El llanto del macho herido
Soy Hermedes, de Cerrato, en la provincia de Palencia. En esta villa hubo un concilio en el siglo XII, donde se instituyó el nombrar heredero o por heredero del papado de Roma al que tuviera mejor papada debajo del escroto, piel que envuelve las dos glándulas secretorias de esperma.
Me tuvo mi madre pallaqueando, espigando, rastrojeando en el valle de Noguera, Pallaresa, en Cataluña, que fue uno de los condados en que se dividió la Marca Hispánica al ser conquistada por Ludovico Pío, paleto tosco, cerril, amigo de cierto juego parecido al de las chapas, toque de arrebol en las nalgas.
Estoy desnudo ante el espejo del armario empotrado que ahora me parece embarcación de remos que lleva un palo con vela de estera. Tengo puesto sobre mi cabeza un penacho formado por plumas que se doblan y caen hacia abajo comprado en Rusia. Este espejo es mucho mejor que el de la madrastra de Blancanieves, que era una pamema, engañoso de sentimiento, afecto, pasión o cualquiera otro movimiento del ánimo.
Me veo como un llano cubierto de hierba y sin árboles. Las dos bolitas de oro o de plata se hallan en la copela de mi mano al ensayar las menas, mineral metalífero tal como sale del criadero, auríferas o argentíferas.
No sé qué hacer viéndome de esta guisa, si llantear o reír acompañado de lamentos y sollozos, Debo llorar, lo sé, porque mirándolo bien, pienso que las cosas deben hacerse con oportunidad, que ya lo dejó dicho el refrán popular: “el llanto sobre el difunto”.Me veo como Melpómene, musa de la tragedia representada con una máscara en la mano; yo, Melpópene, representado con una máscara de órgano viril en la mano.
A mis pies adivino una femínea chirlomirla empalagosa, exageradamente tierna y suave. Es de una carnal musa llamada Melsa, que tiene abrazado un mellizo, especie de salchichón hecho con miel. Su cuerpo es una especie de berza monacal, como aquella por la que combatieron junto al Monasterio de san Zoilo, en Carrión de los Condes, los reyes Sancho de Castilla y Alfonso de León, hermanos, en cuya guerra quedaron con ventaja los castellanos, quedando Alfonso prisionero de su hermano, apresado en la iglesia de Santa María de Carrión, donde había ido a refugiarse, siendo denunciado por su párroco, pues el tal Alfonso le obligó a hacerle una mamada, prometiendo elevarle a la categoría de capitán general entre nosotros, si se la hacía.
Hechura que, por otra parte, más tarde, adoptaron los templarios, la antigua orden monástica militar llamada del Templo, en su calidad o estado del genio o humor (estar de buen o mal temple) en el tentadero espiritual donde se prueba la bravura de los becerros que se han de destinar a las guerras de religión o Cruzadas, expediciones armadas de carácter religioso dirigidas contra los musulmanes al principio con el fin de rescatar los Santos Lugares, y más adelante sin otro objeto que el de follar y joder con ellos y a ellos con esa postura de las manos al tocar las cuerdas de la guitarra, excoriando, gastando o corroyendo el cutis dejando la carne al descubierto.
Cuentan que el tal Sancho era hijo de una nodriza respecto del ajeno que ella crió y viceversa.
Mi hombría ya no podría heredarse. Me había convertido en un hereje del pene sosteniendo con pertinacia una herejía lacerada más o menos en el cuerpo de un ser viviente con un cuerpo extraño, como Congreso o Concilio dejando ver sin darse cuenta un escozor respirando por la herida de un paraje donde se debate el aborto propiedad de la mujer , aborto mayorazgo de femineidad, y se abate la caza de volatería perseguida por un ave de rapiña que quiere hermanar, unir, juntar, uniformar, hacer hermano a uno de otro en sentido místico o espiritual, como aquel Malón de Chaide, Pedro, religioso agustino aragonés del siglo XVI que escribía notablemente mientras le acariciaban y tocaban su malviz, especie de tordo que piaba en su entrepierna, en el mejor estilo castellano, como los músicos sus instrumentos de percusión o de cuerda, causando sensación en la vista y en el oído como cuando chocan el sonido de una letra con el de otra.
Me veía feo, con ese desaire marcado. Como un feto que, en realidad, carece de sexo. Y por otra parte, estupendo, admirable porque participaba de la naturaleza del fenómeno que se refiere al ser, dejando de hacer el uso de las manos por falta del mancebete, ahora mamucando o mascando con los mismos ademanes y gestos que el que mama.