La capital de Atenea
“Bienvenido a casa.” La frase abre la web oficial de turismo griego, como una síntesis de la primera impresión al desembarcar en el aeropuerto Venizelos de Atenas. Incluso quien nunca antes puso un pie en Grecia suele sentir cierta sensación de retorno: tal vez porque, como invitan los afiches en la manga al bajar del avión, uno está yendo a ver “las fotos de sus libros de historia”.
La Grecia de los libros y de los catálogos de los museos se hace realidad, pero también la Grecia de la crisis y de las manifestaciones contra las imposiciones europeas, que están a la orden del día. La ciudad tiene una larga, larga historia desde aquellos tiempos dorados del Siglo de Pericles, y las huellas de ese paso son visibles en sus ruinas, en sus calles, en sus barrios y en su gente. Sin duda, es posible que Atenas resulte algo caótica a los viajeros que llegan desde algunas latitudes, anglosajonas o nórdicas… pero ¿qué podría sorprender a un porteño en una gran ciudad mediterránea? Más que sorpresa, aquí lo que nace es cierta complicidad y a veces hasta una sensación de familiaridad, de déjàvu, que se produce ante alguna fachada, alguna vereda, alguna esquina que podría mudarse de Atenas mágicamente hacia algún barrio de Buenos Aires. Claro que el primer vistazo a un cartel callejero, a la vidriera de un negocio o a cualquier diario trae rápidamente a la realidad: hasta el alfabeto (una de las incontables palabras de origen griego que cada día usamos sin pensarlo) es diferente, y Acrópolis como la de Atenas hay una sola en este mundo.
La plaza Syntagma
Los alrededores de la plaza Syntagma están entre los lugares favoritos de los viajeros para alojarse en Atenas, sobre todo porque permiten estar a un paso de las paradas de metro y los colectivos urbanos. Además significa estar en el centro de la vida ateniense: no en vano la Plaza de la Constitución –tal su significado– es el lugar que los griegos eligen para protestar, estratégicamente enfrente del Parlamento. En el último año, la plaza se cansó de ser noticia por las masivas manifestaciones en contra de los recortes que impone la Unión Europea: parecen muy atrás los tiempos de frivolidad, allá cuando –en los lejanos ’60– fueron recibidos en la plaza el heredero del trono español, Juan Carlos, y su novia, la princesa Sofía de Grecia.
Pero más allá de la cercanía con Plaka y la Acrópolis, o de los medios de transporte, la plaza Sytagma es un destino en sí misma porque aquí se ve a los famosos guardias del Parlamento griego, los evzones, que custodian la Tumba del Soldado Desconocido. Cada hora se realiza el cambio de guardia, y entonces los evzones brindan un increíble espectáculo de simetría y precisión que parece más una danza rigurosamente cronometrada que una ceremonia oficial. Antiguamente integrantes de la élite de la infantería ligera del ejército griego, hoy son miembros de la guardia presidencial, pero lo que han conservado, y los distingue, es una curiosa vestimenta tradicional: sobre todo la fustanela, una falda plisada con 400 pliegues que simbolizan los 400 años de servidumbre bajo la ocupación turca; el farion, una boina de fieltro rojo con un pompón negro, y los tsarouchia, zapatos enteramente realizados a mano que pesan alrededor de tres kilos el par y fueron creados expresamente –duros y pesados– para los combates cuerpo a cuerpo. No hay turista a quien no le llame la atención el enorme pompón que también complementa la punta de estos zapatos, y aunque hoy parezca un accesorio démodé, en realidad servía para ocultar una hoja bien afilada que les permitía a los soldados, incluso desarmados, seguir defendiéndose hasta al final a fuerza de patadas.
Más allá de la seriedad del caso –la Tumba del Soldado Desconocido exhibe unas graves citas del discurso de Pericles en la Guerra del Peloponeso y está flanqueada por los nombres de numerosas batallas–, el rito de los visitantes es sacarse una foto con los guardias, que prestan un inmóvil consentimiento, a pesar de que a veces las risas, los flashes y la insistencia de los turistas resultan molestos, no sólo para ellos sino también para los espectadores. El cambio de guardia se realiza todos los días, cada hora impar, pero es ideal verlo un domingo, cuando la ceremonia va acompañada con música y participan más evzones de lo habitual.
En la plaza Syntagma, además, hay una importante parada de metro, un McDonald’s muy concurrido que ofrece wifi gratis (como algunas estaciones de subte) justo del lado opuesto al Parlamento, y está el punto de partida de la numeración de las calles griegas (que, punto en común con estas latitudes, tienen de un lado la numeración par y enfrente la impar). Resulta entonces el lugar ideal para poner proa hacia “el” lugar en Atenas, la Acrópolis, el lugar que se visita sí o sí, aunque sólo haya 24 horas en la capital griega.
La colina de Atenea
El viajero que emerge de las entrañas de la tierra en la estación de metro Acrópolis habrá realizado un viaje inmediato al pasado, aterrizando exactamente a los pies del Partenón. Y a un paso de Plaka, barrio turístico si los hay, pero que a partir del atardecer gana un encanto ineludible.
Lo mejor es llegar bien temprano, porque la Acrópolis es el lugar más concurrido de Atenas, y desde mayo a septiembre los días suelen ser calurosos. Vale recordar que la palabra designaba en realidad el lugar más alto de cualquier antigua ciudad griega, de modo que hay Acrópolis por ejemplo en Micenas, pero la de Atenas es la más célebre y visitada de todas. Mapa y botellita de agua en mano, hay que buscar la entrada y comenzar el recorrido, que resulta ideal hacer con un guía: muchos, verdaderos expertos en la historia y la mitología griegas, se ofrecen al pie mismo de la colina, en todos los idiomas.
La visita a la colina que domina la capital, aquella coronada por el templo dedicado a la diosa Atenea, es casi una procesión: si bien hay muchos monumentos y restos de templos, todos se dirigen al mismo lugar y a medida que se sube se van oyendo todos los idiomas del mundo. La entrada propiamente dicha se realiza por los Propileos, un gran pórtico que tiene al sur el templo de Atenea Niké (es decir, Atenea Victoriosa, aquí representada sin alas, como era común en las estatuas de la Victoria –vale recordar la Victoria de Samotracia–) para simbolizar que la diosa no se movería de Atenas. Pero el templo más famoso es el templo de Atenea Partenos (Virgen), es decir, el Partenón.
Desde el Partenón, situado en el punto más alto de la colina, hay una vista espectacular sobre Plaka y el resto de la populosa Atenas. Sin embargo, cuesta despegar la vista del templo, diezmado por los ingleses, que tienen sus mármoles en las salas del Museo Británico: de hecho, es imposible no sentir el despojo frente a estos frontispicios desnudos y estas columnas que resisten erguidas el paso del tiempo. Los reclamos griegos por los llamados “mármoles de Elgin” (por el nombre del lord inglés que los llevó a Londres) comenzaron en los años ’80, cuando era ministra de Cultura Melina Mercouri: para la actriz y activista contra la dictadura de los coroneles, el reclamo griego se apoyaba en la ilegalidad del traslado de los mármoles, ya que habían sido comprados a los ocupantes turcos. El Partenón, decía Mercouri, “es el monumento que mejor representa nuestra cultura y la democracia, y queremos devolverle su belleza”. Pero fue en vano. Veinte años después de su muerte, una estatua la homenajea en una placita de la avenida Amalias, frente al Arco de Adriano: el visitante la verá una y otra vez en sus paseos por Atenas, gracias a su ubicación céntrica. Pero sus reclamos fueron desoídos, y los mármoles del Partenón siguen siendo la estrella del Museo Británico.
Mientras tanto, a un lado del templo de Atenea Partenos hay otro, el Erecteion, famoso porque aquí están fijadas para la eternidad seis cariátides (que son en realidad réplicas de cinco estatuas hoy custodiadas en el Museo de la Acrópolis, y una sexta en el Museo Británico). El resto de la colina invita a quedarse todo el día, porque aquí están también el Teatro de Dioniso, donde se representaban las tragedias de Esquilo y Sófocles, el contiguo Odeón, donde hoy se organizan conciertos, el magníficamente conservado templo de Hefesto y el Agora de Atenas, cuidadosamente restaurada y dedicada a la exhibición de esculturas de distintas etapas de la historia griega.
La visita a la Acrópolis tiene su conclusión natural en el museo que le está dedicado, a pasos de la colina. Junto con el Museo Arqueológico Nacional, son los dos museos imperdibles de Atenas, los que resumen la quintaesencia de esa cultura extraordinaria que se desarrolló hace más de 2500 años a orillas del Mediterráneo y que proyectó su sabiduría y desarrollo científico hasta hoy: basta pensar en la economía, astronomía, geometría, matemáticas, mecánica, filosofía…; la lista de disciplinas –todas con nombres de origen griego– nacidas en esta tierra es apenas un indicio de la extraordinaria ebullición cultural de aquellos tiempos.
Rumbo a Plaka
Apenas cae la tarde se ilumina Plaka, el pintoresco barrio al pie del Partenón donde se concentran tabernas, bares y restaurantes. Sobre un lado del Partenón, antes de internarse en las callecitas del barrio, vale la pena pasear por la avenida Dionysiou Areopagitou, siguiendo el itinerario peatonal que va de la avenida Vasilissis Amalias hasta el arco de Adriano, y sigue estrechándose hasta la entrada de la Acrópolis. Sombreada por olivos plantados a ambos lados de la calle, con fácil acceso a algunas de las ruinas de este corazón arqueológico de Atenas, el paseo es uno de los preferidos de los atenienses: aquí hay chicos patinando, familias que pasean, turistas sacando fotos, todos bajo el abrazo protector de la Acrópolis. La avenida tiene cierto aire señorial, gracias a varios edificios de frente neoclásico y modernista levantados desde fines del siglo XIX, y sobre todo respira tranquilidad y dolce vita.
Plaka, por su parte, está a pocos pasos. Muchos lo descalifican por “turístico” –de hecho está lleno de negocios de recuerdos de todo tipo y tamaño, de buen gusto y mal gusto, como en cualquier lugar del mundo donde se concentran excursiones y turistas– pero no es motivo suficiente para restarle encanto. Algunos, entusiastas, lo llaman “el barrio de los dioses”: en todo caso, los dioses aparecen en miniatura en todas las vidrieras, cada uno reconocible gracias a sus atributos clásicos. Está Zeus, adusto en su trono de rey del Olimpo; Atenas, con su casco y su lechuza; Hermes, el de alas en los pies; Poseidón con su tridente; Afrodita, con tradicional belleza.
Basta acercarse a Plaka a la caída del sol para escuchar la música tradicional griega que tocan los músicos callejeros –aquí cada uno puede ser Zorba– o se escapa de los locales nocturnos, donde se repite el rito de romper los platos y sumarse a las danzas con los locales. En Plaka hay iglesias, plazas y monumentos, como la plaza de Filómosu Eterías, la principal del barrio, desbordante de negocios y cafés para tomar algo en la vereda, pero lo mejor es recorrer las callecitas sin fijarse un destino preciso: de todos modos, se llegará a un lugar atractivo sin necesidad de buscarlo. Por supuesto, es el lugar ideal para probar los platos típicos griegos: una mesa bien puesta es una auténtica fiesta de aceitunas kalamata (las negras, conservadas en salmuera, que caraecterizan a la ensalada griega), aceite de oliva, pistachos, suvlaki (brochettes de carne de pollo o cerdo), pan de pita y el popular gyros, para comer directamente en la calle. El postre, claro, no se pregunta: yogur griego con miel, algo así como el néctar y ambrosía de los dioses
* Publicado en “Página12”.