Frente al muro de Marquette
Francisco Cabanillas. LQS. Mayo 2018
¿Para qué habré venido esta noche?
José Lezama Lima
I.
No es malo fumar poesía, diría Bob Marley con las manos llenas de política decolonial y la Biblia del reggae entre los dedos. A veces, sobre todo cuando está oscuro, la poesía estremece.
¡Fantoma!
Noche fría; aire denso. Mes de abril.
Frente a una enorme pared de ladrillos manchada de luz, en una universidad jesuita usamericana…
Tensión.
Estado de Wisconsin, frente al Lago Michigan, desde una ciudad, como el propio estado, con nombre prehispánico: Milwaukee.
Marquette University.
Noche llena de sol, como si fuera una novela de Edgardo Rodríguez Juliá.
Artificial.
Los poetas de la diáspora se meten detrás de la luz y de las sombras, para que se vean más el tronco y las ramas de la poesía arborescente —¡emblemática, demasiado emblemática!— de Clemente Soto Vélez:
Esos árboles
que no se llenan los bolsillos
de aguaceros,
que no solo viven
de verdes pensamientos
amarillos.
Tono ambarino. Como reacción de complicidad, el ensayo transcribe los versos de Soto Vélez, “Esos árboles que aprenden con la lluvia a no mojarse los pies, aún cuando el agua les suba a la cintura,” en oraciones que la pared manchada de poesía —¿tinta seca?— recibe como si fuera un papel en blanco: “Aquellos árboles producen la tela incombustible de sus suelos con la nieve imposible del verano con lo que sucede en la noche de abril de cualquier mes de mayo.”
Abril, no cualquier mes de mayo. Movilidad; flujo de una pared que no se mueve. Turbulencia metapoética. El ensayo regresa a los versos de Soto Vélez:
para que lo imposible escale
en el gozo de su desventura
la cima infranqueable
de lo que la claridad no deja ver.
Visibilidad. “Sol de medianoche,” como se titula la novela de Rodríguez Juliá. Claroscuro. Imagen estampada en la pared. Texto que, desde sus ladrillos sordos, cuenta cosas que no existen.
Fantoma. El frío de la noche se estrella contra la ciencia ficción —del boricua José E. Santos y del cubano Yoss—.
La literatura se imagina sola, en una noche de frío, leyendo en voz alta un poema de Frank Báez:
Yo no soy un fumador.
Pero a veces me vienen ganas y fumo
como en este instante en que miro la lluvia
caer tras la ventana
y me siento como Noé cuando esperaba
que pasara el diluvio y se la pasaba
de arriba a abajo por toda el arca
buscando donde había puesto
esa maldita cajetilla.
La cámara (de PP) que testimonia, desde el celular, la presencia del fantoma, ¡clic!, se traga un montón de mentiras.
Horizontalidad. Más de cerca. Proximidad. La poesía se alarga como si fuera un cuento de José Lezama Lima. Severo Sarduy, su alumno neobarroco, orina contra la pared sin que se vea el chorro; pared sobre la que, desde la isla de Mallorca, en un texto paralelo, quizás holográfico, orina también el poeta maldito José María Panero, mientras recita estos versos de Neruda: “Y oírte orinar, al fondo de la casa, / como vertiendo miel delgada, trémula, argentina, obstinada”.
Olor a pis, diría Cortázar.
Luna de un sol búho; “miel.” Noche que, desde la pared, se multiplica en la primera persona del singular.
Del otro lado de la puerta cerrada, en silencio, Borges, Pessoa y Pedro Pietri fuman libros viejos.
El humo se cuela por las ventanas que no existen.
¡Tufo a sol! La realidad de la noche y la irrealidad de la luz parecen una sorpresa.
Los poetas de la literatura silenista “loban” ante los filósofos perros de Michel Onfray.
¿Los ratones coloraos de Sabina?
El espectro de Goya, envuelto en su propia densidad, expele, como un pulpo viejo, su luz negra contra la pared. Fragmento de otro fragmento; pegote. Sombra que se pinta a sí misma con la frialdad de la noche. Poema de pie. Prosa con luz.
Postura angulada de una verticalidad poética. Ladrillos que alardean o ladran (en silencio).
Persona non grata; espectro que habla con la luz maldita de José María Panero:
He vivido entre los arrabales, pareciendo
un mono, he vivido en la alcantarilla
transportando las heces,
he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas
y aprendido a nutrirme de lo que suelto.
Fui una culebra deslizándose
por la ruina del hombre, gritando
aforismos en pie sobre los muertos,
atravesando mares de carne desconocida
con mis logaritmos.
Sol de medianoche, como la novela. Foco de una irrealidad eléctrica, en medio de una noche real y fría acoplada a la arborescencia alucinante de Clemente Soto Vélez, la cual la prosa somete con gusto a la libertad del ensayo: “Esos árboles le dan albergue a la opinión desamparada que tan elocuentemente cultiva la anónima.”
Silencio. Sombras que de cerca no se ven. Como si se tratara de otra pared. Intensidad áurica de lo que ya no está (lo que la fotografía de ADÁL llama “la evidencia de las cosas no vistas”). Luz que ciega. Desde atrás, encuadre perfecto.
La prosa transcribe los versos de Soto Vélez, “donde la madera verde de la lluvia le brota en llamaradas por los dedos.”
¿Fuma también la poesía?
Fuego de una mano en llamas, montada en la línea larga de la parrafada: “Estos árboles [dice Soto Vélez] se comunican con la doncella que está con dolores para que multiplique el número de su amante por sí misma, para que pueda decir amado multiplícate dentro de mí, para que cuando la emoción se acerque a su cuadrado tu imaginación cautive la palabra con labios.”
Fuente de luz; distancia poética. Alejamiento estratégico: “Aquellos árboles ponen a madurar su ir en su venir, aprendiendo a salir en su llegar.”
Regreso. Vuelta definitiva a los versos de Soto Vélez:
Esos árboles
que meditan
sobre los que malbaratan
el caudal de su talento
para asegurarse
de que el sol no los comprenda…
A la terna de fumadores —Borges, Pessoa y Pedro Pietri— que se fuman los libros del otro lado de la puerta cerrada, se suman los pulmones de Guillermo Cabrera Infante, Paco Ignacio Taibo II y por supuesto, el maestro de todos los grandes devoradores de humo, José Lezama Lima.
¡Fricción!
Desde acá se oye el eco de Lezama contándole a Borges una de sus crónicas: “En realidad, empecé [a escribir] muy joven,
después viendo las dificultades de publicación me dediqué a hacer revistas para ir publicando mis cosas. A mí nunca me ha interesado publicar sino hacer, como aquel noble inglés que escribía sus poemas en papel de cigarrillos y después se los fumaba y exclamaba: lo interesante es crearlos.”
Con un libro de Julio Ramón Ribeyro, Solo para fumadores (1987), bajo el brazo, Paco Ignacio Taibo II se les acerca a Borges y a Lezama con su Coca-Cola.
Humo.
Frente al muro de Marquette, el ensayo se mira en el espejo amarilloso de la poesía, donde, como efecto literario, el fantoma ha perdido la cabeza.
Reconfiguración de la imagen, que ahora parece la forma de otra cara.
Vuelta al humo milenario de Frank Báez:
Pero qué tal si Dios o los que escribieron la Biblia
se olvidaron de agregar los cigarros
y en realidad todas esas figuras bíblicas
se pasaban el día entero fumando
al igual que en los cincuenta en que se podía fumar
en los aviones y hasta en la televisión
y yo imagino a todos esos gloriosos judíos
llevándose sus cigarrillos a los labios
y expulsando el humo por las narices
en lo que aguardan
por sus visiones o porque Dios les hable,
e imagino a David tocando el harpa
en un templo lleno de humo,
a Abraham fumando cigarro tras cigarro
antes de decidirse a matar a Isaac,
a María fumando antes de darle a José
la noticia de que está embarazada,
e incluso imagino a Jesús sacando un cigarro
de detrás de la oreja y fumando
para relajarse antes de dirigirse a las multitudes
reunidas en torno suyo…
¿Se fumaba El Cantante, Héctor Lavoe, las cáscaras de guineo?
Más artículos del autor
* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua española, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos
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