Diferentes víctimas, mismos verdugos
La empatía selectiva como bálsamo de conciencias.
Violencia ejercida contra mujeres, niños, colectivos marginados, pueblos que encarnan a los parias de la tierra, animales de todas las especies…
¿Alguien puede dudar que sea cual sea su forma, detrás de esos actos no existe siempre un origen común? Se llama codicia, material o pasional, pero en cualquier caso jamás se ve satisfecha porque quienes la utilizan, careciendo del filtro de la empatía y de la conciencia moral, buscan infructuosamente llenar lo que es un agujero insondable en su existencia, y en ese sentido, variando el objeto de deseo que se pretende obtener a cualquier precio, no lo hace la mezquindad nacida de un sistema que alimenta la competitividad y el observar al resto de los seres como rivales, instrumentos o pertenencias.
El grito de una mujer al sentir en su espalda la primera cuchillada de aquel que jura amarla; el llanto de un niño en contacto con la piel sudorosa y lasciva de un miserable babeante; el olor a carne quemada de un indigente ardiendo con sus cartones dentro de un cajero; comunidades sometidas a los métodos terroristas de unas leyes fascistas para robarles su riqueza, su cultura, su libertad, su dignidad; la soledad, la eterna soledad de las criaturas que padecen y mueren en calles, ruedos, granjas, circos, zoológicos, laboratorios… ¿Cuál es la diferencia entre las víctimas?, ¿su color, su voz, su pelo, su nombre? ¿Y entre sus verdugos? Ninguna.
Quien se duele por el cadáver de una chica que yace sobre un charco rojo en la cocina de su casa y no lo hace por el Pueblo Mapuche, robado, hostigado, torturado y hasta asesinado, demuestra que esa parcela de su inteligencia emocional destinada a ponerse en el lugar de terceros para tratar de entender y compartir sus sentimientos y sufrimiento, se encuentra profundamente degradada. Aquel que experimenta rabia e indignación ante un toro que intentando respirar sólo acierta a regurgitar sangre, pero no se conmueve por el miedo y la indefensión de una criatura sometida a pederastia, no es más que un cínico remedo de solidario.
Por eso, los que tanto llenan su boca hablando de paz, amor, respeto y libertad, pero para los que siempre el objeto directo de sus reivindicaciones se reduce a miembros de nuestra especie, me producen idéntica repulsión que quienes se estremecen ante la imagen de un perro ahorcado pero no de un niño con sus vísceras esparcidas en una calle bombardeada. La cuestión es que cada día me encuentro con ejemplos de los primeros, y pertenecientes al segundo grupo me atrevo a asegurar sin miedo a equivocarme que hay pocos, muy pocos. Será que algunos, con una concepción piramidal de los habitantes del Planeta, proyectan su empatía de arriba hacia abajo sin que jamás ésta alcance la base, mientras que otros, capaces de situarlos a todos en un mismo plano, no dejan a nadie fuera, muja, ladre, barrite o recite a Shakespeare.