Cómo escapé del consumismo
Nònimo Lustre. LQSomos. Diciembre 2017
Considero plenamente acreditado que debo mi (precario) equilibrio psíquico a mi ignorancia absoluta sobre los masivos productos culturales que han embrutecido el imaginario de mi generación y de las siguientes. En consecuencia, entiendo que es una necesaria medida de sanidad pública no leer los libros de éxito y no ver las películas que abarroten los cines.
En mi caso y cronológicamente hablando, la lista de mercancías dizque ‘culturales’ de las que me he librado podría comenzar con la película Lo que el viento se llevó – Gone With the Wind (1939). La vi porque nadie dejó de verla pero, afortunadamente, de este bodrio con colorines sólo recuerdo la secuencia del ejército sudista/esclavista, todo desbaratado en Atlanta mientras espera la llegada del enemigo comandado por el general Sherman. Aquella panorámica era muy vistosa y absolutamente nada más. En cuanto a la archi-repetida frase “A Dios pongo por testigo que no volveré a pasar hambre”, me dejó frío porque me importaban un bledo los problemas de la élite esclavista; es más, detestaba a sus señoritas, a sus (autocalificados) caballeros e incluso a sus serviles negras. Y Clark Gable siempre me pareció un actor adocenado.
De esa pieza de propaganda fílmica, debería pasar al Concilio Vaticano II (1962-1965) Desde uno o dos años antes de su inauguración, yo era un ateo militante así que, en mi rotunda negativa a seguir sus sesiones, influyó sin duda que el aggiornamento de la Iglesia me resultara otra maniobra propagandística. No leí nada y sigo sin saber qué carajo pasó en aquel aquelarre de gerontes.
Mi desinterés por las batallas de la Guerra de Vietnam nació de un convencimiento muy extendido: que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. Por supuesto, me alborozaron las imágenes de los tanques norvietnamitas destrozando las verjas de no-sé-qué palacio e igualmente las de los gringos escapando en helicóptero desde la terraza de su Embajada. Pero un par de secuencias es todo lo que saqué de aquella guerra.
Entramos así en el campo de las mercancías de Jólibu que han proliferado acompañadas de subproductos colaterales -lean los cursis, del merchandising-. Por su inaudita duración en el tiempo, la primera fue Star Wars – La guerra de las galaxias. Desde 1977, este tebeo deslavazado está inficionando al mundo y ya es hora de que denunciemos su filosofía de almanaque, sus grotescos efectos especiales -tan agresivos a la retina como al cerebelo- y, en definitiva, su absoluta falta de imaginación. Buena parte de los males actuales de este mundo bien pueden ser atribuidos a la ignominiosa permanencia de este panfleto espacial.
El señor de los anillos (1937; popular en España desde finales de los 1990’s), la opus major de JRR Tolkien es otro ejemplo de lo que no es la imaginación infantil -y la imaginación en general, claro está-. Para inventarse un mundo de fantasía es imprescindible tener fantasía y no ese sucedáneo que surge del amontonamiento de topónimos. Además, también es necesario poblarlo de entes, humanos o quimeras, y no de jóvenes humanoides asaz previsibles. Y si alguien cree que mi rechazo a esta saga mercantil proviene de mi ideología, sepa que sólo supe que Tolkien era un feroz católico anti-abortista cuando leí que se había hecho católico militante al ver arder las iglesias durante la Guerra española. Este dato no alteró mi repugnancia inicial, simplemente me confirmó que más le hubiera valido ver la fantasía social que demostraban aquellas llamas salvíficas. Por ende, los hobbits y la Tierra de Enmedio (o como se llame) son aún más rudimentarios de lo que me parecieron a primera vista.
Harry Potter (1997-2007) de la millonaria J.K. Rowling, representa la degeneración industrial del ilusionismo de toda la vida. Y Avatar (2009), la mina de dólares promocionada por J. Cameron, pudo haberme interesado por su temática -unos aborígenes selváticos expulsados de su paraíso- pero sus excesos coloristas, sus maquillajes de circo y la vaciedad de su argumento me expulsaron de su contemplación. Hay más verdad y más verosimilitud en cualquier documental hecho por cineastas del Tercer Mundo que en toda esta costosísima seudo-parábola.
Por lo que atañe a Juego de tronos (2011), vergüenza ajena me da que las sempiternas guerras intestinas entre cortesanos hayan sido dulcificadas con murciélagos de pacotilla. Sólo con saber que Luis XIV, el Rey Sol, nació a los diez meses de embarazo y que no era hijo de Luis XIII -un rey putero si se me perdona el pleonasmo- sino de un cardenal no menos putero, palidecen las intrigas palaciegas de esta afamada serie.
¿Por qué descalifico a las anteriores mercancías si afirmo no haberlas consumido? Porque he visto algunos de sus fragmentos. Hubiera sido -y es- imposible vivir sin que, a veces, se me colaran por las rendijas. ¿Y, partiendo de sólo unos trocitos se atreve Usted a pontificar? Pues sí. Ya lo dijo Cuvier: “dadme un hueso y os reconstruiré el animal”. Pues eso, dadme una pizca de Jólibu y en ella veré la mano de esa fábrica de idiotización y corrupción universal.
¿Y la actualidad política? Huyo de ella todo lo que me deja mi consuetudinaria afición a meterme en todos sus charcos. Pero, como muestra de mi contradictoria afición a leer y no leer sobre los (micro) acontecimientos políticos, baste un botón de muestra: a finales de los años 1990’s, contribuí a la redacción de los estatutos de una tertulia madrileña. Mi aportación consistió en pedir que se incluyera un artículo que rezaba: “Quedan prohibidas todas las discusiones susceptibles de ser tratadas en el Congreso de los diputados”.
En cuanto a ese otro cuévano de mercantilización elitista que son los Premios Nobel, gracias al curso de lectura ultrarrápida que me enseñaron en la universidad de Massachusetts-Connecticut, ya me he leído los que serán galardonados en los próximos veinte años. Así, pues, sería redundante que los re-leyera según vayan apareciendo en la vitrina de las culturetas. En otras palabras, para huir de ellos, no me hace falta recordar que se lo entregaron a genocidas pregonaos como Kissinger u Obama: el mercado del lujo es solamente otro mercado.
Pero -me responderán-, entonces, en los discursos públicos, Usted se pierde todas las alusiones escondidas en los episodios de esos subproductos. Efectivamente pero ello, lejos de ser un hándicap, es una maravillosa ventaja: así no me rompo los nervios con los discursos basados en semejantes idioteces, evidentemente tan mentecatos como los orígenes que glosan.