux vestra, señora), Fuencarral cuenta la misma historia de los Austrias y Lavapiés, pero sin matones oficiales o alternativos. Vagabundos, sin techo, en fin. La única excepción son los repartidores que llevan pizzas a las fiestas de los balcones abiertos, con mucho joven liberal o no tan liberal. Y entonces, cuando vuelve el silencio, otra sombra: «Dame algo, que aquí no quedan ni pelusas». Somos los últimos de la última hora de Arcadia, donde se adoraba al dios Pan, el que da de comer.
Madrid, ciudad cerrada.
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