El pasado (republicano) que vuelve, el futuro posible
El republicanismo, en España, vuelve a escena. Desaparecido en tiempos de la Transición ha renacido con energía. Se debate a propósito de él, y con cierta intensidad, tanto en los ambientes académicos como en la arena pública. No es, a pesar de que recurran usualmente a esas descalificaciones los analistas cortesanos, ni una simple monomanía juvenil ni antimonarquismo primario. No es, en definitiva, una moda pasajera.
Sirve, sin ir más lejos, para entender algo mejor las recientes modalidades de acción colectiva, las formas y los contenidos de los novísimos movimientos sociales que ocupan las calles y las plazas, que se reúnen en asamblea. En muchos de estos casos la perspectiva republicana orienta las movilizaciones. Es éste último dato el resultado de su capacidad, la del republicanismo, de convertirse, una vez más, en un horizonte de expectativa para aquellas gentes que, a contracorriente de las lógicas de dominación, apuestan por la centralidad de un debate colectivo, ajustado a unas normas claras, orientado hacia la búsqueda del bien común y afirman, como corolario de lo anterior, la preeminencia de la política democrática y participativa sobre las lógicas inevitables del capitalismo financiarizado.
Desde finales de los años treinta del siglo XIX hasta 1939 operó como un repertorio de materiales, complejos, plurales e incluso contradictorios, con los que amplios segmentos de las clases medias y de los sectores sociales subalternos construían, ordenaban y dotaban de sentido y de horizontes de expectativa a sus acciones colectivas cuando no, más modestamente, a sus circunstancias cotidianas: desde las experiencias laborales a las de vecindario, de relación social, de articulación familiar. A grandes rasgos, y si omitimos aquellos referentes ilustrados previos que implicaron una lectura aristocratizante del legado conceptual de la Antigüedad clásica greco-romana y de la experiencia de las repúblicas italianas, el republicanismo se ajusta en los combates políticos contra las lógicas de exclusión que implementa el liberalismo doctrinario. Frente al concepto de sufragio como función social, para el que, en consecuencia, había que estar preparado —cualificación académica, avecindamiento, posesiones, sentido de moderación—, el republicanismo, todo él hasta 1874, contempla el voto como un derecho inalienable mediante el cual la población adulta, y masculina hasta 1932, participa en la elección de representantes parlamentarios y en la expresión del criterio soberano del pueblo y la nación de ciudadanos. El republicanismo cuaja, también, en los procesos de contestación a los efectos sociales distorsionadores inherentes al tránsito a la economía capitalista sostenida sobre el concepto burgués de propiedad. En la ciudad, entre los artesanos y trabajadores cualificados sometidos a procesos de depreciación de sus saberes, o en el campo, entre los jornaleros, arrendatarios y pequeños propietarios afectados por los procesos desamortizadores, el horizonte republicano, particularmente en su variante federal, acompaña y dota de un sentido político adicional a las resistencias, a las rebeliones, a las revueltas. Gritar, en medio de un motín contra la fiscalidad que gravaba el consumo popular o contra una leva compulsiva, ¡Viva la República! era una apuesta segura para concitar la hostilidad de las fuerzas del orden y la complicidad sobreentendida de los partícipes en la agitación. Es la caligrafía y la gramática de las clases populares en un sentido lato.
Repitamos el salto en el tiempo con el que comenzaban estas líneas: todo ello, si atendemos por ejemplo a los debates del proceso constituyente en 1977 y 1978, habría (casi) desaparecido. Del por qué del eclipse republicano en la España en esos años 1970 hay, a estas alturas, explicaciones satisfactorias. Lo son aquellas que tienen en cuenta, como mínimo, tres factores. El primero, la fosilización del republicanismo histórico en el exilio. Una atrofia provocada por la desconexión con las luchas políticas y sociales en el interior y agravada por el uso y abuso de un anticomunismo frenético en los ambientes de estricta obediencia republicana durante los años 1950 y 1960. A ello se añadió no ya la represión de la primera posguerra sino una sistemática labor denigratoria del franquismo en relación a la Segunda República y a las raíces culturales —de cuyo calado daba cuenta la secuencia explicativa que unía República y Guerra Civil— de la misma. Y last, but not least, un oscurecimiento al que no fueron ajenos, de ninguna de las maneras, unas fuerzas de izquierda, el PSOE y el PCE, que se desprendieron con una agilidad digna de mejor causa de la reivindicación republicana, tanto en términos de propuesta institucional como de complejo de ideas emancipadoras que le eran inherentes, durante el proceso de negociación política con los sectores reformistas procedentes del régimen franquista.
En rigor, si ese desprenderse tuvo tan pocos costes para aquellos que lo llevaron a cabo (otra cosa sería para el contenido real de la democracia surgida de la transición) fue porque se había producido, previamente, la inhabilitación de un mecanismo básico en toda cultura emancipadora: el de una transmisión intergeneracional que había asegurado, durante un siglo, desde los años cuarenta del siglo XIX a la derrota de 1939, la continuidad de un conjunto de materiales con los que pensar las experiencias de exclusión política y de dominación social, así como las respuestas que podían y debían darse a las mismas.
En el ámbito académico, seguramente, las cosas fueron algo distintas. Hubo momentos difíciles. Aquellos en los que en la universidad no cabía la posibilidad de pensar una tesis doctoral sobre republicanismo dado que no estaba el ambiente, según el recuerdo de José María Jover, para “bollos federales”. Pero lo seguro es que en la década de 1970 y de 1980 se producía un primer momento de reactivación de estudios sobre el republicanismo. Éste, se asumía, era una cultura política determinante para poder entender la contemporaneidad española. No es menos cierto que en los dos decenios interseculares ha tenido lugar una auténtica eclosión de estudios que, a su vez, ha originado, entre otros, un debate específico, profundo, sobre las raíces liberales y la deriva conservadora de cierto republicanismo o la consideración del mismo rótulo como identificador de un proyecto democrático popular que reclamó, desde los tiempos de la revolución industrial, un lugar determinante del mundo del trabajo en el diseño de las políticas generales. Espacio de encuentro entre la intelectualidad que emergía en tiempos de la revolución burguesa, al tiempo que heredera del empeño ilustrado, y los trabajadores rebeldes e insumisos, la república obrera (acertadísima fórmula debida a Román Miguel González) jugó un papel determinante en el despliegue de los combates por la emancipación política y social, cultural y económica.
A la altura del año 2000, esos mismos académicos que se preocupaban por la historia republicana aseveraban que el republicanismo, en tanto que movimiento social, cultura política e incluso como estilo de vida se hallaba recluido en el reino de la melancolía. Un año más tarde, en 2001, las evocaciones del setenta aniversario de la proclamación del 14 de abril confirmaban ese diagnóstico. Unos pocos artículos en los periódicos de tirada nacional, algún acto aislado, fue todo lo que salió a la luz. Todavía más: la democracia parecía firme y limpia en monarquía. A lo sumo se insinuaba que no estaría de más incorporar el ethos y la moral republicana a la vida cotidiana de esa democracia coronada.
Las circunstancias iban a cambiar pronto. La relación de factores que propongo como elementos explicativos del reverdecimiento que tenía lugar un lustro más tarde, en 2006 —ahora era el 75 aniversario de la república y el 70 del inicio de la guerra y la revolución—, y que es perfectamente verificable acudiendo a las mismas fuentes (reflexiones en el espacio público), son fáciles de reconocer. La labor callada pero perseverante de las asociaciones memorialistas; el hacer del Centro de Investigación y Estudios Republicanos, a finales de los años ochenta, o de las cátedras de la memoria del siglo XX; el relevo generacional registrado en las direcciones de los partidos de la izquierda; la pérdida de consistencia de los horizontes de emancipación —socialdemócratas o comunistas a la soviética—; la acción institucional y legislativa —y no es esa una paradoja menor— de los gobiernos y de las mayorías plurales de izquierda —me refiero a las tan denostadas, de Rodríguez Zapatero o del tripartit catalán— en lo relativo a la (re)conexión entre la democracia actual y los combates seculares plasmados en los logros de la Segunda República, e incluso de la Primera… Todo ello se halla detrás, en proporciones diversas, del renacer republicano específicamente español. Habrá otras dimensiones —de las que da cuenta el reverdecer del republicanismo en el terreno de la filosofía política— pero en términos de experiencia histórica española los enumerados en las líneas anteriores me parecen determinantes.
El vivir republicano volvió —vuelve— a contemplarse, por todo ello, como una posibilidad liberadora. Aunque no sean necesariamente conscientes de ello quienes lo reverdecen, a poco que se reflexione reaparecen algunos de los componentes del concepto de república que quedó fijado en otros momentos históricos, los de las sociedades liberales. Para sus enemigos sigue siendo sinónimo de caos y anarquía, cuando no, entre los elementos más reaccionarios, de impiedad y extranjerismo. Para sus partisanos vuelve a ser un marco de construcción alternativa del Estado-nación o de lo que pueda venir a sustituirlo, desde abajo, desde la periferia; incluso, en ciertos casos, con soberanías múltiples. La república es la posibilidad de un proceso constituyente siempre municipalista. Sigue siendo un proyecto, el republicano, que aspira no ya a dar respuesta a las inquietudes del actual cuarto estado —en dramático proceso de ampliación como resultado de la crisis/estafa— sino a que sea éste quien protagonice, junto a otros, el proceso de toma de decisiones de la política general. Es respetuosa, por ello mismo, con lo que E. P. Thompson, entre otros, definió como economía moral de la multitud. Para un republicano plebeyo del siglo XIX resultaba obscena la desconsideración para con el trabajo y deshonesta la extrema distancia de las fortunas. Para el de hoy vuelve a ser una manera razonable de enfocar las circunstancias.
El republicanismo tiene, como relato emancipador, una gran ventaja: es una cultura que resiste con eficacia a los fracasos institucionales. Al fin y al cabo, el grueso de la militancia se mueve entre la lógica del advenimiento y la del proceso.
¿Ante qué nos encontramos, pues? En primer lugar, ante un repensarse de la izquierda. Una izquierda que lamenta las cesiones hechas en tiempos de transición —en ocasiones, castigándose con un no menor torturado olvido de las circunstancias históricas que se dieron en ese momento— y que sostiene que la organización republicana de la sociedad, implica una política económica, cultural y social fundamentada en los derechos, deberes e intereses de la ciudadanía. Una izquierda que entiende que recuperar los valores fundacionales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, permite llevar a cabo cambios estructurales de envergadura. Una izquierda que ve en el horizonte republicano la posibilidad de consecución de una renta básica. O que piensa que el acceso a la cultura, mediante instrucción pública, laica, obligatoria, democrática y científica, que el derecho a una sanidad pública de calidad, que la superación de toda forma de discriminación, que el acceso a la gestión participada de los medios de comunicación, que la propia complejidad de culturas e identidades existentes en España y en cada una de sus naciones sólo pueden darse en república.
Nos hallamos, más allá de las filas concretas de los partidos, en los movimientos sociales, en segmentos cada vez más amplios de opinión, un apogeo del republicanismo como idea moral y horizonte de compromiso cívico con el bien común. Germina entre los nietos que se preguntaron hace una década por sus abuelos. Se propaga, y combate con energía el desdén posmoderno para con los símbolos y rituales del pasado. No nos encontramos, simplemente y como decía al principio de estas líneas, ante una moda generacional, aunque sean los más jóvenes quienes, desprendidos del recuerdo de la guerra y la dictadura, muestren una mayor inclinación por ese modelo de organización institucional. No nos encontramos, aunque también contenga ese ingrediente, con un argumento de mera oposición a la monarquía. Es, eso sí, como he insistido varias veces una propuesta que contiene elevadas dosis de impugnación tanto a la monarquía como a la Transición. La forma en que se habría producido habría dado lugar a una democracia en la que no estaría asegurada la gestación de un vínculo estable entre instituciones, normas y mínima justicia. Esta supuesta debilidad de origen constituiría la explicación, evidente, a la falta de adhesión de los ciudadanos. Expresada como desencanto primerizo, como abstencionismo estructural más tarde.
Quizás nos encontremos ante la posibilidad de renovar los horizontes y las prácticas de liberación, ante un recobrado espacio de aprendizaje de la política frente al terreno de confluencia en una condición, la de la ciudadanía virtuosa, atenta al bien común, interesada en lo colectivo. Ahora no en las juntas y en las milicias nacionales, en la lectura del periódico y en la barricada. Pero sí en la calle y en la red, y en todos los terrenos de concreción de las prácticas de relación social en el siglo XXI.
* Àngel Duarte es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Girona y autor de numerosos e importantes estudios sobre la historia del republicanismo en España. Publicado en http://www.mientrastanto.org/