Entre lecturas y relecturas

Entre lecturas y relecturas
El escritor James Baldwin comparte lectura

Por Francisco Cabanillas*

La violencia es nuestra mayor exportación.
Jeffrey St. Clair, Counterpunch

I

Mayo de 2023. Desde Houston, TX, llega el momento de llenar el tiempo de las vacaciones con información sobre el candidato a la presidencia argentina de este octubre, Javier Milei; un año después, de mayo al 18 de julio (2024), toca buscar información sobre la opositora venezolana María Corina Machado.

En el caso de Milei, la búsqueda pone sobre el tablero el perfil de un personaje que, como Trump, se había creado una identidad mediática (“el loco”) antes de lanzarse al ruedo político, de la cual se vale el candidato a la presidencia para potenciar su magnetismo idiosincrásico. En el de Machado, la búsqueda delinea una trayectoria consistentemente antichavista, a lo largo de la cual la opositora gana y pierde centralidad en la contienda política hasta que, a partir de 2023, se reinventa para interpelar a varios grupos del país y ganar presencia.

El triunfo del autoproclamado anarco-capitalista-libertario Milei en las elecciones de octubre (2023), inesperado como fue, saca de balance al politólogo y sociólogo de la izquierda argentina Atilio Borón; quien, seguro de que una estridencia con tan pocas luces como la de Milei no podía prevalecer, lo puso todo sobre el tapete. El triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones de julio (2024) enardece la resistencia de María Corina, cuyos asesores y promotores usamericanos (como, desde la CIA, USAID y NED) lo apuestan todo por desviar a Venezuela del BRICS.

Ratificado en abril (2024) como candidato presidencial por la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), al anodino Edmundo González Urrutia, exagente de la CIA, le tocó ser el espejo ante el cual, durante la campaña electoral y después de las elecciones, Machado proyectó su firme voluntad de centralidad política; tiempo durante el cual González Urrutia apenas abría la boca. Ella lo manejó como a un muñeco. Nunca hubo dudas de dónde estaba el poder. Está por verse en qué deriva la cambiante relación entre Ella y él ahora que, desde este 7 de septiembre, González Urrutia la abandona y se asila en el Barrio Salamanca de Madrid. ¿Él la traicionó o fue ella?

Edmundo González y Corina Machado

II

Al cabo de las elecciones del 18 de julio (2024), la contienda entre el gobierno venezolano y la oposición crece hasta el delirio: cada una de las partes alega fraude electoral. El triunfo que registró el gobierno, basado en una diferencia porcentual de 51% vs 44%, la oposición sobredimensiona, alegando una victoria de 70%. En función de esa hipérbole, la huella de los asesores usamericanos parecería clara.

En la esfera puertorriqueña, la tensión venezolana se dramatiza como un choque (apócrifo) entre la sociología y la literatura. Desde la sociología decolonial, la propuesta de Ramón Grosfoguel, en el marco del imperialismo usamericano, subraya por un lado la trayectoria intervencionista de Estados Unidos desde la asunción de Chávez en 1998 y por el otro, la colaboración, desde esa misma fecha, de la oposición venezolana con los intereses usamericanos, los cuales no han cesado de atacar el proyecto revolucionario. Desde la sociología decolonial, Estados Unidos y la oposición son vistos como los agresores.

Desde la literatura (o, mejor, como literato, autor de ensayos, novelas, cuentos y poesía), Eduardo Lalo, en su podcast con el historiador Néstor Duprey Palabra Libre, plantea un acercamiento diferente a las elecciones venezolanas del 18 de julio, según el cual el presidente Maduro constituye la fuente de agresión al robarse burdamente las elecciones.

El choque entre la sociología decolonial y la literatura (e historia) retumba en la realidad colonial puertorriqueña, en la cual el ala independentista y libre asociacionista que Lalo y Duprey promueven en su podcast, Palabra Libre. Más allá del bipartidismo, coincide, respecto de las elecciones en Venezuela, con las propuestas más conservadoras de Cristian Sobrino y Luis Balbino en su podcast La Trinchera. El bipartidismo Strikes Back. En ambos casos, Maduro es el agresor.

III

3 de agosto (2024). De Houston a San Juan, PR, el vuelo 701, que sale a las 3:05 de la tarde del Aeropuerto Intercontinental George Bush —nombre del expresidente (1981-89) que, entre otras hazañas, como haber presidido la CIA, invadió Panamá en diciembre de 1989 antes de terminar su último cuatrienio, eliminando las fuerzas armadas panameñas diez años antes del traspaso del canal el 31 de diciembre de 1999; verdugo del presidente y antiguo socio de la CIA Manuel Antonio Noriega, a quien, tras la invasión, Bush apresó hasta su muerte (2017)—; el vuelo 701 despega a tiempo. En poco más de cuatro horas, aterriza en la isla (que, desde 1493, continúa siendo colonia).

En el tablero, la ficha innombrada antes y durante el vuelo, el huracán Debby, permanece bajo la manga. Hasta que la proximidad al suroeste de la Florida, por donde merodea Debby, hace temblar el avión con violencia inusitada, interrumpiéndolo todo, incluida la lectura del ensayo autobiográfico del “profeta negro” James Baldwin (1924-87), No Name in the Streets / Sin nombre en las calles (1972). Baldwin es coetáneo y amigo, entre otros titanes de la época, de Martin Luther King Jr., Malcom X, Medgar Evers, Angela Davis, los Black Panthers (Huey). Ante la celebración de su centenario el 2 de agosto, Rodrigo Sebastián, como tantas otras plumas, lo recuerda en “Homenaje al ‘profeta negro’”:

“James Baldwin nació en 1924 en el barrio neoyorquino de Harlem, la «Meca» de los negros en Estados Unidos, en un periodo conocido como el Renacimiento de Harlem, o New Negro Movement, en el que esta zona de Nueva York se convirtió en un núcleo creativo para la cultura afroestadounidense” (2024).

¿Es posible que, ante los anticipados azotes de Debby, el piloto cambiara de ruta y en vez de volar entre el sur de la Florida y el noroeste de Cuba lo hiciera entre la Península de Yucatán y la punta este de Cuba?

A partir de la turbulencia que genera Debby, en dos ocasiones, el piloto pide a la tripulación sentarse y abrocharse el cinturón de seguridad. Entre el silencio pavoroso de la gente y el ruido de la turbulencia —golpeteos en la solidez estructural de la nave, con bruscos giros que sacuden la linealidad del vuelo—, Debby parecía despertar—¡todos lo presentíamos! —el apetito insaciable de Tánatos; a quien, por su parte y desde su emblemática prosa (limpia, ágil, lúcida), Baldwin combatía al arremeter contra el racismo y la homofobia. Según Rodrigo Sebastián:

“Las «múltiples lealtades» que Baldwin estableció, especialmente en la década de 1960, fue otro de los factores que terminaron por alimentar la desigual recepción crítica: sus recurrentes apariciones en los medios mainstream (con portadas en revistas de circulación masiva como Life Time), su activismo político junto a líderes como Martin L. King y Stokely Carmichael, su prestigio como ensayista y su popularidad como escritor gay, principalmente entre el público heterosexual y homosexual blanco, redundaron en una «reputación» inestable -incluso en un movimiento negro en el que el virilismo era un valor-. En uno de sus ensayos, Baldwin afirma haber sido víctima de cartas amenazantes durante su auge como activista político en el movimiento por los derechos civiles, cuyo contenido obsceno hacía referencia a su sexualidad.”

Aplacada la ira de Debby, por la que el libro de Baldwin termina en el piso, una micro turbulencia inesperada se desata al recogerlo y abrirlo en la página en la que el profeta negro se encuentra, con unos amigos, en Puerto Rico, el 12 de junio de 1963; justo el día en que matan al activista afroamericano Medgar Evers:

“No, I can’t describe it. / No, no lo puedo describir. I’ve thought of it often, or being haunted by it often. / Lo he pensado a menudo, o me ha obsesionado a menudo. I said nothing like, ‘That’s a friend of mine–!’ / No dije nada como, ‘¡Ese es un amigo mío–!’ but no one in the car really knew who he was, or what he had meant to me, and to so many other people. / pero nadie en el auto sabia realmente quién era, o lo que significaba para mí, y para tantas otras personas” (No Name in the Streets).

La gravitación hacia el documental del haitiano Raoul Peck, I am not your negro / No soy tu negro (2017)—una apuesta a llenar los vacíos que dejó la muerte de Baldwin en su libro inconcluso Remember This House / Recuerda esta casa, mismo que la editorial Vintage International publicó con el título del documental, I am not your negro (2017)—; la imantación hacia el documental resulta una atracción feliz, pues el film articula pasajes de No Name in the Streets en los que el profeta negro reflexiona sobre la vida y muerte de sus tres amigos—Martin Luther King Jr., Medgar Evers y Malcom X— a quienes el documental explora.

Sobre No Name in the Streets, cabe terminar con este subrayado: la referencia que hace Baldwin a la importancia del estilo en la cultura afroamericana, resurge, más de seis décadas después, en la política profética del filósofo afroamericano Cornel West. Epítome de lo afroamericano como estilo.

IV

9 de agosto. Entre una relectura de War is a Force that Gives Us Meaning (2002) del escritor y periodista Chris Hedges (libro en el que, entre otras propuestas, la guerra es vista como una droga que envicia a los que la consumen, incluidos los periodistas); entre esa prosa y una lectura de El Rey de la Habana (1998) del novelista Pedro Juan Gutiérrez, gana la novedad literaria (leída con veintiséis años de atraso).

Sin embargo, la reflexión crítica sobre la seductora mitología de la guerra llevada a cabo por un periodista que cubrió varios escenarios castrenses durante los ochenta—incluidos El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Colombia— no pierde (en su momento, la relectura de War is a Force that Gives Us Meaning / La guerra es una fuerza que nos da sentido, revelará que para Hedges “la plaga del nacionalismo” no exime las propuestas nacionalistas de los “condenados de la tierra” de Franz Fanon, a quien no cita).

Desde el realismo sucio, El Rey de la Habana nos inscribe en el inframundo postsoviético de Centro Habana, justo en la cresta de su turbulencia económica: la década de 1990. Cuando a la Cuba finisecular le toca enfrentar la realidad de un mundo en colapso sin el apoyo económico de la Unión Soviética, desaparecida en diciembre de 1991. “Opción cero.”

Entre el mundo del hambre, brutal, siempre brutal, que, desde la novela, se adueña de las calles de Centro Habana, y el derroche del apetito sexual que marca la libido del protagonista, un pícaro provisto de la “pinga” más portentosa de La Habana, lo que, precisamente, lo convierte en “Rey,” es decir, en el más “pinguero”; entre esos mundos contrapuestos de la carencia de comida y la abundancia sexual, del espanto brutal y el derroche insaciable, la novela recorre las calles emblemáticas de Centro Habana—como San Lázaro, El Malecón, Blascoaín (Padre Varela), Neptuno, San Rafael…— y las comunidades aledañas como la Habana Vieja, Regla, Guanabacoa, el barrio Jesús María…:

“Fue hasta Regla. Atravesó todo el pueblo. Llegó a los muelles […] A sus espaldas la iglesia. Al frente la bahía, con unos pocos buques fondeados. Más allá La Habana [Vieja], espléndida, hermosa, seductora. A su izquierda la lancha de pasajeros entraba y salía cargada, cada quince o veinte minutos. Había un sol fuerte, pero también había silencio y soledad. Unos niños chapoteaban en la orilla, metidos en el agua sucia de petróleo, lodo, residuos albañiles.”

El Rey de la Habana; dos versiones. La de la novela (1998) que seduce con una estridencia de clase castigada por la violencia más cruda de la pobreza de la posguerra fría; y la de la película, El Rey de la Habana (2015), que, en general, suaviza la brutalidad del texto literario, sobre todo en cuanto a la representación furiosa del hambre:

“’Ayúdeme a comer’ [habla el protagonista en la novela]. La gente lo miraba con asco, como si fuera un perro sarnoso […] Se alejó de nuevo y siguió pidiendo. Nadie le dio ni una moneda más […] Por un pasillo, entre el bar y otro edificio, salió uno de los dependientes y tiró restos de la comida en un cubo. Era sancocho para los puercos. Apestoso a comida podrida. En aquel caldo asqueroso sobresalían unos pedazos de pan, restos de croquetas, cáscaras de mango. Recogió todo aquello y salió a la calle tragándose aquella porquería.”

V

16 de agosto. Atravesando el “pingocentrismo” de El Rey de la Habana; matizando la aspereza de su realismo sucio, una novela de aventuras con dimensión de género, Los infortunios de Fátima Moniz (2019), cambia el tono. La verba antigua (de finales del siglo XV) que la autora, María Zamparelli, ha recreado para el lector contemporáneo—“Sumergida en la mar llana he colmado mis ojos [habla Fátima] con paisajes que son maravilla en estas tierras”—, refresca el paisaje literario.

Periplo; vuelta a 1492 para hacer de una hija (apócrifa) de Cristóbal Colón, Fátima—quien, sin el conocimiento de su padre, disfrazada de hombre, viaja hacia el Caribe en la misma Santa María que comandaba Cristóbal aquel 3 de agosto—, la protagonista de una crónica ficcional que hacía falta escribir; y que la propia Fátima escribe:

“Escribo estas crónicas e infortunios e tribulaciones, que así tendrá a bien el lector estar de acuerdo […] Avivada mi ambición de navegar hacia los sueños y deseos de mi estirpe me introduje en la nao capitana como se cuela la luz por los maderos horadados de las naos […] Al descubrirme, el Capitán me tomó por la manga de mi túnica e a empellones me introdujo en el castillo de la popa. Allí me cruzó la cara de una recia bofetada e me advirtió que si el mar, como ya me lo había advertido, no era un lugar halagüeño para los diestros marineros e menos aún para una mujer.”

Desde entonces, en la biblioteca, a Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) del novohispano mexicano Carlos Sigüenza y Góngora, sobre el aventurero y circunnavegante puertorriqueño que, entre otras desavenencias, naufragó en la península de Yucatán—; a ese texto lo acompaña Los infortunios de Fátima Moniz (1998), ficción histórica de una escritora puertorriqueña sobre una hija imaginada, deseada, de Cristóbal Colón, a quien, en la contratapa de la novela, Carmen Dolores Trelles describe como la “primera descubridora” del Nuevo Mundo.

La frescura del lenguaje marino de Los infortunios de Fátima Moniz desata un vacío: el deseo de leer una novela posterior de Zamparelli, Brevísima y verdadera historia del Almirante y su primer viaje (2009), en la que reaparece esa verba noratlántica.

VI

21 de agosto (calor, mucho calor). Tras la lectura de una novela mitológica como Historia de Yuké (2018), en la que Eduardo Lalo se sumerge en las raíces étnicas de los puertorriqueños, saltar a la antología de “cuentos cubanos de ciencia ficción deportiva,” En sus marcas, listos… ¡Futuro! (2011), para, desde el cuento de Erick Mota, “Los que van a morir te saludan,” contemplar con humor una realidad transhumana patas arriba, en la cual el único y auténtico Gladiador humano clonado que existe supera las destrezas pugilistas de los ciborgs que dominan la tecno-realidad de los Gladiadores:

“¡Hagan juego, señores, hagan juego! ¡Concluyan sus apuestas antes de que terminen las eliminatorias! Les recordamos que durante las rondas finales ya no hay derecho a apostar.”

Desviada del deporte y la ciencia ficción, la relectura de El Masacre se pasa a pie (1973), novela testimonial dominicana que, por primera vez, pone sobre el tapete la Masacre del Perejil, que varios novelistas posteriores han retomado y que, desde la crítica literaria, Áurea María Sotomayor encara en “Pronunciar ‘perejil’ en el Río Masacre” (2011): violencia desatada contra la población trabajadora haitiana en la República Dominicana llevada a cabo por el dictador Rafael Leónidas Trujillo en 1937, la cual El Masacre se cruza a pie introduce así:

“Este es el tema de todas las noches: lamentación del viejo tiempo, en que los Gobiernos apenas hacían presencia en estas lejanas tierras. Diálogos bajo estrellas, porque en Dajabón no hay corriente eléctrica. La gente toda se alumbra con lámparas de kerosene, lo cual es intrascendente según los contertulios, comparado a la bondad de ese tiempo viejo, en que ni siquiera el peligro de las revoluciones, que esquilmaban gran parte de los ganados, significó un problema tan agudo como el que ahora confrontan los propietarios de Dajabón con el éxodo o matanza de sus trabajadores haitianos.”

La tentación de hacer una pequeña escala en el ensayo de Edgardo Rodríguez Juliá sobre el monumento a Cristóbal Colón en Santo Domingo, “Faro del mundo, luz de América” (1992), se impone:

“La obsesión de Joaquín Balaguer con el diseño de Joseph Lea Gleave [arquitecto del monumento] recala en la irracionalidad del siglo; no es un dato meramente biográfico. Es como si al desempolvar ese diseño Balaguer estuviese resucitando una pesadilla, en todo caso el recuerdo de ese lado oscuro y catastrófico del siglo XX, su terco empeño en la destrucción y en la muerte.”

Ese “empeño” del siglo XX en la “destrucción” y la “muerte” remite a la revaloración que —en la edición de Akal (2006) del ensayo de Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo (1950), “Actualidad del pensamiento de Césaire: redefinición del sistema mundo y producción de utopía desde la diferencia colonial”—lleva a cabo Ramón Grosfoguel del intelectual martiniqués, maestro de Franz Fanon, al subrayar la claridad de Césaire en su análisis del nazismo; el cual entiende no como una “anomalía” de la modernidad eurocéntrica sino como una moneda de uso común en el trato (destructivo, genocida) que esa modernidad ha llevado a cabo con los países periféricos de Asia, África y América Latina.

Césaire nos compele, según Grosfoguel, a “corregir y redefinir” la modernidad hegemónica y eurocéntrica para no repetir su proclividad epistemicida y autoritaria:

“Esta es una llamada [habla Grosfoguel], como nos invita la obra de Aimé Césaire, a crear un universal que sea pluriversal, un universal concreto, que incluya todas las particularidades epistémicas en lucha descolonizadora por una socialización del poder transmoderna [más allá de la modernidad].”

La irrupción errática, debido al entorno insular, de una novela fantástica argentina, La invención de Morel (1940), desestabiliza las referencias:

“Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó […] Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura […] Pero sigo mi destino: estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana […] Anoche por centésima vez, me dormí en esta isla vacía…”

Para recuperar la dimensión caribeña, la novela histórica, De Tenerife a Mucarabones (2023), le sigue los pasos a una familia de canarios que, a principios del siglo XVIII, emigra a Puerto Rico con el sueño (y la memoria guanche) de hacerse de una parcela de tierra que les permita soñar con un futuro digno basado en el trabajo y la familia (felizmente cambiante con la inclusión de nuevos miembros boricuas).

VII

Desde una revista académica, CUADRIVIUM, un estudio de “la presencia, la identidad y la adaptación de la inmigración china” a través de dos novelas caribeñas, concluye que:

“Durante casi dos siglos de presencia China en Cuba y Puerto Rico, esa nación ha sido objeto de marginación, ha sufrido en ocasiones la humillación y ha sido constantemente ignorada, a pesar de toda la contribución realizada a la vida cotidiana de sus países de acogida” (2023-24).

VIII

Antes de terminar, Luis Pales Matos comparte un platillo de su “Menú” (1942):

“(Sopa de Martinica, caldo fiero
que el volcán Mont Pelée cuece y engorda;
los huracanes soplan el bracero,
y el caldo hierve, y sube, y se desborda,
en rebullente espuma de luceros.)”

* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) profesor de lengua castellana, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos
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