Gladys del Estal y el valor de las víctimas
Los grandes medios de comunicación españoles no se cansan de evocar el sufrimiento causado por las acciones de ETA, pero raramente mencionan casos como el de Gladys del Estal, asesinada por el guardia civil José Martínez Salas el 3 de junio de 1979.
Hija de vascos exiliados en Venezuela, Gladys participaba en una concentración popular organizada en Tudela para protestar contra el Plan Energético Nacional y solicitar la paralización de la central nuclear de Lemóniz. Se trataba de un acto pacífico y autorizado, pero los antidisturbios cargaron violentamente contra los manifestantes y cuando un grupo realizó una sentada a la salida del puente que cruza el río Ebro, intervino la Guardia Civil. Un agente se acercó a Gladys. Según los testigos, le dirigió un comentario obsceno y la joven respondió con un insulto, recibiendo a cambio un brutal golpe en los riñones con la culata de un subfusil. Cayó al suelo y mientras intentaba levantarse, el agente le disparó un tiro en la nuca que salió por la nariz. A pesar de la trayectoria de la bala, la Audiencia de Pamplona estimó que había sido un caso de imprudencia temeraria e impuso la pena mínima: dieciocho meses de prisión menor.
Periko Solabarria, cura obrero y diputado de Herri Batasuna en esas fechas, se hallaba presente como un manifestante más: “Se murió en mis brazos –recuerda treinta y cuatro años después-, era una chica maravillosa de Donostia. Por la mañana, habíamos hablado en un quiosco de la Plaza de Tudela. Por la tarde, hicimos la sentada”. El asesino ni siquiera ingresó en prisión y en 1992 fue condecorado con la Cruz del Mérito Militar. Gladys sólo tenía 23 años. Es una de esas víctimas que casi nadie quiere recordar, pues rompe el relato idílico de una transición diseñada para garantizar la impunidad y los privilegios de las élites políticas y financieras del franquismo.
El 3 de junio de 1979 se había convocado un Día Internacional de Acción contra la Energía Nuclear. Se intentaba frenar la construcción de nuevas centrales nucleares y se protestaba contra el Polígono de tiro de las Bardenas, situado cerca de Tudela y aún en funcionamiento. Las movilizaciones tenían un carácter antimilitarista y pacifista, pero eso no impidió que la policía actuara con brutalidad desde el primer momento. Gladys era hija de Enrique del Estal, que había luchado en Euzko Gudarostea (Ejército Vasco) durante la Guerra Civil española. Estudiaba Químicas y trabajaba como programadora informática en una pequeña empresa. Pertenecía a un grupo ecologista de Egia, un barrio de Donostia.
La versión oficial del Gobierno Civil sostenía que el disparo se produjo durante un forcejeo y el Tribunal Supremo rechazó en 1984 el recurso de la familia, según el cual el agente José Martínez Salas había actuado con dolo y alevosía. Sin embargo, los testimonios del concejal Antonio Bueno y otros representantes municipales corroboran la denuncia de la familia. Aunque la Policía Armada afirmó que evitaría la violencia, las primeras cargas se produjeron hacia las 16:15, interrumpiendo un mitin antinuclear. Antonio Bueno habló con el teniente al mando, pero éste le contestó que habían recibido órdenes de sus superiores e hizo sonar un silbato. Al parecer, era la señal convenida para comenzar a arrojar pelotas de goma y botes de humo. Se produjeron escenas de pánico e impotencia.
Algunos manifestantes respondieron con piedras, pero se trataba de una batalla desigual entre una multitud desarmada y unas fuerzas antidisturbios instruidas para emplearse a fondo y sin contemplaciones. Al otro lado del puente del Ebro, esperaba la Guardia Civil, pues lo que aconteciera fuera del casco urbano era de su competencia. Los manifestantes improvisaron una sentada, sin adoptar un comportamiento violento o desafiante. Por eso, cuando sonó el disparo se formó un silencio lleno de estupor e incredulidad. El silencio no tardó en transformarse en gritos y lamentos. Gladys del Estal fue trasladada al centro de salud de Tudela. “Me es imposible explicar la escena que vimos –recuerda Milagros Rubio, por entonces teniente de alcalde-. La chica estaba completamente desnuda, ensangrentada. Estaban intentando reanimarla, porque todavía tenía pulso. Decían que estaba prácticamente muerta, pero intentaban reanimarla, sin conseguirlo”. Un médico comentó que le habían pegado un tiro de gracia, después de reventarle un riñón de un golpe. Durante el resto del día, continuaron las cargas y los enfrentamientos. La muerte de Gladys provocó una oleada de indignación que se reprimió con ferocidad. Ante la creciente violencia policial, el Ayuntamiento abrió sus puertas para ofrecer refugio a los manifestantes y celebró un pleno espontáneo, realizando un llamamiento a la huelga general hasta que se esclareciera el crimen y dimitiera el gobernador civil.
Un año más tarde cuatro mil personas se manifestaron en Tudela en memoria de Gladys. Encabezaba la marcha una pancarta: “Gladys, gogoan zaitugu (Gladys, no te olvidamos)”. Se depositaron flores y una ikurriña con un crespón negro en un monolito levantado en el lugar del asesinato, con la inscripción: “Gladys del Estal, asesinada en Tudela por defender el sol, el agua y la libertad. Nosotros no olvidamos. Gogoan zaitugu”. Se cantó el Eusko Gudariak y la Internacional, exigiendo justicia. Hacia las once y media de la noche, la Guardia Civil se acercó al monolito y lo retiró, añadiendo una nueva infamia a su negro historial.
Después de los accidentes de Chernóbil y Fukushima, no quedan muchos argumentos para seguir defendiendo la energía nuclear. Sólo un insensato podría apostar por una fuente de energía que ha causado tantas calamidades. Conviene recordar el caso de Gladys en un tiempo donde el cese de la lucha armada de ETA se presenta como una victoria de la democracia y se insiste en mantener la dispersión penitenciaria y la “doctrina Parot”, una aberración jurídica condenada por el Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea.
La democracia que ha derrotado al terrorismo es la misma que ha sido recientemente condenada por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en el caso de María Atxabal, torturada y violada por la Guardia Civil en 1996 durante el régimen de incomunicación. Acusada de colaborar con ETA, la Audiencia Nacional decretó su absolución, pero todavía hoy Atxabal sufre estrés postraumático y su vida está destrozada. Desgraciadamente, el caso de Atxabal no es una anomalía de un pasado reciente. Este mismo año, el Comité para la Prevención de la Tortura de la Unión Europea consideró “creíble y consistente” el testimonio de Beatriz Etxebarria, presunta activista de ETA, que denunció haber sido violada anal y vaginalmente en los calabozos de la Dirección General de la Guardia Civil en marzo de 2011. La agresión sexual se combinó con torturas, amenazas y humillaciones de todo tipo. Cualquiera que haya investigado el problema vasco o la actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado meneará la cabeza, pero no se sorprenderá.
La Fundación Euskal Memoria ha documentado 9.600 casos de torturas a presos políticos vascos en los últimos 60 años. En ese tiempo, sólo se han producido 19 condenas contra los agentes denunciados. En muchos casos, las sentencias han sido anuladas o se ha indultado a los condenados. Entre 1960 y 1977, se produjeron 10.000 detenciones en Euskal Herria. En el 70% de los casos, se utilizó la tortura. La Constitución de 1978 no cambió las cosas. Entre 1978 y 1989, se aplicó el régimen de incomunicación a 7.370 vascos. Un 40% denunciaron torturas; otros, optaron por el silencio, profundamente traumatizados por la experiencia. Desde entonces, se ha incomunicado a 1.633 personas y la mayoría han denunciado torturas. El número de casos es abrumador y evoca los horrores de Chile y Argentina. El Estado español y los grandes medios de comunicación niegan los hechos, repitiendo que ETA ha elaborado un manual interno para que sus activistas denuncien sistemáticamente falsas torturas. Esta patraña se resquebraja ante los informes de organismos internacionales tan poco sospechosos como Naciones Unidas o la misma Unión Europea. La opinión pública española suele desconocer estos hechos e ignora que Baltasar Garzón, presunto paladín de los derechos humanos, ha promovido y encubierto la tortura, prohibiendo partidos (Herri Batasuna) y cerrando editoriales (Ardi Bertzale) y periódicos (Egin). Joaquín Navarro, magistrado español que durante años mantuvo una relación de cercanía con Garzón, declaró a Gara: “Es un juez que se inventa casi todo. Lo que ocurre es que está actuando con el apoyo del poder político y el Ministerio del Interior. Garzón se permite el lujo de dictar autos de procesamiento o de prisión absolutamente fabulados, dando por demostradas vinculaciones orgánicas y funcionales de diversos sectores con ETA”. Si alguien quiere informarse con más detalle, le recomiendo “Garzón, la otra cara”, de Pepe Rei (Txalaparta).
En la entrevista que ETA concedió a Gara poco después de anunciar el cese definitivo e irreversible de su actividad armada, reconoció que la confrontación de las últimas décadas había “causado mucho sufrimiento”. No se refería tan sólo al Estado español, sino también a sus propias acciones. “No somos insensibles”, apuntaba, manifestando su “compromiso absoluto” de participar en la construcción de “un escenario de paz real y duradero”. Creo que esa paz no será posible sin reconocer a todas las víctimas mediante un ejercicio colectivo de memoria histórica. Sin embargo, ni siquiera se admite la violencia del Estado español, pese a las abrumadoras evidencias sobre la materia. En mi opinión, el asesinato de Gladys del Estal, que no pertenecía a ETA, debería inspirar una reflexión sobre el valor de las víctimas. No se trata de elegir entre Gladys del Estal o Miguel Ángel Blanco. El objetivo es que esos hechos no se repitan, emprendiendo un nuevo camino. Hay un conflicto real, con unas raíces muy profundas.
El abogado sudafricano Brian Currin, con veinte años de experiencia en mediación de conflictos particularmente espinosos (Irlanda del Norte, Turquía, Liberia, Madagascar, Palestina), aporta el punto de vista de la sensatez y la razón: “ETA no es el tema central –afirma en una entrevista con John Carlin (El País, 25-IX-2001)–. El tema central es que hay mucha gente en el País Vasco cuyas aspiraciones están en conflicto con la Constitución española. De hecho, muchos creen que les fue impuesta. No se puede simplificar hablando de buenos y malos. Estamos hablando de sentimientos que tiene un peso político real. Esto es lo que hay que tratar de resolver a través de un proceso de paz, o de negociación o de diálogo, o llámelo lo que uno quiera”.
Gladys del Estal fue una víctima inocente de la Guardia Civil, un cuerpo que debería haberse disuelto durante la transición, si realmente hubiera existido un propósito sincero de cambio y no un simple continuismo orquestado por la oligarquía franquista. Creo que cada caso de torturas prolonga la muerte de Gladys del Estal, alimentando sentimientos de indignación, rabia y encono. No hay ninguna razón democrática para negar a los pueblos del Estado español el derecho a escoger libremente su futuro.
La verdadera “regeneración democrática” (una muletilla agitada últimamente por la derecha ultraliberal) debería consistir en reconocer que la historia del Estado español, lejos de ser ejemplar, está manchada por el genocidio y la tortura. Durante cuatro décadas, el franquismo intentó exterminar a la izquierda y a los independentistas. Sólo en la posguerra, se asesinó a más de 300.000 personas: 192.000 después de farsas judiciales; 113.000, sin juicio y, de hecho, sus restos aún se encuentran repartidos en más de mil fosas clandestinas. Algunos historiadores sostienen que Rodolfo Martín Villa se encargó personalmente de destruir miles de pruebas.
Está claro que sólo se podrá hablar de paz y reconciliación, cuando se lleve a cabo una reparación real y desaparezcan de una vez por todas los símbolos más odiosos del franquismo. Desde luego, destinar 237 millones de euros para sufragar la rehabilitación del Valle de los Caídos significa apostar por la humillación de las víctimas de la dictadura. No menosprecio el sufrimiento de nadie, pero creo que no todas las víctimas son iguales en dignidad y derechos. Sería moralmente intolerable colocar al mismo nivel la muerte de Melitón Manzanas, brutal torturador al que el gobierno de Aznar honró con la Medalla de Oro al Mérito Civil, y el asesinato de Gladys del Estal, ecologista, joven, idealista, valiente y comprometida.
El precio de la paz nunca puede ser el agravio a la verdad y, a diferencia del sádico comisario Manzanas, Gladys se merece nuestro recuerdo emocionado. Tudela le dedicó una calle y en Donostia llaman “Gladys Enea” al Parque Cristina Enea, situado en el barrio de Egia. Las instituciones raramente hacen justicia, pero los pueblos no olvidan a sus héroes y a sus mártires. Creo que Gladys habría agradecido este homenaje popular, con esa sonrisa que aún nos emociona al contemplar su retrato.