El rabo de Jesulín*
Lo prometido es deuda y voy a contar aquella vez que estuve de corrector en un periódico. Era un periódico nacional, que conste, y yo tenía un puesto asignado en la Mesa de Edición. Dicho así, suena espectacular, pero, en la cruda realidad, el equipo de corrección lo formábamos seis o siete mascachapas, bolígrafo rojo en ristre, a quienes iban soltando páginas según salían de maquetación para que revisásemos comas, puntos, espacios, laísmos, y algún que otro disparate si resultaba muy evidente. Entrábamos a eso de las siete o siete y media, cuando comenzaban a estar disponibles las primeras páginas, y acabábamos a las once, las doce o la una, dependiendo de si había jornada de fútbol o no. Trabajábamos sábados y domingos, por supuesto —aunque nos íbamos turnando para librar—, y todo ello por la bonita cantidad de 500 euros al mes. Nadie se crea, sin embargo, que me estoy quejando: como un día me dijo mi padre: “Hijo mío, cualquier cosa antes que volver al arado”.
Pues eso, que nos iban dejando allí las páginas en montonera, para que las corrigiéramos. Entre nosotros, los correctores, sólo existía una regla: “No vale elegir”. Si te tocaba la de Sucesos, la más cotizada, o una de Internacional, suerte para ti. Si habías acabado una, alargabas la mano y te topabas con la información bursátil, se sentía. No era mala regla, la verdad. A mí, lo que son las cosas, una de las páginas que más me gustaba era la necrológica, que todos rehusaban. Resultaba muy pesado, lo sé, y uno podía tirarse media hora poniendo tildes en los Díaz, Herráez o Bartolomés que habían fallecido el día anterior y cuyos nombres transmitían las funerarias y copiaba el becario sin el menor cuidado. A mí, sin embargo, eso de adecentarle a la gente el nombre para la última y seguramente única vez que iban a aparecer mentados en prensa, en el mundo de los vivos, me parecía una labor importante y que había que hacer con el mayor cariño.
—Perdona, Miguel —me solía responder el de al lado cuando le hablaba de esto—, ¿nunca te han dicho que eres un poquita moña?
Cierto día alargué la mano y me encontré con la crónica taurina. Allí, muy grande, en el titular: “Jesulín pierde el rabo en Sevilla”. La tilde de Jesulín estaba bien puesta en su sitio, pero aun así me levanté y me dirigí a la redactora taurina:
—Oye, perdona, esto, qué te iba a decir… —no se si se advierte que la redactora taurina estaba bien buena y que imponía un poco acercarse a ella: siempre me he preguntado qué haría un mujerón como aquél, que iba a la redacción con tacones y traje de chaqueta, escribiendo de toros. —Me da la impresión de que este titular, “Jesulín pierde el rabo en Sevilla”, en fin, puede mover a burla. Mira a ver si lo puedes cambiar. Gracias —todo esto con la mayor dulzura.
Cuando habías pedido un cambio de titular, los redactores te entregaban luego la página a ti personalmente. Así, al cabo de los diez minutos la redactora taurina me llegó con este otro titular:
“Jesulín se queda sin rabo en Sevilla”.
—Hombre… —dudé.
—Sí, ya sé lo que vas a decirme, pero… —se mordía el labio con nerviosismo— …no se me ocurre qué poner.
—Vamos a ver: tú, exactamente, ¿qué es lo que quieres decir?—porque la experiencia me ha enseñado que muchas veces damos vueltas sobre una expresión cuando basta con escribirla como la diríamos de palabra.
—Pues eso, que Jesulín toreó muy bien en la Maestranza, le dieron dos orejas pero, aunque el público pedía el rabo, el presidente no se lo concedió.
—Está bien, pensemos como decir eso en un titular…
Y allí estuvimos un buen rato, sumidos en cavilaciones. La edición cerraba en una hora y sólo se nos había ocurrido: “Jesulín se queda sin el máximo trofeo en Sevilla” —pero era muy largo y no cabía—; “No hubo rabo para Jesulín” —casi peor el remedio que la enfermedad—; “Jesulín, Sevilla y el rabo: historia de un desencuentro” —sin palabras—; “No fue bastante para el rabo de Jesulín” —sin palabras otra vez—; “Sevilla no sabe de rabos” —quedaba como el título de una obra de teatro…
“Qué difícil es el castellano”, recuerdo que ella, agobiada, sofocada, se desabrochó dos botones de la camisa —no sé si he dicho ya que estaba bien buena—. Pero el trabajo era lo primero, quedaban apenas diez minutos para el cierre de edición y ya estaban pidiendo la página de Toros a gritos…
“A Jesulín no le dan el rabo en Sevilla”, titulamos en el último segundo. Vale, sí, ya sé que eso de “…lín no le dan” suena feo y cacofónico, pero ¿se te ocurre a ti algo mejor, amigo bloguero?
Sirva, en fin, para reivindicarme que al día siguiente, por curiosidad, compré un par de periódicos nacionales y en ambos la página de Toros estaba cubierta por un anuncio: “Por problemas de edición, sentimos no poder ofrecer a nuestros lectores la crónica taurina”.
* Este relato forma parte del libro “A esto llevan los excesos” de Miguel Baquero, publicado por El Garaje Ediciones, S.L.