Galdós cronista de la I República

Galdós cronista de la I República

Arturo del Villar*. LQS. Enero 2020

Cuando se produjo la precipitada huida de Amadeo I de Saboya el 11 de febrero de 1873, de la que se derivó inevitablemente la proclamación de la República, don Benito Pérez Galdós estaba a punto de cumplir 30 años, tres meses después. Residía en Madrid, trabajaba como periodista, y comenzó a publicar ese mismo año la serie de los Episodios nacionales, con Trafalgar, fechado en “Madrid, enero—febrero de 1873”. En consecuencia, debió de estar muy atento al acontecimiento más trascendental en la historia de España, que pudo presenciar con la atención que ponía al observar la vida cotidiana del pueblo español, del que iba a ser su principal cronista. Sin duda supondría ya entonces que aquellos sucesos le servirían para escribir otro episodio.

La Primera República, en efecto, es el cuarto volumen de la que denominó “Serie final” de los Episodios nacionales, no completada a causa de su salud deficiente. Está fechado en “Madrid, febrero—abril 1911”, y quedó impreso ese mismo año. Así que lo redactó 38 años después de los sucesos presenciados por él, cuando él estaba a punto de cumplir 68 de su edad, se iba quedando ciego, y modificó el carácter de su escritura de una manera inesperada y poco convincente.

Desde el inicio del relato reconoció que le apetecía mucho describir ese período inédito en la historia española, porque además resulta muy complicado de entender, tanto que precisa un análisis psicológico de las masas involucradas en la evolución del ideario republicano aplicado a la realidad cotidiana. Pero eso precisamente representaba un acicate para entrar en la descripción de los personajes y sus aventuras, como advirtió a los lectores desde el comienzo de su trabajo escriturístico:

Ansío penetrar con vosotros en la selva histórica que nos ofrecen los adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión agudísimo de que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos “España”. La historia de aquel año es, como he dicho, selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que sumergen en temerosa penumbra.

Es una síntesis perfecta de lo que fue aquel breve período republicano, imposibilitado por la actuación irresponsable de los mismos republicanos. Los líderes se vieron impotentes para contener el delirio de unas masas ansiosas de disfrutar de unas libertades hasta entonces negadas por la monarquía, incapaces de reflexionar sobre el régimen de que podían disfrutar desde entonces. En aquella jungla sin ley se empeñaron las cotorras, las alimañas y los antropoides en hacer imposible la continuidad del sistema tan ansiado, que les regaló la huida del monarca italiano, después de la expulsión de la reina corrupta incompatible con la dignidad del cargo heredado. La descripción galdosiana de los antropoides “hostigándose unos a otros” refleja exactamente la verdad de lo sucedido en aquel momento lleno de esperaza fallida por culpa de los que se decían republicanos.

Alegorías inesperadas

El supuesto autor de texto es Proteo Liviano, apodado Tito, aparecido en el episodio anterior, Amadeo I, el tercero de esta serie final, fechado en “Madrid, agosto—octubre 1910”, momento que podemos considerar el de la decadencia intelectual de Galdós, travestido en otro novelista para sorpresa de sus fieles lectores. Lo indicó el autor, al fingir que ese Tito era el narrador en primera persona del singular de los cuatro últimos episodios. En ese tiempo Galdós se hallaba inmerso en una reorientación espiritual, derivada hacia la alegoría, que no se acopla bien a su trabajo anterior.

Se observa ya en la elección del nombre y apodo para el presunto escritor: Proteo es un dios marino en la mitología helénica, dotado del poder de metamorfosearse con cualquier aspecto, de donde deriva el término proteico. Según el psicólogo analítico Carl Gustav Jung, representa el inconsciente, y aunque Galdós no pudo conocer esa interpretación, es muy posible que incidiera efectivamente en el suyo para animarle a tomarlo como su alter ego en el papel protagonista de autor de estos episodios finales.
En cuanto al apodo de Tito, con seguridad es una referencia al historiador romano Tito Livio, que vivió en el cambio de eras, aunque él lo ignorase, autor de 142 libros con la narración de la historia de Roma, y de él se deduce también el apellido Liviano, para indicar que su escritura no es tan compacta como la del modelo latino.

También apareció en Amadeo I y continuó su extraño papel en La Primera República Mariclío, trasunto de Clío, la musa de la historia y de la poesía épica en la mitología griega. Aquí es una misteriosa anciana que recibe una pensión de la Academia de la Historia, entra en palacio cuando quiere, y posee la facultad proteica de metamorfosearse a su gusto. La acompañan unas supuestas mujeres llamadas doña Gramática, doña Geografía, doña Aritmética, doña Caligrafía y otras de su misma apariencia.

Un realismo irreal

Con estos personajes Galdós dejó de ser el novelista del realismo, arte en el que está reconocido como un maestro indiscutible. Se le puede considerar un predecesor del realismo mágico, estilo que en nuestra literatura se pondría de moda unos cincuenta años después. Como ejemplo sirve el capítulo XVI, un pegote sin ninguna relación con las vicisitudes republicanas que debiera narrar, terminado de esta manera:

-Decidme, diablas –exclamé fuera de mi-. ¿Estoy dormido o despierto? Sacadme pronto del dédalo de estos mitos que enloquecerían a la razón misma, si la razón con su luz tonificante no los ahuyentara.
Cuando esto decía, advertí un cambio súbito en la intensidad y color de la claridad que nos iluminaba. […] En tanto, mi cabeza se despejó súbitamente de visiones, mitos, ensueños, delirios aéreos y telúricos, y de todas las fantasmagorías que se habían metido en ella por obra y arte de la razón de la sinrazón. ¡Realidad, qué hermosa eres!

Eso es lo que pensamos los lectores, deseosos de recuperar ese realismo modélico del que se sirvió Galdós hasta estos episodios alegóricos. La historia de la I República, que podía haber resultado tan importante narrada por un testigo presencial, se pierde en estas alegorías inoportunas e innecesarias, ajenas a su estilo, el que le dio popularidad y le convirtió en cronista de su época, tan apreciado por los lectores que sus obras alcanzaban ediciones solamente aptas para él y para el enriquecimiento de sus editores.

El arte de narrar característico del estilo galdosiano se resiente en esta serie final de los Episodios nacionales. La crónica de la I República empieza con el relato hecho por Nicolás Estévanez de sus aventuras en el intento de levantar a Andalucía por la República, en noviembre de 1872. Debía fracasar porque el pueblo no aceptaba la monarquía de Amadeo de Saboya, pero tampoco deseaba una República por ignorancia de su sentido político. Escuetamente narra la proclamación de la República y las primeras actuaciones de los presuntos republicanos para hacerla inviable.

El cantonalismo

Absurda e incomprensible es también la proliferación de cantones independentistas que se sucedieron en ciudades y hasta pueblos. Satíricamente lo explica Galdós en el capítulo XI, proponiéndose él mismo como un cantón por su afán de apurar todas las libertades:

Aunque de mí os burléis, amados lectores, he de deciros que esta descomposición de la patria, este desorden convulsivo, traían a mi alma un regocijo intenso, porque en mi propio ser sentía yo el frenesí de independencia; yo era también obstinado rebelde, y el impulso centrífugo me lanzaba fuera del régimen de mansedumbre y rutinas putrefactas de puro viejas. Yo era también Cantón o quería serlo, fundándolo en el único pacto que mi mente concebía, el trato de amor con la mujer amada.
Érame odioso el pesado matalotaje de leyes que por todas partes nos cercan y aprisionan. Infecto me resultaba el llamado “orden social”, atmósfera demasiado espesa y malsana para mis pulmones. Así, para juzgar los arrebatos facciosos de las ciudades andaluzas, yo ponía mañosamente a un lado la reflexión, y me iba derecho al asunto con mi fantasía sin freno y con el centelleo de la pasión que me abrasaba.

El cantonalismo fue una mala interpretación del federalismo, condenado en primer lugar por los líderes políticos partidarios del principio federal, como lo hizo el más significado de todos ellos, Francisco Pi y Margall. Cuando presidió el Poder Ejecutivo de la República trató de imponer el pacto sinalagmático de arriba abajo, pero las masas engañadas por demagogos intolerantes se lo impidieron, y así la República entró en un declive derivado en el asalto al Congreso por los militares al comenzar 1874, y en un golpe de Estado igualmente militar a su final que restauró la dinastía borbónica, esa misma de la que el general Prim había prometido en el Congreso que no volvería a reinar en España jamás, jamás, jamás. Pero a Prim lo habían asesinado precisamente para que no siguiera interponiéndose en la vuelta de los borbones.

Galdós era un convencido republicano. Se presentó a las elecciones de 1910 al frente de la conjunción republicano-socialista por Madrid, y resultó el candidato más votado. En 1914 fue elegido diputado por Las Palmas. En varias declaraciones, aunque era refractario a hacerlas, se confesó republicano. Pero fue un republicano consciente del significado de aceptar esa ideología. Por eso en el fragmento copiado escribió sarcásticamente que le gustaba “el frenesí de la independencia”, lo que no significa destrucción sino una nueva concepción de las cosas. Y para Tito al final lo importante era el conseguir a la mujer deseada, lo que no tiene relación con la política.

Corazones y cabezas

En el capítulo XXIV Tito escucha unas consideraciones que le hace Mariclío en Cartagena, el último cantón en guerra no sólo con el Gobierno de Madrid, sino con las potencias europeas. La musa resume así lo que había significado aquella aventura insólita:

-Querido Tito, te mandé a la correría de Contreras por el Mediterráneo para que vieras por ti mismo la incapacidad de esta gente. Ya te habrás convencido de que nada valen los corazones valientes si las cabezas están vacías. […] ¿Piensas tú que puede establecer este bello régimen un país que hasta hace cuatro días no ha conocido la libertad, una raza que aun siendo heterogénea ha vivido amamantada con la leche de la unidad, y aún se adormece en el regazo de la nodriza? Considera lo que pesan sobre tu país el catolicismo y eso que llamáis “el Papado”, las viejas rutinas monárquicas, y los enormes intereses inseparables de estas abrumadoras máquinas sociales.

Efectivamente, era imposible tratar de europeizar a esa España anclada en los ideales medievales representados por el altar y el trono. Para lograr ese cambio se precisaba una revolución social, como la que se hizo en Rusia, con ejecuciones de los enemigos de pueblo, zares y popes, y una guerra civil para superar los conflictos. La I República Española intentó una evolución desde la monarquía aliada con la Iglesia catolicorromana hacia un nuevo sistema político liberal, sin la autoridad indiscutida de los monarcas y los eclesiásticos, pero se vio torpeada por los mismos republicanos.
En cuanto las masas se sintieron libres, siguieron las instrucciones de quienes tenían las cabezas vacías de sentido común y llenas de demagogia. El resultado había de ser catastrófico inevitablemente. Al final del episodio, en el capítulo XXIX, reflexiona Tito acerca de su papel en la historia de España, puesto que está escribiendo un capítulo de ella, y deduce:

Al retirarme, vi en mi mente con absoluta claridad que mi papel en el mundo no era determinar los acontecimientos, sino observarlos y con vulgar manera describirlos para que de ellos pudieran sacar alguna enseñanza los venideros hombres. De tales enseñanzas podía resultar que acelerasen el paso las generaciones destinadas a llevarnos a la plenitud de los tiempos.

Un excelente propósito, si no fuera porque, como él mismo había comentado ya, España es un país hundido en la mediocridad por culpa de la alianza entre el altar y el trono. Y hay quienes desean que todo continúe así.

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* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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