En la oficina de desempleo


La desesperación crece proporcionalmente al tiempo que se lleva en paro, a las cargas familiares, a las limitaciones personales que se viven. El hambre anestesia, desmaya, hiere. Muchos de los que están aquí han venido en ayunas, quizá pasen así todo el día. Ropa zurcida, varillas de gafas sujetas con esparadrapo, zapatos que ya no dan un paso más… Gente vencida, con un átomo de dignidad todavía. No hay luz al final de un túnel negro y eterno. No hay ilusión ni esperanza. Sin dinero en el bolsillo no hay nada. Nada es posible.
Me entran ganas de llorar cuando escucho que para percibir la renta mínima por inserción hay que esperar un año y que para tener derecho a ella debe pasar otro año sin que se haya cobrado nada. El tope de la vergonzosa limosna es de 520 euros, y para recibirlos hay que tener cinco hijos y llevar empadronado diez años en la misma localidad. Por supuesto, las personas sin papeles carecen también de este derecho.
Otro comenta que solo sale de casa para venir aquí. No quiere que nadie le vea así, hundido. Antes tenía un buen trabajo, un coche, un proyecto de vida, ahora baja la mirada ante sus hijos, les ha fallado, no puede cubrir sus necesidades y han dejado de estudiar. Asentimos con un leve movimiento de cabeza. Sabemos perfectamente qué siente, cómo duele el orgullo herido. Decirle a tu hijo: No, que este año no habrá vacaciones, que no puede ir al cine con sus amigos, que no alcanza para esas deportivas nuevas que necesita… Es lo peor que le puede pasar a un padre o una madre.
Contemplo a esta gente desde la distancia, como si yo no fuera uno de ellos tras cuatro años en paro. Me da miedo caer en el abismo, perder las fuerzas para seguir luchando. Lo que veo me aterra. No hay rabia en estas miradas, hay tristeza. Ellos han claudicado. Yo no quiero hacerlo, me niego. ¿Pero cuánto más resistiré?
* Cierzo