El referéndum de Juan Carlos I

El referéndum de Juan Carlos I

Liechtenstein siempre me ha parecido un país bastante turbador, quizá por ser tan minúsculo como los enanos tiernos y terribles de la Parada de los monstruos de Tod Browning, o porque su impronunciabilidad me suena a conjuro diabólico del Necronomicón.

El caso es que jamás, en los miles de artículos que he ido salpicando en mi azarosa vida profesional, he tenido que escribir Liechtenstein, cosa que al lector no le importará un carajo, pero a mí sí, porque ya decía Hemingway que un escritor solo debe escribir sobre lo que conoce bien, y yo no conozco de nada Liechtenstein, no sé casi cómo se escribe Liechtenstein, no pronuncio Liechtenstein sin tartamudear, ni nunca he estado enamorado de una liechtensteiniana ni de un liechtensteiniense, que a la academia le valen las dos.

Sé que Liechtenstein no es España, pero pudo, y lo sé solo por un par de cosas: esta semana Liechtenstein, monarquía constitucional, ha sometido a referéndum las prerrogativas de su príncipe Hans Adam II, quien puede vetar cualquier decisión adoptada en referéndum por su pueblo.

El 76% de los liechtensteinianos votaron a favor de que el príncipe castre la soberanía del pueblo cuando le plazca, y ha sido romper las urnas y contar votos en Liechtenstein, y ponerse los monárquicos españoles a gritar que nuestra monarquía no está obsoleta, que los países más prósperos y poscontemporáneos de Europa refrendan sus monarquías, que sería absurdo someter a Juan Carlos I a referéndum porque lo iba a ganar de calle, que la república para los lilliputienses y que del rey arriba ninguno.

Uno sospecha que es cierto, que un referéndum sobre la monarquía en España lo ganarían el rey o el príncipe, en su defecto (el del rey). A pesar de los urdangarines y de los elefantes de Botswana, de Corinna y de los negocietes, de la plebeyez de Letizia y de la bala en el pie de Froilán. Pero sería curioso, y hasta democrático, saber por cuánto nos gana hoy la monarquía a los republicanos, Luis María Anson al 15-M, los banqueros a los aceituneros altivos, Doña Sofía a Bárbara Rey.

Porque la democracia consiste en eso: en saber por cuánto nos ganan los de siempre sin necesidad de que nos saquen los tanques.

Quizá, en esta España, los resultados de un referéndum monárquico fueran menos escandalosos que en Liechtenstein. Porque Liechtenstein, el país más rico del mundo, tan centroeuropeo, tan sin paro, tan sin negros, tan fresquito y tan sin prima de riesgo, deja la pandereta hispana a una altura sinfónica en cuanto nos paramos a mirar que, desde su neutralidad filosuiza, apoyó económicamente al III Reich durante la II Guerra Mundial; es desde entonces un paraíso fiscal cuyo PIB se sustenta al 30% en dinero de procedencia incierta, y no dejó votar a sus mujeres hasta 1984 en elecciones generales (en las municipales aun no pueden, creo).

Hace un año, Hans Adam II amenazó con vetar el resultado de un referéndum sobre el derecho de la mujer a abortar. Ganaron los antiabortistas y no hizo falta la principesca censura. Y así es como se las gastan las monarquías modernas, democráticas y cool.

Es una pena que el aplicado Hans Adam no haya emparentado su descendencia casadera con nuestra dinastía borbónica, ya que hermanar históricamente a las monarquías liechtensteiniana y española hubiera supuesto un gran impulso a la logopedia española, además de emparentar dos democracias muy obedientes, muy tancredistas, muy uniformeras y muy como dios manda (el 76% de la población de este pequeño edén centroeuropeo es católica).

No repararon a tiempo nuestros monárquicos de toda la vida en la urgente necesidad de matrimoniar con esta exquisita monarquía, y ahora yo se lo reprocho enérgicamente a Ussía y a Peñafiel, viendo a Marichalar huir en patinete, a Urdangarín metiendo pelotazos anulados por la justicia y a doña Letizia tan delgada. Un o una leinchensteiniana era lo que necesitábamos.

A esa boda no hubieran asistido taxistas, jovencitas extravagantes ni divorciados. Hubiéramos visto en primera fila de la Almudena a los hermanos Lehmann, a Fitch, a Moody, a mister Standard y al paradójico señor Poor, todos en persona, bien vestidos y lavados, y con sus perladas señoras.

Lo de Liechtenstein demuestra que no son las monarquías las que se deben modernizar, sino que es la democracia la que anda obsoleta de tanto libertarismo; que hay que vetar principescamente el voto universal, tan irreflexivo; que para lograr el pleno empleo, como en Liechtenstein, hay que permitir votar a la mujer, sí, pero no en demasía. Que no somos nada, Paco, que no lo dejaste tan atado y bien atado como creías. Mira, generalito, lo bien que le ha ido a Liechtenstein con su monarquía post-führer. Aunque no sea campeona de Europa, no tiene riesgo su prima. Y ya no está casadera. Pero es que no hay nada más moderno que una monarquía.

* Publicado en el diario Público

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