El peligro de creer las propias mentiras
Probablemente, uno de los efectos más perversos y quizás sorprendentes de la propaganda política es el de que sus propios artífices, elaboradores, inspiradores y predicadores se la lleguen a creer, con lo que ellos mismos, al creer sus propias mentiras, pueden fácilmente perder algo tan importante para el político como el sentido de la realidad, imprescindible para influir sobre ella y para, llegado el caso y si eso es lo que se pretende, cambiarla.
Algo así ocurrió en la URSS y en los países de capitalismo burocrático de Estado, también conocidos como de socialismo real, según sus enemigos, y como países comunistas o socialistas según sus seguidores.
Aun recuerdo que a finales de 1970, tras ser detenido por la Brigada Política de la dictadura y ya en la cárcel de Carabanchel, recibí la visita, ciertamente generosa, del abogado de la revista en la que colaboraba regularmente.
Por aquél entonces, se celebraba en Burgos un consejo de guerra contra un nutrido grupo de militantes de ETA y la fiscalía militar pedía varias penas de muerte. El movimiento de solidaridad con los luchadores vascos fue inmenso, tanto en Euskadi, con huelgas y movilizaciones de todo tipo, duramente reprimidas, como en España, Europa y otras partes del mundo.
El régimen de Franco y sus no pocos seguidores decidió responder a la situación que tanto descrédito le acarreaba con otra movilización, así que, autobuses y bocadillos gratis, (para hacerse una idea, tal como se hacía hasta muy recientemente en las manifestaciones españolistas de Bilbao, llevando personal fanatizado de Santander, Logroño, Burgos o Madrid) se concentró al rebaño fascista en la Plaza de Oriente, jaleando las peticiones de pena de muerte y pidiendo sangre vasca a gritos.
El motivo de mi detención, casualmente, había sido mi participación en la campaña solidaria con quienes se sentaban en el banquillo del consejo de guerra. No fuimos pocos los detenidos en tales circunstancias en Madrid. No todos, ni mucho menos, queríamos ver muertos a los luchadores vascos.
La manifestación fascista aludida fue muy numerosa. De ahí que el abogado de la revista, de la empresa propietaria de la revista, sería más exacto decir, de orientación próxima al falangismo denominado “auténtico”, es decir, seguidores de Manuel Hedilla y sus pretensiones populistas y críticas con el falangismo oficial, en su visita a la cárcel, inducida por el director de la susodicha revista,(un buen amigo mío que por entonces se orientaba hacia las muy escuálidas, por no decir inexistentes, filas socialistas), para ver qué podía hacer en mi favor, me dijese algo que me llamó la atención:
“Las cosas en el país no caminan en el sentido que vosotros creéis – afirmó -, ¿has visto lo de la Plaza de Oriente? Había muchos miles… Las cosas van en sentido contrario al que postuláis, el régimen se cierra, se continua,…” Y lo decía no sin aprensión, como quien desearía que las cosas fueran diferentes, pero rendido a la evidencia.
Le recordé aquel mitin de Mussolini, ya no recuerdo dónde, en el que 20.000 personas le jalearon pocos días antes de su caída.
Posteriormente, hemos visto manifestaciones inquebrantables en no pocos países del este, Rumania o Albania, por poner dos ejemplos que me vienen a la memoria, cuando ya sus dirigentes y sistema tenían sus días contados.
El rebaño patriota de la plaza de Oriente había, paradójicamente, desorientado al buen abogado con prurito de político. Y probablemente, desorientó a no pocos de los pastores del mismo. Hay quien desaparece en silencio y hay quien organiza su despedida emborrachando a los suyos de fanatismo. Y los suyos, creyéndoselo todavía, le corresponden con entusiasmo real o interesado. Aunque algunos de ellos y en aquel caso de 1970, por cierto, estuviesen ya con un pie en la acera de enfrente y negociando la sucesión del dictador con algunos de sus enemigos más interesados.
En ocasiones, aquello que nadie se cree, en política, se lo cree, para sorpresa de todos, el propio inventor o inventores de la mentira. Curiosa paradoja.
Tenemos ejemplos más cercanos. Zapatero creía que la crisis era un invento de quienes la sufrían, hasta que la crisis le empujó fuera de la historia, se engañó a sí mismo al creer sus propias palabras; ahora, Rajoy cree que la crisis se soluciona agravándola, pero agravándosela a los demás, claro, no a sus amos y amigos. ¿Se lo cree también?