James Salter: años luz (clásicos del siglo XX)
Piloto de aviones de caza de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, James Arnold Horowitz se ofreció voluntario para luchar en la guerra de Corea. Participó en cien misiones y derribó un MiG-15 soviético. Oriundo de Nueva York, nació en 1925 e ingresó en West Point por tradición familiar. Su padre era el coronel Louis G. Horowitz. Cuando inició su carrera literaria cambió su nombre por el de James Salter. Los editores rechazaron su primer manuscrito, pero cuando al fin se publicó con el título The Hunters obtuvo cierto éxito y se adaptó al cine, con Robert Mitchum como protagonista. La versión de Hollywood no reflejaba el tono fatalista y desencantado del libro, que narraba las tendencias autodestructivas de un joven piloto de combate, incapaz de conseguir la reputación de otros compañeros más ineptos, pero con un espíritu más ambicioso y arribista. Salter no cuestiona la guerra ni el papel de Estados Unidos en el mundo. Al igual que Antoine De Saint-Exupéry, exalta el coraje y la mística del piloto familiarizado con los accidentes, la soledad y la muerte. A diferencia de George Orwell, no realiza un canto a la camaradería masculina, pues considera que las relaciones humanas están abocadas al fracaso, la incomprensión o el desengaño. Salter no es un personaje simpático. De hecho, sus compañeros de West Point le llamaban el “horrible Horowitz”. Sin embargo, su obra literaria se encuentra entre las más notables del siglo XX.
En 1975, publicó Años luz, una novela que recrea la decadencia de un matrimonio norteamericano, cuya vida transcurre plácidamente en una casa de campo situada a las afueras de Nueva York. La casa no es una simple vivienda, sino la encarnación de una utopía. Situada a orillas del río Hudson, es una espaciosa mansión victoriana inundada por la luz del este. Está rodeada por otras casas similares y por árboles altos y frondosos. Los pájaros y las gaviotas sobrevuelan un paisaje que reproduce las telas intimistas de la pintura holandesa y las fantasías oníricas de Turner y Gainsborough. En ese mundo idílico, viven Viri, un joven arquitecto judío, y su esposa Nedra, una mujer esbelta, elegante, desinhibida y con la belleza de una modelo de Christian Dior. Son los padres de Franca y Danny, dos niñas que identifican su infancia con el paraíso, pues su rutina no discurre entre rascacielos, sino en compañía de animales domésticos: un perro, un conejo, un poni, una tortuga. Sin embargo, ese paraíso es un espejismo. Lo deforme y lo injusto también anidan en el Edén. La hija de unos vecinos sufre la amputación de una pierna y, meses más tarde, muere de una infección. La existencia es un corto vuelo que esconde “una aterradora insignificancia”. Viri y Nedra parecen la pareja perfecta, pero ni siquiera se tocan los pies en la cama. Ambos mantienen relaciones extraconyugales e intentan no pensar demasiado en su matrimonio. Viri considera que hay dos clases de vida: la que se muestra públicamente y la que discurre de forma secreta y clandestina. No son peripecias paralelas, sino fuerzas que conspiran mutuamente, hasta producirse la inevitable colisión que destruirá las apariencias y los convencionalismos sociales.
James Salter nos deslumbra desde las primeras páginas con su prosa: poética, profunda, rebosante de metáforas y hallazgos verbales. Salter escribe con la perspectiva de un pintor, que se demora en la materia y la luz. Su extraordinaria sensibilidad le obliga a reparar en las formas, pero también en los olores y en las vivencias colectivas. Los amantes se embriagan con el olor de un cuerpo desnudo e impaciente por fundirse con el otro. La carne trasciende la razón y el artificio, devolviéndonos la inmediatez del instinto. Las ciudades no son simples aglomeraciones. Nueva York posee “el aroma de los sueños. Incluso los que han sido rechazados por ella no pueden abandonarla”. El estilo no estrangula el relato, que discurre con enorme fluidez gracias a los diálogos chispeantes, las intuiciones poéticas y las oportunas elipsis. Viri y Nedra confunden la dicha con el orden y la serenidad, pero no tardan en descubrir que la vida no se abastece de interpretaciones, sino de pasión y energía. La felicidad no es una acuarela armoniosa. Cada elección implica la demolición de otras alternativas. Es imposible corregir esa paradoja. Conviene ser irreflexivo, ciego y resuelto, como la tortuga que se pasea por el jardín de su casa. No se puede apaciguar la pasión con una pantomima, que sólo esconde una mentira. Nedra le confiesa a Jivan, uno de sus amantes, que siente una “terrible dependencia de los otros”, una irrefrenable “necesidad de amar”. No es un impulso emocional, sino algo físico e incontrolable, que sólo se aplaca con la humillación y el dolor. “Cuando me haces eso”, admite Nedra, refiriéndose al sexo anal, “tengo la sensación de que me voy tan lejos que no podré volver”. Salter no describe el sexo como una experiencia de comunión y reciprocidad, sino como una enajenación, donde el placer se parece a los espasmos involuntarios de una rana asfixiada por una serpiente o la crispación de un puño que hunde las uñas en su propia carne.
Nedra no ignora que el matrimonio convierte “el afecto desesperado” en “conocimiento” y el conocimiento –en este caso- no es sabiduría, sino resignación ante los límites, angustia disfrazada de conformidad. Saber eso transforma a Nedra en una figura trágica, que especula con el futuro de sus hijas. Desea que ellas “conozcan tanto la santidad como la degradación, la primera sin ignorancia y la segunda sin humillación”. El amor es entrega, generosidad, pero también egoísmo, ansia de placer, traición. No es posible amar sin aceptar la degradación de ser un objeto para el otro, pero se puede ser un objeto voluntariamente, sin perder la dignidad. Los amantes se hunden en la carne ajena y se despersonalizan. Su hambre es una forma de canibalismo. Su agotamiento después de cada coito, un breve indulto hasta que se reinicia la depredación. Nedra se entrega a Jivan como “una mujer que huye para salvar la vida”, sin preocuparse de gemir como una yegua o llorar como una niña. Las acometidas de su amante son “un monólogo, como un chirrido de remos” que revela la distancia entre los cuerpos, unidos por la cópula, pero escindidos por la percepción individual del acto. Nedra desea para sus hijas “lo imposible, no en el sentido de lo inalcanzable, sino en el sentido de lo puro”. Es decir, una vida plena y sin imposturas. No quiere que se parezcan a Viri, incapaz de experimentar emociones intensas. Su carácter pusilánime sólo le permite alentar un “odio débil y difuso”. De hecho, Viri actúa como un pelele con Kaya, una amante que le traiciona con otros y que le hace sentir como “un hombre desvalido”, un pobre adúltero condenado a poseer cuerpos que le escatiman los gritos y los suspiros, limitándose a complacerle con la indulgencia reservada a un perro enfermo o abandonado. Cuando Nedra le pide el divorcio, lejos de hervir de ira, siente que su cuerpo se ha convertido en un cadáver lavado con las frías aguas del río Hudson.
Franca hereda el carácter de su madre y Danny el de su padre. Su débil autoestima provoca que cambie su nombre. Prefiere ser Karen y no la niña que creció en un hogar que escenificaba una falsa felicidad, con un padre “idiota, alfeñique, fracasado”. Karen no quiere ser borrosa ni afable, sino una conquistadora “irresistible, asesina”, excitando el deseo de los otros hasta el enloquecimiento y la renuncia a cualquier objeción moral. El sexo es materia, realidad, vida. La virtud sólo es un vacío desolador, un pobre consuelo, un otoño interminable. El corazón debe mandar y “el corazón no tiene lealtades ni esperanzas”. Sólo conoce la urgencia y el éxtasis de sentir al otro, disolviéndose en las convulsiones del orgasmo. La vida de los otros nos ilumina y nos hace arder como teas, que se adentran en la noche oscura del deseo. El amor no es compasivo. “El amor tiene que romperte los huesos”. Después de su primera experiencia sexual, Karen no se avergüenza de su desnudez, sino de sus ropas: “Las ropas le parecían pueriles, artificiales”. Lo único natural y verdadero es el deseo, pero el deseo a veces no concibe un futuro. Por eso, Nedra escribe a uno de sus amantes: “Te amo muchísimo hoy”.
El tiempo no es indulgente con los que deja atrás. Cuando Nedra supera los cuarenta años, se mira en el espejo y se pregunta: ¿Dónde está “esa joven alta cuya risa hace que la gente girase la cabeza, cuya risa deslumbrante caía en las reuniones como dinero en mesas de restaurantes, nieve sobre casas de campo, la mañana en el mar?”. La vejez es triste y umbría, sin fuego ni poesía. “Ni siquiera el valor sirve de ayuda”. Nedra no se lamenta de su divorcio ni de sus relaciones posteriores, casi siempre malogradas por las circunstancias o por la sinrazón del deseo, que se desplaza de un objeto a otro, sin otro propósito que una gratificación efímera e inmediata. Nedra se ríe cuando su ex marido le pregunta si es feliz. La felicidad no le importa. “Ella quería ser libre” y lo ha conseguido. El absoluto no es una abstracción, sino una alcoba donde los amantes se laceran sin compasión. Al ser penetrada, Nedra chilla como “un animal sacrificado” y siente que su cuerpo recibe “grandes hachazos, contundentes, […], largos, inacabables, como la tala de un árbol”. Son sus últimos días de plenitud. Sabe que “no podrá recuperarlos”. Para ella, “la vida consiste únicamente en apetitos”, pero poco a poco te quedas sin dientes para morder el fruto anhelado. Ser verdaderamente libre –opina Nedra- consiste en someterse al capricho del deseo. Es una paradoja, pero esa servidumbre es la difícil conquista de uno mismo que sólo unos pocos son capaces de consumar. El pan de la vida es el sexo, pero el sexo también es muerte, abolición del yo, aniquilación del otro. Nedra se mueve en los niveles más profundos de la mente, “en las estructuras básicas de la vida”, según afirma Lia, la joven esposa italiana de Viri. Aunque critica su forma de obrar, Lia se ofrece a Viri como un objeto, como una “puta”, imitando inconscientemente a Nedra. Le pide que haga lo que quiera con su cuerpo, sin respetar ningún límite, pero Viri, que no se atreve a llegar tan lejos como su ex mujer le hace el amor con tristeza, casi como un anciano que agota sus escasas fuerzas sobre un cuerpo adolescente. Después, piensa que ya no le queda nada, salvo la compañía de ese Dios en el que no cree. Su judaísmo sólo es una nota biográfica que no ha soportado la ofensiva de la razón.
Al final de su vida, Nedra piensa que el único amor verdadero es el filial, pero en sus entrañas aún palpita el deseo. No se arrepiente de nada y no se deja seducir por la nostalgia de una utopía malograda, pero se pregunta si el deseo es realmente lo que busca la vida o una suspensión de la vida, que no soporta la carga de una mente lastrada por la necesidad de hallar sentido a las cosas y obrar conforme a una ética. No vivimos el tiempo necesario para averiguarlo. En su madurez, Nedra sólo sabe que el amor a los hijos sobrevive a cualquier contingencia y no está condicionado por la tiranía del instinto. “Estar próximo a un hijo –admite-, por quien uno lo da todo, cuya vida está protegida y nutrida por la tuya propia, tener a ese hijo a tu lado es la alegría verdadera, la más profunda, la única”. Nedra muere a los cuarenta y siete años, rápida y discretamente, como una hoja que se desprende de un árbol. Viri no acude al entierro, pero regresa a la vieja casa con vistas al río para merodear por sus alrededores. El paisaje se ha transformado por completo. Se han levantado apartamentos, hay una gasolinera y la tierra parece haber cambiado de color. Pese a todo, algo permanece. Estupefacto, reconoce a la tortuga que compró a sus hijas, caminando lentamente entre las hojas. Se agacha y la recoge. Su cara, “impasible y juiciosa”, sugiere que el ser humano nunca conocerá su paz interior, donde no hay espacio para dilemas morales ni dolorosas elecciones. Años luz es una novela hermosa, tierna y cruel, que muestra el poder del instinto y la miseria de la razón, incapaz de alumbrar sueños que aplaquen nuestra sed de infinito.