El conflicto vasco y la tortura
Se han calificado de repugnantes las declaraciones de Garikoitz Aspiazu Rubina, “Txeroki”, militante de ETA, que ha lamentado en nombre de la organización armada el sufrimiento causado a las víctimas accidentales de sus atentados. No he podido evitar la indignación ante la reacción sesgada y partidista que han suscitado sus palabras. Hace unos días, leía el testimonio de Iker Moreno Ibañez, hijo del líder abertzale Txelui Moreno, relatando las torturas que había sufrido a manos de la Guardia Civil, después de ser detenido y sometido al régimen de aislamiento contemplado por la legislación antiterrorista. Los interrogatorios consistieron en golpes, amenazas, vejaciones sexuales y el uso reiterado de la bolsa, provocándole síntomas de asfixia y pérdida de conocimiento. Hablo de enero de 2011 y no de la postguerra franquista. No se trata de un suceso ocasional, sino de una práctica habitual que -según los observadores internacionales (Amnistía Internacional, Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, Consejo de Europa, Human Rights Watch)- ha afectado a casi 10.000 personas en los últimos quince años.
Algunos casos son particularmente conocidos: Unai Romano, Martxelo Otamendi, Igor Portu y Martín Sarasola. El prestigioso antropólogo forense Francisco Etxebarría ha denunciado reiteradamente que la tortura es un procedimiento habitual en el Estado español: “Cuando empecé en los años 80, el 100% de los detenidos eran maltratados por la policía, aunque vinieran de la delincuencia común. Si detenían a un individuo, por ejemplo, por robar un radiocasete de coche, también le maltrataban. En aquel tiempo, y se puede decir que también en todo el periodo posterior, los médicos forenses que estaban en la Audiencia Nacional no ejercían ni ética ni deontológicamente el mínimo esfuerzo que les correspondía. Son y han sido siempre encubridores. Y yo, que les he conocido personalmente, se lo puedo decir a la cara tranquilamente”. De todas formas, “el reproche, sobre todo, habría que hacérselo al juez. Y por eso llega un momento en que te preguntas: ‘¿Cuándo se acabarán las torturas?’ Está claro, el día en que se les puedan imputar estos hechos a los propios jueces. Así de claro. El juez tiene que hacer lo que sea para que esto no pase y, además, tiene todos los mecanismos para que no vuelva a pasar. Así que si no lo hace, es un encubridor”.
Evidentemente, toda esa violencia procede de la dictadura franquista, que cometió un verdadero e incuestionable genocidio. 130.000 personas asesinadas, incluidos ancianos, mujeres y adolescentes, aún esperan la exhumación en fosas clandestinas. En los ochenta, los cuadros de mando de la Policía y la Guardia Civil permanecían intactos. En aquella época –continúa Francisco Etxebarría- “era horroroso ir a la comandancia de la Guardia Civil, sobre todo en los cuarteles de Intxaurrondo y El Antiguo. El maltrato y la tortura eran la norma. ¡Era terrible lo que había ahí!”. En 2002, la revista de medicina forense de Estados Unidos Journal of Forensic Science publicó las conclusiones del doctor Hans Draminsky Petersen, que analizó retrospectivamente 318 documentos forenses correspondientes a 100 personas sometidas a la ley antiterrorista por orden de la Audiencia Nacional. En 101 informes se apreciaban indicios de tortura y constaba que 71 detenidos habían denunciado torturas, pero los forenses negaban cualquier credibilidad a los testimonios de los maltratados, sin realizar una investigación científica y objetiva.
Sin conocer estos hechos, la violencia de ETA deviene incomprensible. Hace unos días elogié a Mario Onaindia y Juan María Bandrés, pero al escucharles en vídeos retrospectivos exaltando la Constitución española, comprendí que –salvo en sus inicios- su trayectoria no era nada ejemplar. No soy partidario de la violencia y si alguna vez he dicho algo que pudiera interpretarse en sentido contrario, lo lamento, pero me parece tremendamente hipócrita condenar la violencia de ETA sin condenar la violencia del Estado español, que es anterior y la causa última de un conflicto que ha provocado un sufrimiento terrible. No soy partidario de la violencia porque produce un efecto deshumanizador y aplasta cualquier consideración moral, imponiendo los principios de una lógica estrictamente militar. Las víctimas de Hipercor, los niños muertos o heridos del cuartel de Zaragoza o el asesinato de Yoyes son el ejemplo más trágico del dolor que puede llegar a desencadenar la lucha armada. Nunca se podrá negar a los pueblos el derecho de resistencia, pero siempre es el último e indeseable recurso. Se habla de las víctimas de ETA, pero no de las miles de personas torturadas ni de los presuntos suicidios de activistas en la cárcel o bajo custodia policial (Lasa y Zabala -brutalmente maltratados y asesinados por la Benmérita- son los más conocidos, pero hay otros casos no menos escandalosos, como los de Xabier Galparsoro, arrojado desde una ventana de la Jefatura Superior de Policía en Bilbao, o José Luis Geresta, que supuestamente se suicidó de un disparo en la cabeza en la localidad de Rentería, pero que el general Sáenz de Santamaría describió como un episodio más de la guerra sucia).
No se puede exigir a la izquierda abertzale que se humille pidiendo perdón, mientras se niega y oculta sistemáticamente la existencia de la tortura, engañando a la opinión pública y deformando obscenamente la vedad histórica. La presencia de Emilio Hellín, asesino de Yolanda González, en el Servicio de Criminalística de la Guardia Civil y las torpes excusas del Ministerio del Interior, minimizando la importancia de este escándalo, sólo corroboran que el Estado español muestra un hiriente desprecio hacia los derechos humanos. En el caso del conflicto de Euskal Herria, el perdón sólo será posible cuando los dos bandos implicados reconozcan al unísono el horror de la violencia y se sienten a dialogar, intentando superar y comprender lo sucedido. Sólo entonces se podrá hablar de paz y reconciliación. Este ejercicio de autocrítica únicamente será fructífero si se abren las vías de un proceso democrático, transparente e incruento de autodeterminación. Al igual que otras comunidades históricas, el pueblo vasco tiene derecho a escoger libremente su futuro. Desgraciadamente, desde que ETA anunció un alto el fuego definitivo el 20 de octubre de 2012, no se ha producido ningún gesto recíproco por parte del Estado español. Elfin inmediato de la dispersión sería un paso decisivo, pues implicaría el reconocimiento social del dolor de las familias obligadas realizar miles de kilómetros para visitar a sus parientes encarcelados. La violencia siempre es lo más fácil e inmediato. La paz exige coraje y tiempo, pero es el único escenario ético para una convivencia realmente humana.