El sillón
Como tantos otros días el despertador sonó a las siete en punto.
Elena se arrebujó un poco más entre las sábanas, robándole al reloj cinco minutos que siempre le sabían a gloria. Se había propuesto mantener la rutina diaria a excepción de los días más críticos.
Sonrió, porque el día que empezaba a nacer, era muy especial, tan especial que no quería pensar mucho en ello, como si se tratase de un sueño que pudiera esfumarse al entornar un poco los ojos y dejar que la consciencia hiciera poco a poco acto de presencia. Era el último, el último ciclo de esa etapa tan dura que llevaba viviendo ya hacía muchos meses.
Se levantó de la cama de un salto, así, vigorosa, con ganas. Ahora a despertar a su hija, el instituto no perdonaba.
Hacía frío esa mañana, con el gorrito de lana en la cabeza, el que era su compañero todas las noches, se dirigió a la ducha.
Se quitó el batín y el pijama y se quedó como tantas veces desnuda frente al gran espejo que ocupaba casi toda la pared del baño. ¿Amaba a su cuerpo? Sí, claro que sí, lo amaba y mucho: sus cicatrices, su cabeza pelona, sus ojos redondeados.
La primera que vez que se vio así, completamente calva, no pudo soportarlo y se puso a llorar sin parar, no había consuelo para ella, no se reconocía, pero sabía en el fondo, que era ella, su esencia de mujer, de persona, seguían estando allí, intactas sin que la quimioterapia o la cirugía pudieran quebrantar su ser.
Puso la música bajita, se adentró en la bañera y el agua empezó a deslizarse por su cuerpo como tantas veces. Se enjabonó con el jabón de glicerina que le hacía recordar su niñez, cuando su madre la bañaba en el pueblo en la zafa de metal. Su madre… ¡Cuántas lágrimas le había visto tragar desde el día en que le diagnosticaron su cáncer de mama! ¡Cuántas miradas de amor! ¡Cuántos cuidados! Los gestos de impotencia hacia las vomiteras o las llagas en la boca… Su hija estaba ahí, pero era una adolescente de quince años, que comprendía y la apoyaba, pero su bastón, el apoyo incondicional desde siempre y ahora en esa crítica etapa había sido su madre.
El agua seguía cayendo y los sentidos empezaban a cobrar vida. Volvió a pasar la mano enjabonada por su piel. ¡Madre mía! -pensó- que piel se le había quedado con la quimio, suave como la de un bebé. ¡Ojala! -y rió suavemente- cuando empezara a recobrar sus pelos, pudiera ser un proceso selectivo: no, aquí no, aquí sí…, jajajaja -estalló en una sonora carcajada- porque intuía que no iba ser así.
Después de la ducha se apresuró a vestirse. Se enfundó los vaqueros y se puso una camisa. Pasó la mano por la cabeza, atusando esa pelusilla que empezaba a vislumbrarse y se puso un pañuelo a juego con sus pendientes. Hoy tocaba el verde, había que estar guapa para la despedida.
Laura ya estaba esperándola en el comedor, impaciente por engullir el desayuno que ella le preparaba todas las mañanas. A su hija le gustaba que ella se lo preparara y para Elena era un placer sentir que su vida seguía casi intacta a pesar del cáncer. Era un pensamiento positivo que le hacía sentir bien.
Cuando se despidieron en la calle, madre e hija cogieron caminos opuestos, Laura hacia el instituto y Elena hacia el Hospital La Fe, su segunda residencia. Recordó brevemente las palabras del cirujano de la Unidad de Patología Mamaria, -Es un año duro y ésta va a ser tu segunda casa- y la verdad es que no se equivocó.
Enfiló como tantas veces la Avenida de Campanar, la esperaban sobre las ocho y media de la mañana para seguir el protocolo establecido: entrega de cartilla, analítica… Luego se bajaría a almorzar a la cafetería el bocadillo de jamón serrano con aceite de oliva, el actimel y dos galletitas con tropezones de chocolate que degustaba muy lentamente. La verdad, es que no tenía prisa, no tenía que regresar al Hospital de Día de Oncología del Maternal hasta las diez más o menos. Si todo iba como hasta ahora y no tenía porque ser diferente, no había perdido ningún ciclo y éste tampoco lo iba a perder; se encontraba bien, dentro del malestar, de su cansancio físico, era el último y por eso merecía no tener prisa, actuar como siempre y dejar que las emociones y la ansiedad se quedaran calladas, como meras observadoras.
A las diez en punto ya estaba allí, en la salita, esperando que la llamaran para la visita con la oncóloga. La llamada no se hizo esperar y cuando traspasó la puerta, supo por la mirada de la doctora, que sí, que se lo iban a poner, que era el final de la tortura, unas lágrimas rodaron por sus mejillas, no podía hablar, sólo podía pensar que su cita con el sillón, ése que había sido su compañero, ése que acogía el cuerpo de las mujeres, que como ella estaban peleando por su vida, era inminente.
Recordó la primera vez que se sentó allí. Estaba asustada, tenía miedo. ¿Qué iba a pasar? No tenía respuestas para todas las preguntas que se atropellaban unas con otras en su mente. Acomodada en el sillón, observaba el movimiento de las enfermeras, esas mujeres profesionales y sobre todo cariñosas y atentas, que se habían ya convertido en sus amigas. El resto de los sillones iban ocupándose poco a poco: mujeres que ya llevaban tiempo, alguna que incluso acababa ese día su tratamiento, unas en frente de las otras, intentando transmitir, las más veteranas, tranquilidad y ánimos a las que como ella se enfrentaban por primera vez a la dura batalla de pelear contra el cáncer con la quimioterapia, ese veneno que le habían dicho los médicos que le iba a curar, aunque para ello su cuerpo y su mente tuvieran que sufrir tal agresión.
Pasó la mano lentamente por la frente, alejando esos pensamientos. Ahora ya estaba el trabajo casi concluido, unas horas después todo habría pasado y eso le hacía feliz. Cuando se sentó de nuevo en su sillón, después de abrazar a María José y Mariló, la enfermera y auxiliar que siempre le habían demostrado su afecto y compresión, sabía lo que iba a pasar, ya era una experta, se sentía tranquila, segura, sabía que la medicación, esos goteros no eran iguales que los primeros ciclos, la inducirían a una somnolencia que realmente necesitaba. Agradecía desde su interior esa relajación y se dejaba hacer, sabiendo que todo estaba controlado.
Cuando despertó unas horas después, el gotero ya estaba casi terminado. Elena se desperezó un poco, miró a través de la ventana, la 4ª planta tenía unas vistas magníficas hacia la Consellería de Cultura, era un buen día, un día luminoso y alegre, tal y como sentía el corazón. Tenía ganas de llegar a casa y encontrar a su madre preparando la comida, darle un beso y llorar un poco, las dos juntas, de alegría. Tenía ganas de gritar al mundo que se había acabado, que ya estaba, que era LIBRE. Tenía ganas de cantar, pero contenía la emoción al ver a las otras mujeres, allí, quietas, recibiendo la medicación con resignación y con esperanza a la vez, de que llegara también el día que fuera el último y retomar su vidas. No quería pensar en más, no quería pensar en recaídas. Sólo quería vivir.
Cuando terminó el gotero y le heparinizaron el catéter, abrazó nuevamente a María José y Mariló. Se despidió de las demás mujeres, deseándoles lo mejor y dándoles muchos ánimos. Su mirada se poso en la sala, observó nuevamente el sillón, su compañero en la pelea por su vida, bien mirado, había sido un amigo, había acogido su cuerpo dolorido y la había acunado en los momentos más duros de su existencia.
Salió con paso decidido de la habitación, avanzó por el pasillo, buscando las escaleras que la conducirían a la salida del hospital, y cuando un rayo de sol tocó brevemente su nuca, volvió la cabeza atrás y le dijo adiós. Era consciente de que aún quedaba la radioterapia, pero claro, ésa era otra historia.
FIN