Entre platos y textos caribeños
“En el fondo del nuyorican hay un puertorriqueño (‘At the bottom of every Nuyorican there is a Puerto Rican’) the young New York poet Tato Laviera recently proclaimed, thus paraphrasing González’s best known story.”
Juan Flores. Divided Borders (1993)
Pero pronto esta exploración [comunicar en la inmediatez de lo cotidiano un desnudamiento crítico del machismo, el consumismo, la dependencia cultural] reveló la paradoja del relato puertorriqueño: ¿cómo ser crítico con los sujetos de la colonización sin colonizarlos como estereotipos en la sátira manipulativa?
Julio Ortega. Reapropiaciones: cultura y nueva escritura en Puerto Rico (1991)
La sazón criolla estaba en issue.
Ana Lydia Vega. Encancaranublado (1982)
Introducción. Al pasar por el pasillo de la biblioteca, el lomo de Elogio a la fonda (2001), colección de ensayos culinarios de Edgardo Rodríguez Juliá, sobresalía del resto de la hilera de libros. Lomo de papel, ni de res ni de cerdo; una oda en prosa a la comida puertorriqueña y caribeña, al igual que a la comensalidad de orilla (criollizada). ¿Cómo no pensar en el ensayo de Rosario Ferré, “La cocina de la escritura” (1980)? ¿En los poemas culinarios de Luis Palés Matos? ¿En la “gastrofonía” de Manuel E. de León ?
En el momento de empujar el libro de Rodríguez Juliá para que se alineara con los demás, de modo que todo volviera a una horizontalidad de primera intención borgeana, como en un cuento de Cortázar filtrado por el imaginario literario de Manuel Ramos Otero —un universo multiplicador de islas y de identidades—, la realidad del libro boricua fuera de orden, en una biblioteca imaginaria sobre la translocalidad caribeña y latina, se mordió rápidamente la cola (o quizás, mejor, el lomo).
Vuelta de carnero. Justo en el momento de lograr la horizontalidad perfecta entre tantos textos mansos, la propuesta de un ensayo crítico de Lauren Derby, “Gringo Chicken with Worms. Food and Nationalism in the Dominican Republic,” se impuso, desdeClose Encounters with Empire (1998), frente a la variedad de títulos en la estantería. El espacio del consumo culinario parecía multiplicarse en todos los libros.
En ese ensayo, Derby estudia, a través del consumo, la gama de ansiedades que experimentaron los dominicanos frente a la globalización neoliberal, liderada en las Américas, durante los años 90, por Estados Unidos. Ansiedades producidas, en plena embestida privatizadora y desregularizadora, por la sensación de pérdida del espacio local; ansiedades en las que quedaron codificadas, como tatuajes sarduyanos, las ambivalencias de la identidad nacional ante las presiones usamericanas. ¿Qué significa, plantea Derby, ser dominicano, cuando, de tantas maneras, incluida la importante realidad de la emigración a Nueva York, se está tan cerca de los Estados Unidos?
Bajo relaciones de poder como las que desató el neoliberalismo en los 90, continúa Derby, no es raro que surjan en el imaginario cultural dominicano metáforas culinarias que codifiquen los sentimientos “nacionales” respecto de la relación con Estados Unidos. Metáforas que ponen sobre la mesa, entre otras relaciones de fuerza, las “técnicas modernas de dominación”: “la imagen de la ingesta le devuelve los dientes [que la posmodernidad conservadora le quitó] a la noción del poder, plantea Derby. Porque comer es una actividad diaria, porque trasciende limitaciones de clase, porque implica un nivel de violencia, es susceptible a la metaforización política que se dio en la República Dominicana en 1992, asediada en ese año por una multiplicidad de tópicos picantes (Balaguer, el faro de Colón, el libre mercado, la revuelta en Washington Heights, entre otros), que tironeaban el imaginario cultural.
Porque está vinculada con el cuerpo, además, la metáfora culinaria pone sobre el fuego la frontera entre lo interior y lo exterior, tanto de la materialidad biológica —el cuerpo que, según La razón del gourmet (1999) de Michel Onfray, “siente, saborea y toca, desmenuza y corta, digiere y defeca, come, ingiere…”— como de la política. Lo de dentro, el cuerpo criollo y el nacionalismo; lo de fuera, el cuerpo tóxico y la sacudida neoliberal.
La dominicanidad, sigue diciendo Derby, está íntimamente ligada a la comida. Por eso, en el imaginario cultural quisqueyano abundan las metáforas culinarias; el plátano representa la virilidad masculina y el jugo de la guanábana el semen; la fruta feminizada deviene tabú; el arroz con habichuelas negras, moros con cristianos, encarna la miscegenación criolla. Y sobre todo, está la tríada de arroz, habichuelas y carne, conocida como la bandera dominicana; una metáfora que, en El reino de la mirada (2008), Lidia Marte comenta desde su destronamiento diaspórico. Es decir, cuando el mangú, un plato a base de plátano, se posiciona como el marcador étnico y transnacional de la dominicanidad en Estados Unidos, transformando Washington Heights, comunidad emblemática de la diáspora dominicanyork, en Mangú City.
Por supuesto, muchas de las metáforas culinarias que se dan en el lenguaje dominicano —lo sabe bien Rodríguez Juliá— surgen también en el de Puerto Rico y en el de Cuba; por eso, desde cierta metafísica caribeña, Antonio Benítez Rojo lo apostó todo al libro que lo inmortalizará, La isla que se repite (1989), un mapa del Caribe en interplay preformativo entre la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad. Un libro en el cual, más como un punto ciego que como una aporía, a pesar de la “caribeñidad acéntrica” que teoriza, la silueta de la Cuba de Benítez Rojo, que dejó de ser la de Fidel, parece el esbozo de la isla que más se repite.
Ante la posibilidad de un cubanocentrismo encubierto como el de La isla que se repite; y desde la geopolítica del conocimiento —un tanto a lo Ramón Grosfoguel en Colonial Subjects (2003)—, en la que se inscribe por el momento este ensayo como turbulencia de La ansiedad de ser puertorriqueño (2004); para combatir la colonialidad del poder que jerarquiza las identidades caribeñas a partir de la segunda mitad del siglo XX (Cuba como el modelo de la descolonización; Puerto Rico como el modelo del colonizado; y República Dominicana como modelo neocolonial), partimos de la centralidad que, en el entorno del mulataje caribeño, Undoing Empire (2003), de José Buscaglia, le devuelve a la Española.
Por eso, acercarse a Puerto Rico y Cuba desde el trampolín dominicano que estudió Derby en “Gringo Chicken with Worms,” tienta.
De esa manera, la metáfora de los pollos gringos agusanados resulta idónea para releer el cuento puertorriqueño, tantas veces llevado al teatro, de Ana Lydia Vega, “Historia de arroz con habichuelas” (1982), en el cual, como oposición colonial, el reclamo político de la puertorriqueñidad obrera expulsa del plato boricua el hot dog gringo, en contrapunto con el ensayo cubanoamericano de Gustavo Pérez-Firmat, “Ajiaco” (1989), en el cual lo cubano se imagina, desde Miami, como una cultura de la “aposición” (nunca de la oposición), abierta a la transculturación (cuya política Pérez-Firmat contrapone a la de la Revolución).
(Continuará)