Kant en la aldea de Angrois
“Sapere aude” (Atrévete a pensar)
Locución latina
Suele decirse que a las personas solo se las conoce realmente en los momentos críticos. Por eso, las gentes de Angrois no necesitan presentación; son leyenda. Ya “nunca máis” el toponimio “Angrois” será sinónimo de lugareños rudos y retraídos, como lo define el Diccionario Enciclopédico Gallego-Castellano de Eladio Rodríguez. En adelante, la sabiduría popular lo asociará como la aldea donde “el pueblo manda”. Un sitio de la misma categoría moral que esa “Grándola, villa morena” de sus primos del sur.
Porque Angrois cumplió, pero el Estado no. No el personal del Estado, ojo, sino el Estado artefacto, la burocracia, la casta dirigente, como en el Prestige, el Metro de Valencia, etc. Los profesionales y los amateurs de Angrois estuvieron al quite para aliviar la tragedia en la medida de sus posibilidades. Pero la coordinación estatal falló estrepitosamente. Los funcionarios, la maraña de cargos y mandamases que lideran el escalafón, no dieron la talla. Solo el coraje de los paisanos limitó los daños de la negligencia gubernamental. No es un fallo de Estado, es un Estado fallido, un simulacro de organización cívilizada. Como la crisis económica que padecemos. Otro crimen de Estado.
Sucesos como el de Angrois y fiascos como el del Estado panóptico incitan como revulsivo otras formas positivas de cohesión social. Cada vez con más motivos. Si hoy el terrible accidente ferroviario ha puesto en valor la cultura de la autogestión y la ejemplaridad ciudadana, que tanto recelo provocan entre nuestros engreídos representantes, hace tiempo que las políticas de austeridad vienen denunciando la lenidad de un sistema que condena a la miseria a millones de personas. Una exclusión que por contra ha permitido descubrir el inagotable potencial de la democracia directa, las virtudes de las políticas de proximidad y la bondad del activismo sin peajes. De esa contundente madera de boj nacieron el 15M, las plataformas antidesahucios, las mareas alternativas y otras formas de resistencia que prefiguran a escala reducida un modelo de sociedad al margen del botafumeiro del Estado.
En realidad hace tiempo que esa rueda estaba inventada. Desde muchos años atrás el instinto del pueblo llano ha ido tejiendo emotivas experiencias de hecho que negaban la doctrina del Estado de des-echo. Y en esto Galiza ha sido pionera. Desde las amplias movilizaciones para contener el chapapote del Prestige en su litoral, hasta la infinita hospitalidad de esas familias que acogen cada verano a miles de niños saharahuis con la misma rotundidad con que en el pasado sus padres fueron traicionados por ese Estado cleptómano que nos devora entregándoles a su enemigo marroquí.
Un confuso cruce de realidades que debería hacernos pensar en la paradoja que Immanuel Kant estableció entre los conceptos “público” y “privado” en su Aufklärung (¿Qué es la Ilustración?), donde de manera chocante habla de las autoridades como depositarias de “lo privado” y de los individuos como seres dotados del atributo de “lo público”. Un “desde arriba” y un “desde abajo” que contraría nuestra secular arqueología de los saberes establecidos, pero que visto en la perspectiva de lo que el leviatán estatal realmente representa adquiere toda su lógica. Porque, sostiene el filósofo, los políticos y los funcionarios están sometidos a la obediencia debida y, como tales, solo proyectan estímulos privados, constreñidos como se hallan por sus retribuidas tareas. Mientras que las personas de a pie, los individuos, la gente normal, el pueblo sin aditivos, exentos de esa disciplina limitadora y tarifada, son quienes realmente actúan desde lo público aportando valores universales. Sin duda, contemplado con la óptica de lo visto en la tragedia de Angrois, Kant estaba en lo cierto. Lo público es un atributo consustancial de “los de abajo”, mientras que lo privado conlleva una encomienda de “los de arriba”. En este contexto es en el que algunos porfiamos que lo “estatal no es lo público”, como pregona el neoliberalismo capitalista de Estado para “privatizar” los beneficios y “socializar” las pérdidas sin costes de transacción.
Así pues, más que hablar de público o privado habría que pensar en términos de “desde abajo” o “desde arriba”, sabiendo también que solo ese único vector no resuelve totalmente la cuestión emancipatoria. Es preciso que a la indudable legitimidad que entraña actuar desde abajo, y por tanto respaldado por una mayoría social, se añadan valores democráticos y humanistas. Lo mismo sucede con el planteamiento derecha-izquierda, como aproximaciones de “desde arriba” y “desde abajo”. Son condición necesaria, pero nunca suficiente. Las continuas denuncias de corrupción a diestro y siniestro lo demuestran. Ciertamente la alarma social está monopolizada por la alta corrupción, la de cuello blanco, la que perpetra con prepotencia y relativa impunidad la oligarquía dominante. Pero esa corrupción “desde arriba” y “por la derecha” no agota la cuestión. Resultaría incompleto e incluso reducionista no contrastarla con la otra corrupción que procede de las cúpulas de las organización representativas, afincadas en el sector de la “izquierda” y con el predicamento de manejarse “desde abajo”.
Apiñemos unos ejemplos referidos a la izquierda política y sindical realmente existente para mejor argumentar la presente crisis de valores y la relativa irrelevancia de las denominaciones de origen. El caso de Comisiones Obreras, el sindicato de trabajadores mayoritario, por ejemplo. ¿En qué pauta de la “izquierda” y “desde abajo” debe inscribirse la acción de unas siglas cuyos dirigentes pasan de la cabecera de la central a representar la Marca España, fichar por la patronal del Instituto de Empresa Familiar o colaborar con la reaccionaria FAES (caso José María Fidalgo); o que hacen compatible la secretaria federal de la sección de Finanzas y Seguros (COMFIA) con participar como tertuliana en la radio ultra Intereconomía y recibir favores económicos de la gran banca (caso María Jesús Paredes); o que cobran sobrecomisiones multimillonarias por gestionar despidos colectivos (caso de los EREs andaluces); o que suscriben informes de expertos para desprestigiar el sistema público de pensiones (caso del Director de Gabinete de Estudios Miguel Angel García); o que ocultan remesas económicas recibidas de empresarios relacionados con la financiación ilegal del PP (caso donaciones de Villar Mir a la fundación del sindicato); o, en fin, que no ocultan su estrecha relación con narcotraficantes y dirigentes de la derecha con responsabilidad en áreas de su actividad sindical (caso de la responsable de Sanidad de CCOO con el capo Marcial Dorado y Núñez Feijóo cuando este era número dos de la Consejería de Sanidad de la Xunta).
Será desde abajo y desde la izquierda, pero no hay en estos episodios asomo de ejemplaridad. Como tampoco lo hay en los que afectan a su equivalente en el plano político, Izquierda Unida, el partido que aparece mejor situado para captar el desplome electoral del PSOE como falso mascarón de proa de la oposición. Ni sus silencios cómplices ante la ingente corrupción institucional de sus ayer socios de gobierno en el Principado de Asturias y hoy en la Comunidad de Andalucía (casos Marea y EREs); ni el ocultismo con ha manejado la actuación de su representante en el consejo de administración de Caja Madrid-Bankia, Juan Antonio Moral Santín, como vicepresidente de la entidad y factotum del encumbramiento de Miguel Blesa a la presidencia, en el affaire bancario; ni, en menor medida, ni haber retenido las cotizaciones sociales de las nóminas de sus propios trabajadores, abonan una trayectoria halagueña. Aunque a menudo se disculpe con el consabido de que “son unos de los nuestros”, o la cantinela de otorgar para “no hacer el juego a la derecha”
Lógicamente existe una enorme distancia, cualitativa y cuantitativa, entre la corrupción que afecta a la oligarquía y la que salpica a esos sectores de la oposición política y sindical. Pero el contagio es una realidad a dos bandas. Podía decirse que la actualmente corrupción es sistémica. Que tanto la derecha como la izquierda con vocación de poder son permeables a sus cantos de sirena, unos por acción y otros por activa omisión. Lo que acorta distancias éticas entre ambas orillas. Y no todos son iguales. Porque lo mismo, pero totalmente al revés, es lo que se observa cuando se pone el foco en los de abajo que carecen de empoderamiento político, económico o social, los que no están en la carrera por el poder. Aquí no existe corrupción, en todo caso se la sufre por endosamiento de las consecuencias de la acción criminal de los de arriba. Y además esa virtud de “sin tacha” carece de connotación ideológica determinada. Gentes de la derecha y gentes de la izquierda, puestos en la coyuntura, actúan con idéntica ejemplaridad. Angrois es la prueba. Como el hecho insólito poco ponderado de que a pesar de que la crisis económica se haya cebado sobre las clases más humildes haya descendido notablemente el número de delitos contra las personas. Lo que nos lleva a deducir que algo debe ir mal en lo estatal asumido como lo público (que Kant entiende como lo privado real) que impele esa lamentable inversión de valores. El hecho de que las últimas encuestas de opinión señalen que el 48% de los españoles piensa abstenerse en las elecciones, superando en más de dos puntos la confianza depositada en PP y PSOE juntos, algo indica sobre la percepción de este problema por la ciudadanía.
Todo lo que rodea al asunto de la catástrofe ferroviaria en Galiza refuerza esta panorámica. Se prejuzga la responsabilidad del maquinista sin más ni mas cuando la moda es poner por delante la “presunción de inocencia” cuando se trata de la corrupción política y económica. Y se obvian las zonas oscuras del trágico suceso porque el lobby de las infraestructuras y de la alta velocidad ha impuesto la omertá entre los medios de comunicación y las autoridades. Incluso el presidente de la Xunta, cuando aún se contaban por decenas los cadáveres, tiene la desfachatez de pedir que no se hagan especulaciones sobre las causas del descarrilamiento porque puede afectar a la cartera de pedidos de la Marca España.
Otra vez la muerte tiene precio. Porque el fenomenal negocio de las infraestructuras y la alta velocidad en España es la madre de todas las batallas. Más de 45.000 millones de euros han costado los 3.100 kilómetros de red del AVE que han convertido a nuestro país en líder mundial en su especialidad gracias a la generosidad de los gobiernos de PSOE y PP que sindicaron su estrategia para vertebrar el territorio mediante trenes-bala a costa del contribuyente. ¿Hay alguna relación entre estas inversiones públicas y la generosidad con que los contratistas realizan donaciones económicas a ambos partidos? ¿Por qué nosotros nos volcamos en la estrategia AVE cuando potencias económicas como Francia la han desechado por falta de “rentabilidad social”? ¿A qué se debe que siendo la segunda nación más montañosa de Europa tras Suiza el duopolio dinástico hegemónico haya optado por tender la mayor red de autopistas y autovías del viejo continente? Estas son respuestas que no se dan y debates que ni siquiera se plantean. ¿Alguien ha solicitado al ex ministro de Fomento José Blanco una explicación convincente sobre el hecho de que su departamento optara por limitar el sistema de seguridad y frenado habitual del AVE hasta 7 kilómetros antes de la estación en el tramo Orense-Santiago? ¿En qué cabeza cabe que se fíe al buen criterio, físico y psíquico, de un único conductor la maniobra de “aterrizaje” de un convoy que circula a casi 200 kilómetros por hora?
Llegados a este extremo, la pregunta ofende: ¿qué genio de la lámpara ha montado este tinglado que justifica no solo la dominación y la explotación de unos pocos sobre los muchos, sino que además convierte a los malhechores en salvadores de la patria?. Recapitulemos. Un sector de representantes electos, teóricos adjudicatarios de lo publico, que en realidad personifican lo privado. Una mayoría social de representados, depositarios en origen de lo público, que admiten su deslocalización en lo privado, y una institucionalización de lo falso público como estatal para mejor mercantilizar lo privado real, completan el eterno drama de la servidumbre voluntaria. Y otra vez la cuestión sería: ¿en qué momento de su desarrollo se jodió la humanidad?. Kant lo tiene claro. Desde que nos privamos de la funesta manía de pensar: ”Ilustración -asegura- significa el abandono por parte del hombre de la minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esa minoría de edad supone la incapacidad de servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro”. Y si no que venga Kant y lo vea.
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