Gastroverano: 2014
Francisco Cabanillas. LQSomos. Septiembre 2014
“El llamado arte culinario se basa en un asesinato previo, con toda clase de alevosías.”
Manuel Vázquez Montalbán
“Eduardo atrapa el último bocado con la punta del cuchillo…
Después nos echamos en el pasto, con el sol en las caras y toda la isla para nosotros.”
Eduardo Galeano
Me he sentado a beber
las sopas frías…
Yván Silén
Puerto Rico. En Isla Verde, durante el mes de julio, la geografía se centra en la Calle Rosa. Ojo de un merodeo a pie entre dos orillas: la que llega hasta El Alambique a mano izquierda y la de Casa Cuba a mano derecha. Playa y salitre. Olas. Edificios. Hoteles. Gente. Brazos abiertos de una península diminuta, al lado del ruidoso aeropuerto internacional Luis Muñoz Marín. Espacio de una culinariedad hambrienta.
Bisagra: entre un brazo de mar y otro, leo Catulo o la infamia de Roma (2009), propuesta “porno-lírica” de Yván Silén: “Vibra la luna ánsar / como mi falo en el nido mirra de tu vulva / y mi labio tiembla anadón / en los labios zotes, tiernos / y fuertes de tu vulva.”
Desde el restaurante Metropol, al otro lado de la Avenida Isla Verde, la cubanía irradia un magnetismo difícil de resistir. ¿A quién no le gusta la ropa vieja? ¿El congrí? ¿Las mariquitas? Además, Metropol hala desde la literatura: ¿cómo no pensar en la gastrorealidad de Paradiso (1966)? ¿En las frutas de Severo Sarduy? ¿En la carne de Virgilio Piñera? ¿No ha dicho el poeta cubanoamericano, Richard Blanco, que la de cerdo es la única carne blanca para el cubano?
No obstante, la imantación hacia Metropol no es hegemónica. En un espacio tan reducido como el de esta zona de Isla Verde, centrada en la Calle Rosa, las brasas queman. A este lado de la avenida, Platos Restaurant, una propuesta más cara que Metropol, rompe la vajilla de la cocina criolla. Por $23, se puede probar, entre otros, este poema neocriollista: “un chuletón de cerdo (del lomo) braseado, servido con salsa de guayaba –coco y ron.” ¿Poesía de Luis Palés Matos? En la otra cuadra, hacia Piñones, abierto las 24 horas, la presencia de Denny’s, cadena estadounidense, puede considerarse nula: mala comida corporativa. Pero no es la única propuesta fallida.
También está la comida de Las Canarias, especie de Deli criollo con desayuno, y almuerzo-cena invariable: la misma comida que, tras un cristal, se mantiene caliente a lo largo del día y la noche (cierra a la diez), a la vista de todos. ¿Se transforman en pasta las habichuelas? ¿Estallan los pasteles de agua? ¿Se amelcocha la carne guisada? Punto para tomar café, agua o cerveza. Quizás también para comerse algo dulce: ¿un flan de queso de varios días? ¿Un pastelillo de guayaba?
De regreso hacia la Calle Rosa, tres minutos a pie de Las Canarias, contiguo a Platos Restaurant, Piu Bello despunta desde su esquina, y sus colores (verde garcialorqueano y azul rubendariano): heladería-restaurante para nada inquietante. Floja comida criolla. ¿Un triste arroz blanco, con habichuelas coloradas y un churrasco?; ¿gelatos más caros que sabrosos?
De la Calle Rosa hasta Lupi’s, un tramo de dos minutos, se viaja de la República Dominicana a un México puertorriqueñizado. Sin embargo, no es necesario caminar tanto: al llegar al restaurante Basilia, entre Lupi’s y la fonda dominicana, la caminata termina de golpe. La búsqueda se transforma en un encuentro glorioso. La comida criolla de Basilia, sabe al Caribe que es: dominicanorriqueño. Los viernes, de almuerzo, la propuesta del bacalao (“abadejo del Pacífico,” según Manuel Valdez Pizzini) se queda con el plato: una serenata boricua (según el diccionario de la RAE, “Plato frío hecho de viandas hervidas, bacalao, huevo cocido, cebolla, pimientos, etc., y aliñado con aceite y vinagre”).
Aunque atestado de turistas gringos, muchos afroamericanos, Basilia no es una trampa turística. Equilibrio: entre el precio, la calidad y la presentación, los números se balancean. La carne guisada, el mofongo, el arroz mamposteado, mantienen su historia culinaria a flor de piel: comida de fonda con sabor criollo. En el peor de los casos, Basilia fue el encuentro con una pechuga en salsa de champiñones, cuyo hongo parecía de lata. En el mejor de los casos, está el arroz con pollo, la carne guisada con arroz y habichuelas coloradas, el flan de morisoñando. ¿Y las chuletas al can can? ¿La milanesa de res? ¿El mero frito?
Basilia fue también el misterio del filete de rodaballo; un pedazo cuadrado de carne blanca, ¿pero no tiene el rodaballo una carne parecida a lascas de cristal?, sustanciosa, tan pulposa y firme como la de un bife de chorizo argentino, que parecía no tener fin en su abundancia —Lezama Lima diría en su extensión— ¿mediterránea, noratlántica, de piscifactoría? ¿De piscifactoría? ¿Flete de rodaballo transgénico? Estallido mudo; silencio turbulento. ¿Sazona Basilia los guisos con adobos y sazones corporativos (como los de la marca Goya)?
Más allá de las inmediaciones de la Calle Rosa, aunque todavía a pie por la Avenida Isla Verde, ahora frente a la playa de El Alambique, las alcapurrias de jueyes (frituras de cangrejo), más largas que gordas, aciertan, pero no maravillan, faltas como están de relleno de jueyes, por lo que resulta fácil comerse dos sin saciarse. No muy lejos de la playa del Alambique, al otro lado de la Avenida Isla Verde, por la misma Calle Tartak, el restaurante chino del hotel Verdanza, J.H. Yee’s Asian Bistro, descentra a buena hora el gustema de lo criollo, catapultándonos a ese mundo de los palillos chinos (“rápido bambú”) que, para Roland Barthes, significaba un universo culinario menos violento que el occidental, con sus cuchillos y tenedores.
En el menú de J.H. Yee’s, esta cita de Carlos Yescas sacude la mesa: “Comer con palillos es contemplativo, no por la destreza que se necesita para balancear la comida, sino por la delicadeza que uno tiene que tener para solamente tomar aquella porción de comida que podremos masticar y comer en un bocado.” Sobre el arroz blanco, dejo caer un pedazo de lomo de res para que lo manche con la salsa oscura del pepper steak. Remojo con destreza la carne en la salsa y vuelvo a manchar el arroz. Trato de que al pedazo de carne se le pegue el arroz; me llevo el bocado a la boca.
Panorámica. El merodeo alrededor de la Calle Rosa se desata y se expande. La movilidad se motoriza a lo largo de la Avenida Isla Verde, ahora en dirección hacia el Viejo San Juan. Alejamiento. Distancia. A su vez, la crónica se mezcla con la ficción: imagino que tengo a mi lado al chef peruano Gastón Acurio, y que estoy mostrándole la peruanización de la Avenida Isla Verde. Velocidad; las cosas se mueven más rápido. Pasamos los restaurantes mexicanos, las pizzerías, los sushi bar, las fondas criollas, el puesto de croquetas venezolanas, los fast food y el cementerio frente a la playa, más allá del cual, en la esquina izquierda, le muestro al chef lo que buscamos: Ceviche House. Seguimos en ruta, pasando una parrilla y una pizzería argentinas, una pizzería brasileña, un deli, más fast food, comida callejera (ostras, cocos fríos, pinchos de carne de cerdo)…
La Avenida Isla Verde se arquea hacia la izquierda (a la derecha quedan, en una bifurcación borgesca, la pescadería, otro restaurante argentino y uno chino). En esa curva hacia la izquierda, la Avenida Isla Verde se transforma en la Calle Loíza, donde están Inca Chicken primero y un tanto después la escuela pública República del Perú. ¿No hay un busto de César Vallejo frente al caserío Luis Llorens Torres? Le hablo del restaurante Perurrican, en Condado, pero el chef peruano dice que no; prefiere algo criollo. Lo llevo al Basilia de la Calle Loíza, al lado de Bebo’s. Le recomiendo que pida un mangú a la Eugenio María de Hostos.
Manhattan. De Isla Verde a Nueva York, las páginas “porno-líricas” de Catulo o la infamia de Roma (2009), se tocan: “Cuando te ano, / cuando te clavo, cuando te acceso, / cuando te bestio, cuando me mamas / oscuramente, Amara, debajo de los cisnes…” La literatura de Silén crea un personaje, Amara, a partir del imperfecto de subjuntivo: amara. El vuelo del avión a 500 millas por hora alborota y arrebata el poemario silenista. Cuando aterriza en Nueva York, surge de las páginas sueltas esta cita del texto porno-lírico: “La brisa es tibia y / te lo meto lento (y te metes / suicidada, lipiriada, leal e incierta dentro de mí) / como si tu cuerpo, y tu lengua, Lesbia, / fueran posible / analmente / en los ocasos.”
¿Pasta de guayaba o leche de ajonjolí? Semen.
Merodeo, como en las gravitaciones alrededor de la Calle Rosa, a lo largo de la avenida Broadway, entre la calle 100 y la 108, caminando entre mensajeros en bicicleta que hablan español. Lectura a pie. Estallido chino-peruano: desde el restaurante Flor de Mayo, entre la 100 y 101, la cocina chino-latina estalla en su transculturación caribeña. Cruce suramericano —¿otro?— con lo puertorriqueño, lo dominicano y lo cubano. Sobre la mesa, el asopao boricua, el arroz con pollo quisqueyano y la ropa vieja cubiche humean en su tinta. La comida peruana aplaca el calor de los platos caribeños con el frío del ceviche. ¿Papa huancaína o arequipeña? ¿Anticuchos? ¿Se le quema el pan frente al horno al poeta (César Vallejo)?
Más abajo, en la esquina de la calle 78 de Broadway, vuelve a incidir lo chino-latino, esta vez desde el flanco cubano, en el restaurante La Caridad, donde las masitas de pollo frito en salsa y ajonjolí, con arroz chino y un arrollado primavera (egg roll), radicalizan el concepto de la mesura. Plato desbordante, cuyo impulso cae de bruces justo frente a la frontera de la glotonería, más allá de la cual resulta difícil legitimar un atracón así. Casi el mismo plato, ahora con camarones en salsa en vez de pollo, revoluciona la mesa dos días después, frente al caldo gallego y al rabo estofado de res de otros comensales.
Quizás como muro de contención ante la abundancia, el restaurante La Caridad 78 elide lo que todo cubano que transite por la acera de Broadway espera leer: a saber, que la Caridad a la que alude el restaurante es la de la Virgen del Cobre. Pero ese no es el único silencio que pone sobre la mesa el restaurante chino-cubano, cuyos recortes periodísticos de Rubén Blades, de visita en el restaurante, cubren una parte de la pared al entrar. En el menú, se habla de “comida china y criolla,” en vez de comida cubana. ¿Estalla el “enemigo rumor” de Lezama Lima: “Una oscura pradera me convida, / sus manteles estables y ceñidos…” Silencios que hablan: rumores amistosos. Hay comida para todos, dicen los manteles caritativos del restaurante.
Panorámica. De la 78 hasta el sur de Manhattan, el viaje en el subterráneo se llena de ruidos. En uno de los asientos del vagón, han pegado una calcomanía con esta cita del poeta dominicano Pastor de Moya: “El velorio y entierro del puerco [Pantalla del recuerdo / 3ª dimensión] Aparecen unas imágenes borrosas, parecidas a las mallas de algún serígrafo manco. Una pequeña multitud está a la espera de la llegada de un cerdo asado en la puya; el cual, en su interior, está relleno de un moro de gandules sabrosísimo que al final será degustado por los presentes, acompañado con la carne del ‘muertico’.”
El recorrido subterráneo evoca recuerdos de la poesía nuyorican. Pero no es hacia Loisaida adonde se dirige el tren, sino hacia la Spring St., no muy lejos de la cual nos espera una trampa turística: Lombardi’s, primera pizzería en Estados Unidos, establecida en 1905, cuya “pizza margherida” de tres ingredientes, minimalista, ancha y delgada, no vale lo que cobran. Le pedimos al mesero que nos retrate. De recuerdo, salimos con varios menús. Sobran dos pedazos de pizza que nos llevamos en una bolsita blanca.
A partir de Lombardi’s, la reflexión se bifurca. Por un lado, surge la propuesta de que, como la pizza “emblemática” de Nueva York, al fondo de la cual está la de Lombardi’s, no hay ninguna en las Américas. Simplemente: ¡es la mejor! Por otro lado, está la realidad de la pizza argentina (¿porteña?), cuya identidad como pizza —después de la de Nueva York— no tiene parangón en Latinoamérica. La consecuencia de esta revelación resulta devastadora: la pizza de Puerto Rico, un rebote de la de Nueva York, carece de identidad propia. No hay pizza boricua, sin embargo, tampoco la hay dominicana; solo los cubanos (¿de Miami?) se aventuran a hablar de una pizza cubana, de cuya existencia dudo… aunque no como Descartes (desmitificado por la filosofía de liberación de Enrique Dussel, para quien el “pienso, luego soy” del siglo XVII, está precedido por el “conquisto, luego soy” de finales del XV y del XVI).
En la servilleta, manchada con salsa de tomate, quedan estos versos de Catulo o la infamia de Roma (2009): “Sólo tus ojos de canicas rotas / (de mujer que se abre o me hipnotiza / –dátiles oscuros, uvas morenas / como tu higo reluciente de hormigas–) / se precipitan / contra el sonido / de mi lengua.”