La boda esperpéntica de Miguel Hernández
Por Arturo del Villar. LQSomos.
Ahora que estamos conmemorando los 80 años de la muerte de Miguel Hernández en una cárcel de la dictadura fascista, es útil meditar sobre el fanatismo de los clérigos catolicorromanos, capaces de forzar a una persona a renunciar a sus ideas para someterse a las que ellos imponen. Alegan el axioma vicioso convertido en dogma de que Extra Ecclesiam nulla salus, impuesto a sangre y fuego, causante de incontables crímenes.
En Derecho y en simple lógica, las confesiones obtenidas mediante la violencia carecen de valor, pero en el criterio de la Iglesia catolicorromana son aceptables: por ello los verdugos de la Inquisición torturaban a los reos con los más feroces suplicios físicos, hasta obtener la confesión deseada, y a continuación los mandaban a la hoguera para “matar el cuerpo y salvar el alma”. Fue el método utilizado con Miguel Hernández en 1942, porque si no lo enviaron a morir en la hoguera sabían que solamente le quedaban unos días de vida cuando lo sometieron a sus torturas psíquicas.
Después de pasearlo por once cárceles custodiado siempre por dos guardias civiles, en lo que constituyó un suplicio continuado con el refinamiento fascista contra un vencido en la guerra, finalmente el 28 de junio de 1941 ingresó en el penal de Alicante, llamado Reformatorio de Adultos, que iba a ser su última morada en esta tierra tan madrastra para él. Carece de explicación lógica ese turismo carcelario, que conllevó un elevado gasto económico en unas circunstancias adversas. Solamente se comprende por un sadismo criminal de los vencedores sobre el enemigo derrotado, con el fin de mantenerlo inquieto y aumentar su dolor por hallarse privado de libertad.
Tantos traslados en condiciones deficientes le hicieron enfermar de bronquitis, que los médicos carcelarios curaron mal, y su salud se complicó más al contagiarse de tifus a comienzos de diciembre, con la característica fiebre alta. A todo ello se añadían los dolores crónicos de cabeza. El declive final lo proporcionó un neumotórax que inutilizó su pulmón izquierdo. El médico del penal propuso su traslado al sanatorio antituberculoso de Porta Coeli en Valencia, porque en la enfermería de la cárcel no se disponía de medios técnicos para su atención, ni siquiera había algodón para realizar las curas, pero las autoridades carcelarias dilataron tomar una decisión mientras se examinaba su expediente. Había que castigar con la mayor dureza no sólo al miliciano que combatió con las armas a los militares monárquicos sublevados, sino principalmente al propagandista de la legalidad constitucional con sus escritos en prosa y verso. Sufrió abundantes hemorragias, y su cuerpo llagado despedía un hedor repulsivo. Padecía enormes dolores, que no preocupaban a los carceleros.
El chantaje religioso
Se había puesto en marcha la “operación conversión del comunista”. Si no la diseñó al menos la inspiró el clérigo Luis Almarcha, el que había pagado la edición de su primer libro, Perito en lunas, en 1933. Entonces protegía a Hernández porque escribía versos de temática religiosa, y hasta compuso un auto sacramental anacrónico, porque ese género literario es característico del Barroco del siglo XVII, carente de vigencia en el XX. Mantenía bien sujeto al poeta en Orihuela, hasta que se trasladó a vivir en Madrid definitivamente en febrero de 1935, y el contacto con los intelectuales de la capital le hizo renunciar a sus ideales pueblerinos de sacristía y procesión por los de libertad y revolución, que le animaron a ingresar en el Partido Comunista.
Almarcha vio la oportunidad de hacer volver al réprobo a su redil, como un cordero arrepentido. Se hallaba en muy buenas relaciones con los militares vencedores, tanto que fue designado obispo de León en 1944, en la terna que el jefe del Estado presentaba al papa romano para que él decidiese. Esta facultad estaba concedida secularmente a los reyes españoles, y se la apropió su sucesor tras la guerra, con el visto bueno vaticano. Pudo haber conseguido la libertad inmediata de Hernández, por cualquier disculpa técnica. Pero lo que quiso fue dominarlo, hacerle pagar el abandono de la sacristía por la militancia comunista. Se acercó a visitarle en el lecho de muerte, para recomendarle que se retractara de sus escritos y sus actos como miliciano, a lo que el moribundo se negó, porque eso hubiera sido tanto como renegar de su identidad. Volvió a intervenir en la vida de Hernández para atormentarlo en sus últimos días, con una absoluta falta de piedad característica de quienes se consideran poseedores de la verdad.
La operación continuó despiadada, sin conmoverse ante la situación terminal del enfermo, sino al contrario, aprovechándola en su beneficio. El capellán de la prisión, Salvador Pérez Lledó, otro nombre para añadir a la Historia universal de la infamia, insistió ante el moribundo para que se casara canónicamente con la madre de su hijo, explicándole que al haberse casado sólo civilmente en 1937 ese matrimonio carecía de validez para la legislación del nuevo régimen salido de la guerra, y por lo mismo Josefina era una madre soltera de un hijo de padre desconocido.
Tenía razón al someterlo al chantaje, porque la ley absolutamente legal promulgada por el Gobierno constitucional de la Republica el 28 de junio de 1932, relativa al matrimonio civil obligatorio, había sido ilegalmente derogada por otra ley ilegítima promulgada el 12 de marzo de 1938 por el ilícito Gobierno rebelde de los militares sublevados, imponiendo el matrimonio catolicorromano como único válido en el territorio conquistado, que acabó siendo toda España.
Por un motivo de fuerza mayor
Sabedor de su próxima muerte, Hernández quiso asegurar la herencia de su obra literaria, su única posesión, en las personas de su esposa y de su hijo, una vez que fueran considerados legítimos ambos. Únicamente por este motivo aceptó someterse a la ceremonia impuesta, en contra de sus convicciones. Era un caso de fuerza mayor. Sus obligaciones como marido y como padre le conminaban para buscar el medio de legarles una herencia que nadie les discutiera, y que él sabía suficiente para proporcionarles el disfrute de unos derechos de autor muy holgados, cuando la censura fascista autorizase la publicación de sus obras literarias.
Se sometió incluso a la denigrante ceremonia de confesar sus pecados al capellán de la prisión, que serían los considerados tales por los vencedores: el haber combatido contra ellos con el fusil y la pluma en defensa de la República, como miliciano comunista.
Una vez todo conforme con la voluntad de la clerigalla, que no con la de los contrayentes, el 4 de marzo de 1942 se escenificó el esperpento de la boda religiosa en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante, en donde quedó registrado el documento oficial. El acto era nulo de pleno derecho, puesto que los contrayentes comparecían obligados por la fuerza del chantaje, sin intervención de su voluntad. Fue una pantomima absurda carente de legitimidad, que nada más podían admitir aquellos clérigos desaprensivos acostumbrados a imponer sus opiniones sin argumentos, con la fuerza del poder concedido de real orden, en aquel caso de fascista orden.
Solamente unos fanáticos carentes del menor atisbo de humanidad podían ser capaces de valerse de la agonía de un enfermo desahuciado para obligarle a someterse a sus rituales. La única confesión cristiana que considera un sacramento el matrimonio es la catolicorromana; para las restantes simplemente es un contrato realizado ante la comunidad, que es lo lógico. La secta catolicorromana ignora la lógica, obligada por su intransigencia obcecada. Mantiene la norma seguida por los inquisidores, de matar al cuerpo con la intención de salvar el alma.
Para premiar su total sumisión a la religión de los militares vencedores, el día 21 la Dirección General de Prisiones autorizó “la conducción de este penado al sanatorio antituberculoso de Porta Coeli (Valencia), para ser sometido a tratamiento”: esperaron a que estuviera casado canónicamente para permitir su traslado, cuando su estado físico lo hacía imposible. Fue un crimen alevoso premeditado.
A las cinco y media de la madrugada del 28 de marzo de 1942 falleció en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante Miguel Hernández, uno de los más grandes poetas castellanos de la historia, castigado por haber defendido la legalidad constitucional en el frente de batalla y en su escritura. Los militares sublevados fueron los culpables de su triste muerte, y los clérigos que los acompañaban sus cómplices.
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