¡España, mañana, será republicana!
Para Kaos en la Red.
Colaboro en este espacio desde hace algo más de un año. Lo hago con mis opiniones personales, también con mi modesta aportación económica, que permite que, otros que no comparten mis ideas, puedan también expresar las suyas.
Desde aquel primer comentario que le mandé a Kaosenlared han sido éstos numerosos y de diverso índole. Pero hoy que me llega el anuncio de que, si la gente no colabora de forma económica, corremos el riesgo de desaparecer, con lo que esto supone para todos los que, desde distintas opciones políticas ponemos nuestras palabras aquí. También pregunto para qué viene a escribir y a hacer públicas uno sus ideas en este lugar de debate: ¿escribimos para una clientela de antemano convocada aquí para que lea y aplauda nuestras opiniones o hemos de aceptar de antemano que Kaos es un avispero donde cualquier opinión puede ser combatida por su contrario?
Creo que lo único que nos une a la inmensa mayoría de los que aquí colaboramos es nuestro posicionamiento antifascista, exactamente lo mismo que unía a los hombres de Aragón, de Castilla, Andalucía, etc. etc. en aquellos ya lejanos días de nuestra guerra antifascista de1936.
De tarde en tarde mis comentarios aquí, aunque de forma muy minoritaria, son tachados de “obreristas”, de “españolista desesperado”.
Si por obrerista se entiende haber adquirido una conciencia de clase a lo largo de una dura experiencia laboral de casi 50 años, casi se me hace un honor, en lugar de descalificarme.
Obreros eran los cinco compañeros asesinados por la policía en la iglesia de Vitoria, en 1976; obreros los asesinados en Granada, el que lo fue en Trebujena, los abogados del despacho de la calle Atocha, Pedro Patiño, los jóvenes asesinados en el “caso Almería”. Obreros, trabajadores, jornaleros, peones…los que tomaron las armas el mismo dieciocho de julio de 1936 para defender la República, en Madrid, en Las Palmas de Gran Canaria, en Barcelona, en Extremadura. Trabajadores los que tomaron las armas para combatir al franquismo en las sierras de este país, en las ciudades, en el Valle de Arán. Trabajadores los que promovieron las grandes huelgas de los años sesenta, en minas y fábricas; allí donde había un hombre libre, una mujer con dignidad, un obrero con conciencia de clase. Obreros los que mantuvieron viva la llama de la resistencia durante casi cuarenta años en nombre del Partido, pese a las caídas. Asalariados, productores…los “mártires de Chicago”, las mujeres quemadas vivas durante una huelga en una fábrica de algodón estadounidense, Sacco y Vanzetti, los vilmente asesinados durante la huelga de Santa María de Iquique, los héroes anónimos de la obra de Alfonso Sastre, La tierra roja. Trabajadores, aquellos para los que escribiera lo mejor de su obra poética Miguel Hernández. Trabajadores, gentes en paro, estudiantes, jubilados, amas de casa, los que hoy mismo llenan plazas y calles para exigir responsabilidades por la barbarie desatada por los bancos y los políticos sin escrúpulos.
No los puedo cuantificar pero, con don Manuel Azaña a la cabeza, soy de aquellos hombres y mujeres soñadores que siempre creyeron que los obreros de estos pueblos, unidos a los intelectuales, a los estudiantes, a los que trabajan la tierra, tienen una misión, y ésta es continuar, culminar un proyecto que se inició en 1931.
Permitidme que, entre Cambó y Azaña, me quede con el que electrizó a las masas obreras e intelectuales en ateneos, plazas de toros, teatros, y allí donde pudiera ser oído, en aquellos días de 1931 y subsiguientes. Entre el “Emperador del Paralelo” y don Juan Negrín, me quedo con el expresidente de Gobierno. Entre los señores esos de la foto de la ofrenda floral en la mañana de la Diada (Mas, Felip Puig y demás), me quedo con “Pasionaria”, Prieto, Largo, Jiménez de Asúa.
Como hace un siglo, como desde el nacimiento mismo de las tesis socialistas de Marx, una ola de anticomunismo viene a envolvernos y a querer invadir nuestras vidas, como si estuviéramos condenados a padecer eternamente la maldición de los generales africanistas de marras, así como las descalificaciones de sus enemigos.
En su ánimo reduccionista, algunos pretenden condenarnos, a los que todavía creemos en una España federada en una III República -tratando de confundirnos-, mencionando, para intentar devaluar nuestro discurso, a los Millán Astray. Pues bien, a estos señores me permito decirles que, a más del mencionado general, España es también don Francisco Giner de los Ríos, Antonio Machado, Emiliano Barral, Rafael Alberti, Renau, Picasso, Hidalgo de Cisneros, las “Trece rosas”, Salinas, Guillén… Por cada militar o ideólogo fascista que me nombren, existen millares de hombres y mujeres de bien que se llevaron hasta la tumba el nombre de España. Y creo innecesario citar aquí los innumerables combatientes españoles que cayeron en los campos de Europa luchando contra el nazismo y reclamándose republicanos españoles. Existieron los Muñoz Grandes de la División 250; pero en la Rusia soviética también cayó Rubén, el hijo de Dolores Ibárruri. Existieron los García Escámez, los Moscardó, los Mola, los Sanjurjo; los Primo de Rivera, Goded, Fanjul, Cortés, Carrero Blanco; los Serrano Súñer, los Cabanellas; claro que existieron los Dávila, los Aranda, los García Valiño, los Jordana, Ledesma Ramos; el coronel Imaz y toda su cohorte de torturadores; los Martínez Anido, Solchaga, Varela etc. etc. etc.
Parece que se olvida con frecuencia que, por estos caminos del señor Cervantes, además del corsario Botín y de Tejero, también se prodigaron los numerosos Alejandro Casona, los Ramón Gaya, los Cernuda, María Moliner, Carmen Conde, R. J. Sender, Sánchez Barbudo, María Zambrano, todos aquellos que con M.B. Cossio llevaron por los pueblos más olvidados las obras de Goya, de Lope, Velázquez, Murillo, de la mano entusiasta de las Misiones Pedagógicas.
No se pretende desde estas líneas que ustedes, los que queman en público banderas monárquicas – suponiendo que éstas nos representan a todos los españoles- se sientan “más cómodos en España”.
Pero tampoco esperen nuestra mayor estima por desear abandonar el proyecto. No esperen la comprensión de los que escogemos quedarnos en la “escuálida” España de nuestros amados poetas, en la España del botijo, de la sangría y de la pana –también del sagrado corazón en algunas puertas -qué se le va a hacer: no todos podemos presumir de una Sagrada Familia en mitad de la plaza del pueblo-.
Antes me cortaré yo mismo ambas manos que aplaudir el paso de los “juguetes” de cualquier general faccioso por la Via Laietana o por cualquiera de las calles de estas tierras hispanas. Pero no pretendan ustedes equivocarnos con sus discursos.
Los que aún nos sentimos españoles, pese a lo llovido desde que salimos a las calles exigiendo con ustedes aquello de ¡libertad, amnistía y estatuto de autonomía!; aquella izquierda cien veces burlada, vilipendiada, pero también ilusionada con un proyecto en el que cupiéramos todos, con nuestras diferencias, con nuestros propios acentos; por encima de los reyes y de los santos que adornan las vidrieras y los códices, éstos, por graves y grandes que hayan sido los crímenes cometidos en el nombre de la unidad y en del nombre de España en el pasado, aún pregonamos con orgullo nuestra nacionalidad.
No pretendan ustedes, encima, que nos sintamos culpables porque de los cuarteles de España salieran los generales y los banqueros que sofocaron los sueños de libertad y de independencia de Cataluña o de Euskadi. De aquellos cuarteles y de aquellos bancos e iglesias también salieron para domar a todos los pueblos, por igual. Aquí no se salvó nadie si no fue por el terror, que no hubo compasión. Pasaron el nivel, y todo miembro que sobresalía por cima lo mutilaron.
Se puede entender que, hartos de la “tiranía” de una España que “no los comprende”, decidan escoger su propio camino. Pero no van a convencernos de que, los que nos quedamos, lo hacemos por fidelidad a todos aquellos generales, a aquellos obispos que bendecían la “santa cruzada”; aquellos personajes con apellidos “nobles” que aún hoy, inmerecidamente, más allá de su propia muerte, a costa de casi un millón de vidas, se ganaron el galardón del rótulo de una calle en el callejero de nuestras ciudades.
Van a tener que hacer ustedes un esfuerzo intelectual complementario para convencernos de que, los que nos quedamos en este barco somos solo la España casposa, la del porrón bajo la parra en los días de calor; la del futbolín en las mañanas, después de misa; la de la siesta. Todavía aquella España de los carros tirados por mulas y debajo el perro atado con una soga. En tanto ustedes, habilidosos con su hacienda, con su cultura de país mediterráneo, con su industria, su carácter, que les hace más próximos a Europa que a los de Lepe, ya se ven más cerca de Berlín o de Bruselas que el chavalote que hoy me deja las garrafas de agua en la puerta.
De estos cuarteles, de estos hoteles, de estos palacios, de estas calles; de estas ciudades y barrios salieron los generales, los falangistas, inmorales empresarios, chivatos dispuestos a escalar una plaza en el “nuevo régimen”; sargentos y cabos con muy pocos escrúpulos que soñaban con una o más estrellas. Toda la literatura de posguerra de estos pueblos nos abre sus páginas hoy para hacer entender a cualquiera que sepa leer que España toda fue víctima de un gran “progrom”, y el que no se sumó a él padeció sus duras más duras consecuencias.
A la hora de aceptar la posibilidad de una fractura de la España actual tengo que admitir que mis sentimientos son encontrados. De un lado está la convicción de que los obreros, acosados por los programas de ajustes de los Gobiernos reaccionarios, defendemos nuestros derechos mucho mejor unidos en colectivos humanos que divididos en banderías. De otro, el convencimiento de que no existe Constitución capaz de unir a los pueblos de una realidad histórica si la voluntad de sus hombres y mujeres no les vincula nada más allá de la letra de esa Constitución. Pobre España nuestra si ésta no fuese más que el Monasterio de San Millán de la Cogolla; ese ejército cuyo fin primordial –dicen ellos- es velar por la integridad de España. Pobre idea de España si su unidad se sustenta tan solo en las puntas de las bayonetas de ese ejército que vinculamos más al golpe de Estado, al capítulo de los gastos desmesurados, al abandono a su suerte de aquellos otros españoles que vieron negados sus sueños de independencia tras el abandono de los territorios del Sáhara por las tropas españolas, hace ahora treintaisiete años.
Es más que evidente que la fractura de España está planteada desde mucho antes de que la actual Constitución sancionara el actual estado de las cosas. Si hay algo que nos une a soberanistas y a los que no participamos de la escisión es la urgencia de una consulta sobre la posible necesidad de la independencia de aquellos territorios que no desean seguir vinculados al proyecto actual de España. Mas, si ésa consulta es urgente, nosotros, republicanos y gentes de distinta condición política, exigimos así mismo la apertura de un proceso constituyente que nos saque a todos estos pueblos de este marasmo en el que actualmente vivimos. Este fango en el que España parece encallada.
Pero no pretendan que, los que sí nos quedamos, lo hacemos por afinidad a los Reyes Católicos, al cardenal Cisneros, a Torquemada y las piras de libros en las ciudades; a las expulsiones de hebreos y árabes de un pasado que nos humilla a todos por igual, al nacionalcatolicismo, a la España de Felipe II y del millonario Juan March.
Somos la España del Opus, la de la Guardia Civil, la del “toro de la Vega”, la del toro de los Osborne y la del 18 de julio; la del ¡puta España! y el ¡arriba España!, y eso no lo borra ni la madre que los parió a todos ellos. Pero también somos la España renovadora y progresista de Rafael del Riego, de Mariana Pineda, de Torrijos, de Prim, de Berlanga y de Bardém; de Buñuel, de Benito Pérez Galdós y de Clarín; de Bergamín, de Emilio Prados, de Aleixandre, de Chillida, de Tapies, Antonio López, Buero Vallejo, Genovés, Miguel Delibes, de Marañón y de Falla; la de Fermín Galán y García Hernández, la de Lorca, la de Lope, Calderón, el Arcipreste de Hita, la de Quevedo; la de Enrique Granados, Grande Covián, Ochoa, Juan Gris, Solana, los Halfter, Pablo Iglesias, Jardiel Poncela, Juan Ramón, Jiménez Díaz, Victoria Kent, la Arenal, Martín Santos, Miguel Mihura, Mingote, Forges, Cajal, Arturo Soria, Sorolla, Torres Quevedo, Valle Inclán, la Sirgu, Narciso Yepes, Nicanor Zabaleta, Víctor Erice, Torrente Ballester Rafael de Penagos, Manuel Altolaguirre, San Juan de la Cruz, Marco Aurelio, Trajano, Adriano, Sanpedro, Julio Romero de Torres, Julio Llamazares, Corpus Barga, Muñoz Molina y Agapito Marazuela, la de Carlos Cano, El Pernales…
Además de José Antonio Primo de Rivera, de Emilio Romero, de Manuel Fraga y de Martín Villa; España es también Américo Castro, Castelao Carlos Saura, y León Felipe, y El Roto y Haro Tecglen y Manuel Rivas y Blasco Ibáñez y Jorge Manrique y Tuñón de Lara, Velázquez, La Argentina, Bécquer, Gerardo Diego, Garfias, Falla; los Millares, Felo Monzón, los Goytisolo, Maimónides, Séneca, Azorín, Rosalía y Cristino García, y Diéguez, y Larrañaga y Manuela Malasaña, Miguel Servet, Blanco White, y los que, tras perder aquella desgraciada guerra, se sembraron por más de medio mundo para liberar a Europa del nazismo, para llevar la ciencia y la cultura española allí donde fueron requeridos.
Durante décadas, los franquistas se empeñaron en adoctrinarnos con la idea de que la II República solo fue Paracuellos, la quema de conventos y de iglesias, la huelga y el separatismo. Muchos, tuvimos que hacer un gran recorrido para descubrir que, tras tanta mentira –incluido que Guernica había sido destruida por los propios “rojos”-, se ocultaban las páginas más apasionantes y enriquecedoras de nuestra historia común reciente. España también es Herrera y El Escorial, Santiago de Compostela y el maestro Mateo, Villanueva y el Prado, y, por qué no -asumámoslo con todas sus consecuencias-, Colón y el grito de ¡tierra!, de Rodrigo de Triana.
Puede no gustarnos pero, algunas de las piedras que nos cobijan de la lluvia, tantas de las universidades donde hoy estudian nuestros jóvenes, fueron levantadas merced a aquellas empresas que nos llevaron en el pasado, con una cruz en una mano y la espada en la otra, por los caminos del mundo; por esa España que cargó una maleta de cartón al hombro en las estaciones de las posguerra, tras la pérdida de la última guerra civil, para buscarse la vida en Europa y en América.
Por lo visto, ahora se invierten los términos y es desde sectores de ¿izquierda? que se echa por tierra todo aquello que huela a español.
Pues bien, amamos España pese a sus verdugos del pasado. Amamos España con sus Miguel de Molina, Tomás de Antequera, sus barracas de feria, su humo de los churros en días de verbena; sus tardes de parchís, sus partidas de petanca, con las canciones de la Piquer de fondo, pese a El cordobés y al Manolo Escobar; pese Pavía y a la Brunete; pese a las corridas de toros, pese a ser una de las primeras potencias en fabricación de armamento, pese a la Pantoja y a Telecinco, pese a Pizarro, Legazpi, Lope de Aguirre y Cortés. Amamos España pese a sus colas ante la oficina del INEM, pese a los suicidios por desahucio, pese a que no tenga arreglo, o precisamente porque lo tiene.
Quizás a algunos, cuando mencionan el nombre de esta nación, les salgan los nombres de Companys, de Ferrer Guardia, de Francisco Cruz Salido, Salvador Puig Antich, de Julián Zugazagoitia, entre los muchos fusilados por la España reaccionaria del siglo XX. También están presentes en mi memoria como parte intrínseca e irrenunciable de la historia de estos pueblos.
A mí particularmente, sin obviar a ninguno de los que cayeron en el pasado en las luchas por el progreso, además de todos estos y de los miles y miles que no nombro, cuando digo español estoy diciendo Borges, Cortázar, Rafael Somoza, César Vallejo y Pablo Neruda y Violeta y Víctor y el Che, que también hablaba mi idioma, y García Márquez y Ciro Alegría y Eduardo Galeano y Benedetti, Gabriela Mistral, José Martí y su La edad de oro, Juan Rulfo y su Pedro Páramo; Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, y toda esa nómina de autores hispanoamericanos herederos de las Crónicas Emilianenses y de la gramática de Lebrija.
Me es especialmente grato saber que, además de Los milagros de Nuestra Señora, de La conquista del Estado y El lazarillo de Tormes, en esta lengua nuestra, que no en la de Shakespeare, se escribió el Martín Fierro, y las Leyendas de Guatemala, y el Yo pisaré las calles de Santiago nuevamente, de Pablo Milanés; y aquellas últimas y dignas palabras del Presidente Allende, ya cercado por las balas fascistas. Ese idioma que ha hecho posible que, con la complicidad de Ángeles Mastretta, Marcela Serrano y Guioconda Belli, nos permitiera participar de esa fiesta sin precio, esa celebración que son cada uno de sus libros.
Por encima de lo que la Iglesia, el Ejército, los reyes y los dueños de este país hicieran en el pasado (y en el presente) en nombre de España, queda el gesto de aquel puñado de gente decente que, hace ochenta años, posibilitaron que en las pizarras de los colegios de esta nación se escribiera aquello de:
“España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”.
Por mucho que se empeñen algunos, lo español no es sólo el ¡Santiago y cierra España! de marras, es también una pancarta colgada en la calle Toledo del Madrid del treintaiseis, con una poderosa consigna que ha viajado en el tiempo por los países que no se resignan a ser aplastados por el imperialismo y sus mercados:
¡El fascismo quiere conquistar Madrid.
Madrid será la tumba del fascismo!
¡No pasarán!
En castellano, para que no haya dudas, se escribió en los muros de este desdichado país, hace ya setentaicinco años también:
¡Tierra y libertad!
Y ahí quedo, para todo el que sepa leer castellano y quiera, y sin copyright, para todo el que quiera usarlo.
Español y muy español el ¡muera la inteligencia!, el ¡antes una España roja que una España rota!, pero también aquel:
“Lo cierto es que el pueblo español fue el único que se alzó, con las armas en la mano, contra el fascismo, y se mire como se mire, eso no lo borrará nadie”, de Max Aub.
Por último, para no resultar cansino, decir que defendemos la idea de España porque en ese concepto caben Aragón, Euskadi, Valencia, Extremadura, todos los andaluces, todos los castellanos, todos los madrileños, todos los mallorquines, todos los navarros, todos los catalanes, todos los gallegos, todos los canarios, todos los astures, los melillenses y los ceutíes, los cántabros y los murcianos, los de la Rioja, los manchegos y los leoneses. En tanto que en el proyecto secesionista no cabe lo español.