Esclavismo y liberalismo antiguo y moderno
Por Nònimo Lustre. LQSomos.
Escocidos todavía por nuestro fracaso en averiguar la suerte de las 30 negras cubanas independentistas que fueron ‘alojadas’ en el presidio de las islas Chafarinas (nota del 18.X.2021), nos hemos trasladado al amplísimo caso de la esclavitud con especial referencia a Cuba y, aún más concretamente, sobre cómo el primer liberalismo -el de Adam Smith y su libro de 1776 The Wealth of Nations-, se disfrazó de economicismo e incluso de humanitarismo para continuar esclavizando en la práctica. Fue la primera andanada teórica de la congénita hipocresía occidental contra su adversario, el abolicionismo –entonces todavía no tan temible como luego llegaría a ser.
Siendo plenamente conscientes de que es peliaguda la traducción literal del liberalismo del siglo XVIII al actual neoliberalismo rampante, sospechamos que hay rasgos arcaicos que se mantienen en la actualidad. Pero con una diferencia: el ruinoso papel de la socialdemocracia, intrínsecamente occidental en su hipocresía, quien ahora pretende jugar a la mediación y el arbitraje cuando, en vergonzante sordina, comulga con los dogmas neoliberales. A nuestro leal saber y entender, no puede ser juez y parte. Por estar acostumbrados a la absoluta desfachatez de los jueces, no nos extraña esta postura pero sí nos irrita que, tanto el liberalismo -arcaico y moderno- como la socialdemocracia no hayan variado sustancialmente en estos últimos siglos. Por lo demás, ¿por qué habrían de actualizarse si les va de maravilla?
En la Cuba colonial, descolló Francisco Arango, un dizque político/economista –absurda cópula porque, unos y otros, todos los son- del que hablaremos más adelante. Este habanero “de familia patricia”, preconiza unos dogmas (valores, en la jerga de ayer y de hoy) que podrían ser firmados por los hodiernos neoliberales: desde el individualismo bravío, Smith y Arango confunden la Nation con la Sociedad puesto que Ellos son la Patria… y los más listillos de la Sociedad. Si alguien encuentra similitudes en Smith-Arango con los actuales neoliberales-socialdemócratas, esta nota les sugiere que no es mera casualidad.
Esclavistas y abolicionistas
El abolicionismo europeo es, por lo menos, tan antiguo como el liberalismo. Como era previsible en una isla que depende del comercio, el muy liberal Reino Unido (UK) llegó a controlar el 40% del trato negrero hacia las Américas pero también fue el primer país europeo en fundar las primeras asociaciones abolicionistas, entre ellas la Sociedad Religiosa de los Amigos, más conocida como los cuáqueros, impulsada por George Fox en el siglo XVII. En 1823, se organizó la Anti-Slavery Society, dedicada a promover lo que, once años después, abocaría a la Slavery Abolition Act. ¿Por qué fue posible un éxito abolicionista tan inmediato? Por dos razones de diferente nivel: por la presión popular de los abolicionistas y, en el nivel gubernamental, por la sublevación en 1831 de los esclavos en Jamaica. Estas dos características están detrás de todos los éxitos anti-esclavistas; sin las rebeliones armadas de los esclavos, sus amos jamás les habrían manumitido. Dicho de otro modo, como es lógico pero se silencia, aunque contaran con aliados occidentales, los esclavos se liberaron fundamentalmente por ellos mismos.
En el UK, dos olvidadas mujeres fueron decisivas en la ilegalización de la esclavitud: Hannah Moore (1745-1833) y la escritora Mary Prince (1788-1833), negra de origen esclavo que se auto-manumitió, colaboró ardientemente con la Anti-Slavery Society llegando a ser la primera mujer que defendió el abolicionismo ante el Parliament británico.
En Francia, la Société Des Amis Des Noirs fue dirigida desde 1788 por J.-P. Brissot. Al año siguiente, contaba con sólo 141 socios. Llegó la Revolución francesa y el gobierno republicano abolió la esclavitud en 1794 pero sólo sobre el papel timbrado -la real llegaría en 1848. Poco antes, los haitianos –negros en su aplastante mayoría-, se habían soliviantado guerreando desde 1791 hasta que, en 1803-1804, consiguieron la Independencia y la definitiva abolición del esclavismo. Habían vencido al omnipotente Napoleón. Semejante prestigio unido al profundo miedo que despertó en los colonialistas europeos, fue el motivo nunca admitido públicamente para que el abolicionismo pudiera continuar su, hasta entonces, trabajosa andadura.
Francisco Arango, el liberalismo esclavista
Antes de continuar con una sucinta narración del abolicionismo español, haremos un paréntesis sobre la obra del antes citado Arango. Nuestra primera fuente es la Real Academia de la Historia (RAH), nada sospechosa de izquierdismo pero sí tendenciosa hasta el neo-franquismo. Leyendo entre líneas la biografía de Arango que campea en su página web, encontramos que este Prócer colonial comenzó exigiendo la “liberalización de la trata negrera, que Arango apoyó abiertamente con los argumentos del liberalismo económico” –frase que dice todo lo que queremos subrayar en esta nota. Arango no quería abolir la esclavitud de sus negros cubanos sino ‘liberalizarla’. Pero, ¿liberalizar no es sinónima de liberar? Pues no, es lo contrario; es opresión para los súbditos y la libertad sólo para los que definen qué significa esa palabra, gentuza criminal que no necesita saber filología pues les basta con haber asesinado a millones de libres. Siglos después de Arango, hoy podemos observar que la libertad entronizada en los altares liberales y neoliberales es sinónima de botín para las élites –o, si se prefiere, acompañada del saqueo de los bienes comunes.
Sigamos: “En noviembre de 1791 llegaba a Madrid la noticia de la rebelión de esclavos del Saint Domingue francés (Haití), que fue el inicio de la ruina de esa colonia”. Olvidemos el pequeño detalle de que, por muy mal que les fuera a los haitianos independientes, mucho peor les había ido siendo esclavos. Claro que, poseídos por el eurocentrismo más soez, los académicos deslizan sistémicamente su ideología: ruina hubo pero fue la ruina de los amos –y ni siquiera fue definitiva puesto que, poco a poco, recuperaron su imperialismo.
Alarmada por sus servicios de información transatlántica, la oligarquía española de allende y aquende El Charco, notaba que Haití se alejaba del garrote galo. Y Haití era y es la mitad de La Española por lo que Arango publicó en 1792 su Discurso sobre la agricultura de La Habana y modo de fomentarla –defensa de la producción de azúcar al menor coste posible- ”al que adjuntaba un Proyecto que contenía una serie de medidas concretas dirigidas a aprovechar la oportunidad de la ruina de Haití para lograr que Cuba se convirtiera en la sucesora de esa colonia francesa como primera productora y exportadora de azúcar de América”. Solución arangoiana: “fomentar la población blanca pero manteniendo la esclavitud.”
Sin embargo, décadas después, este Prócer dio un giro de 180º y “en esta última etapa de su vida se manifestó ya abiertamente en contra del sistema esclavista, convencido ya de que suponía un obstáculo al progreso real de la economía y un peligro para la estabilidad social futura de la isla.” Incluso fue más allá puesto que, a fines de 1825, “se mostraba partidario de reconocer a las nuevas repúblicas hispanoamericanas en lugar de empeñarse en su reconquista, que consideraba inútil”. Fin de las citas de la RAH.
En una muestra de la férrea coherencia ideológica propia de los liberalismos, el habanero cosmopolita insistió en el argumento económico tanto para mantener la esclavitud como para (semi) abolirla (ver sus Obras, La Habana, 1888; disponible en z-lib.org) Por otra parte, sus argumentos sentimentales retrataban al esclavo cubano como el esclavo pacífico y manso, lo cual, unido a la “benevolencia del sistema español” (¿) garantizaba la pervivencia del sistema esclavista. Según los exégetas de Arango, “el esclavo en las Antillas españolas llevaba una existencia tranquila, en la que los amos los tratan bien y que por tanto tiene una buena predisposición al servicio y los trabajos en las plantaciones.” Para reforzar esta idílica entelequia, adjuntaba ”las opiniones de Alexander Von Humboldt, quien recorrió los territorios españoles, afirmando y alabando la benevolencia del sistema español con respecto al inglés o el francés. Alegaba en sus escritos que los plantadores se dedicaban a mejorar la vida y condiciones de sus esclavos no fatigándolos en demasía para conseguir una mayor productividad.” En consecuencia, Arango “no pretendía eliminar la población negra, sino fomentarla en aquellos lugares donde era necesaria, como en las zonas rurales, plantaciones, etc. En las ciudades, por el contrario, pretendía eliminarla, que la población en las ciudades fuera en su gran mayoría blanca” (Germán Zubeldia Pérez, tesis de grado, 2016/2017) Naturalmente, en todo ello ocultaba la importancia del miedo cerval generado por la revolución de esclavos que había estallado en Haití.
Ese pánico merece un párrafo: el 01.I.1804, Haití declaró su independencia y Jean-Jacques Dessalines se convirtió en su primer gobernador general, después emperador Jacques I. Para comenzar su reinado, todos los hombres blancos fueron condenados a muerte –se estima que ejecutó entre 3.000 y 5.000 hombres y mujeres blancos de todas las edades. Dessalines no sólo no ocultó la archi-propagandeada “matanza de Haití” sino que la justificó: “Hemos dado a estos verdaderos caníbales guerra por guerra, crimen por crimen, indignación por indignación. Sí, he salvado a mi país, he vengado a América”. Su razón tenía porque, en la dilatada guerra independentista, los ‘caníbales’ franceses habían asesinado a incomparablemente muchísimos más miles de negros -de los 425.000 esclavos quedaron sólo 170.000 en condiciones de trabajar, aunque estuvieran inválidos. A pesar de tan hiriente como eurocéntrica asimetría, los adoloridos franceses sólo accedieron a reconocer el régimen de los auto-liberados a cambio de un ¡indemnización! que ascendió a un arancel del 50% de reducción a las importaciones francesas y una indemnización de 150 m. de francos (más de US$ 20.000 m. de hoy), pagadera en cinco cuotas. ¡Ay, donde esté el libre comercio, sobra la equidad moral! Haití tardó 122 años en pagar su odiosa deuda.
El abolicionismo español
Centrándonos en el caso del esclavismo español (ya dijimos que en esta nota no tocaremos el escandaloso ejemplo del más-que-esclavismo contra los amerindios), es increíble pero cierto que, durante el franquismo, fue un tema tabú. El primero que se atrevió a tocarlo fue Antonio Domínguez Ortiz, con su ensayo La esclavitud en Castilla durante la Edad Moderna de 1952 (para una panorámica de este tema, ver Rocío Periáñez Gómez. 2008. “La investigación sobre la esclavitud en España en la Edad Moderna”, pp. 275-282 en Norba. Revista de Historia, ISSN 0213-375X, Vol. 21)
Es probable que los primeros esclavos negros llegaran a La Española en 1501. Desde esa fecha y hasta 1866, entre el comercio legal y el clandestino, con destino a las Yndias se estima que fueron acarreados a las colonias españolas entre 1,3 m. y millón y medio de negros africanos. Aun así, evidentemente olvidando a los amerindios, el abolicionismo español comenzó a nacer en el siglo XVII transcurriendo a contracorriente de la monarquía hasta las Cortes de Cádiz y, finalmente, hasta la definitiva abolición en 1886, tras Brasil la penúltima de Occidente.
A mediados del siglo XVIII, el liberal borbón Carlos III dictó que la trata negrera era paradigma de libre-comercio; y, en efecto, a partir de entonces, los potentados negreros podían fletar libremente sus navíos, más aún porque la esclavitud seguía siendo legal. Otras de las primeras reformas se realizaron a partir de 1760. Por dos motivos: porque los británicos habían ocupado La Habana y porque se había demostrado la ineficacia del sistema de flotas y el desfasado mantenimiento del monopolio comercial con la metrópoli. En este sentido ‘reformista’, en 1817 se firmó el primer Tratado hispano-británico por el que España se comprometía a abolir parcialmente la trata a cambio de 400.000 libras esterlinas. El UK estaba contra la trata del esclavismo hispano-caribeño por una razón no precisamente humanitaria: porque no quería que se desarrollase la industria azucarera cubana.
La Constitución de Cádiz 1812, para muchos la partida de nacimiento del mejor liberalismo español –poco que ver, pese a que fue uno de sus diputados, con el utilitario cinismo de Arango-, mantuvo la esclavitud pues estatuyó que sólo eran ciudadanos ‘’aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios’’ (artº 22) A pesar de tan flagrante racismo, en 1820 se eliminó la trata –oficialmente. Pero, merced al mercado clandestino, los negros cubanos subieron hasta 369.000, por lo que se dictó la Ley de Represión del Tráfico Marítimo de 1845. Poco después, los llamados “moderados” de Narváez, promulgaron una nueva ley que la ampliaba introduciendo la obligatoriedad de censar a los esclavos. Huelga añadir que estos sedicentes moderados, persiguieron con saña a los abolicionistas y hasta prohibieron preventivamente la todavía nonata pero ya enésima Sociedad Abolicionista Española, que sería creada en 1864 por iniciativa de Julio Vizcarrondo apoyado por Emilio Castelar, Juan Valera, Práxedes Sagasta y Segismundo Moret.
Los nombres de los primeros abolicionistas españoles –ahora nos referimos a los predecesores de Cádiz-, han sido sistemáticamente censurados. Por ello, enumeramos a unos pocos: Isidoro de Antillón. José Miguel Guridi y Alcocer, Agustín Argüelles, José Mª Blanco White y, andando el tiempo, Pi y Margall. En los infames tiempos monárquicos, las siguientes generaciones de abolicionistas tuvieron enfrente a Cánovas del Castillo, Francisco Romero Robledo e incluso a un desquiciado general Martínez Campos quien tuvo la originalidad de querer convertir Cuba en una provincia ultramarina sin darse cuenta de que ello hubiera obligado a la abolición inmediata de la esclavitud. Al final, el (ex) esclavista Cánovas se cayó del caballo y, en 1880, sancionó –con la firma del pornomaníaco esclavista Alfonso XII- la Ley del Patronato, mediante la cual se facilitaba una miaja que los esclavos –a quienes denominaba patrocinados– accedieran a la condición de libertos. La abolición del Patronato conllevó a la abolición de definitiva de la esclavitud… por la que hubo que esperar hasta el año 1886.
Francisco Pi y Margall (1824-1901)
Hemos percibido que, en publicaciones para el vulgo, se le hace ministro de la Gobernación –quizá porque ese ministerio es antipopular por esencia. Por enésima vez, miente la propaganda monárquica: Pi y Margal fue durante cinco semanas de 1873, Presidente de la Iª República española. Dicho lo cual, también hemos de saber que, desde la fundación de su periódico, El Nuevo Régimen (1891), este heroico federalista y connotado abolicionista criticó la política colonial española, mientras defendía las reivindicaciones independentistas cubanas –y, por pragmatismo no suicida, la política exterior gringa- mientras que la mayor parte de la prensa, de los políticos y de la sociedad española del período eran partidarios de mantener la guerra y, si era necesario, ampliarla a los EEUU -una opción que, evidentemente, quería inmolarse cual cristianos ante los leones-. Decía Pi que la política colonial española ha «levantado una valla eterna entre vencedores y vencidos; nuestros gobiernos las han entregado [las colonias] constantemente a la rapacidad y al despotismo de los capitanes generales… Somos nosotros mismos los que con nuestras leyes, a cuál más absurda, fomentamos allí el espíritu de rebelión, ya tal vez inextinguible”. Y añadía, “¡Ay del día en el que la raza negra se subleve y triunfe con las armas en la mano!”.
Miscelánea
Gracias a los trabajos de Martín Rodrigo y Alharilla –a quien debemos buena parte de estas notas-, está bien estudiada la presencia en Catalunya de esclavos negros procedentes sobre todo de Cuba. Y, asimismo, que se les debe la criminal pero meliflua bonanza de los próceres catalanes de entonces (Güell, Xifré, López y López, Goytisolo Lezarzaburu, Pedro Gil Babot, etc) que son los mismos de ahora. Pero no fue sólo la oligarquía catalana la que prosperó en el siglo XIX; Rodrigo menciona a otros esclavistas no catalanes que acudieron a Barcelona al olor de la riqueza inmediata que prometía el comercio negrero. Por ejemplo, los riojanos Venancio Solozábal Pérez y Manuel de Lerena Márquez. A título de curiosidad y porque refleja crudamente las entrañas del ‘paternalismo’ esclavista, reproducimos la siguiente anécdota del primero:
“Un buen amigo de Goytisolo, por ejemplo, el riojano Venancio Solozabal, acudió ante el mismo notario de Cienfuegos (Cuba) ocho días después de que lo hubiera hecho su socio vizcaíno para dar la libertad, presuntamente graciosa, a “la negra Francisca”, de 30 años. A continuación, el notario recogió unas palabras supuestamente dichas en su escribanía por aquella mujer: “Sabedora de que este [Venancio Solozabal] y su familia pasan a fijar su residencia en la península, he determinado de mi libre y espontánea voluntad por el cariño que profeso a dichos señores y buen trato que de ellos he tenido siempre y quedo comprometida desde ahora bajo la solemnidad de este instrumento a acompañar y permanecer a su servicio el término de seis años contados de esta fecha no solamente en la península como en cualquier otro punto del extranjero, siendo de cuenta de los expresados señores mantenerme, vestirme, [y] calzarme”. Francisca tampoco firmó, por cierto, aquella escritura, por no saberlo hacer. Aquellas tres mujeres, o sea, Petrona Goytisolo, su hija María Goytisolo y también la tal Francisca, de apellido desconocido, vivieron en Barcelona, en la década de 1870, sujetas a una institución como la esclavitud que, en teoría, estaba abolida desde 1837” (Rodrigo y Alharilla, 09.I.2021)
Como era de esperar, la aristocracia de Madrid también se abonó al esclavismo, a veces con caridad cristiana pero, simultáneamente, con redadas en busca de los negros fugados. Un ejemplo anterior a los casos catalanes que conocemos gracias a que Goya lo dibujó para la eternidad.
[Cuando estábamos a punto de enviar estas notas, hemos sabido que ha sido publicado un libro recomendable: José Antonio Piqueras, Negreros. Españoles en el tráfico y en los capitales esclavistas. Libros de la Catarata, Madrid, 2021, 347 págs. ISBN: 978-84-1352-334-7]
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