La doctrina Parot, el engendro Belloch y el austericidio
Asumamos la carga de prueba (onus probandi), y en vez de glosar el vapuleo de Estraburgo a la mal denominada “doctrina Parot”, expongamos el fotomatón de la realidad penal española. O sea, la flagrante contradicción que reflejan las estadísticas sobre presos y delitos, que destruye el argumentario represivo de que se ha dotado el sistema desde la transición.
Ahí va: por un lado, según datos oficiales, España el el país europeo con más presos por cada 100.000 habitantes, exactamente 153,6; mientras por el otro, a decir de esas mismas fuentes, somos el que tiene menor tasa de criminalidad por 10.000 habitantes, 45,8 frente a la media de 69,1 de la UE. Entonces, ¿a que viene esa política vengativa a que nos tienen acostumbrados los distintos gobiernos del PSOE y del PP? ¿Se ha utilizado el terrorismo etarra para justificar la institucionalización del código penal del enemigo como mecanismo de control social? Rotundamente sí. Y eso es lo que ha venido a demostrar palmariamente la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) al fallar por unanimidad contra la doctrina Parot, ese “atajo procesal” que desvirtuaba la reinserción social al referir al total de las condenas y no al tiempo de cumplimiento la redención de penas por el trabajo.
La sentencia de la corte europea, calificada por el melifluo Mariano Rajoy de “injusta y equivocada”, ha desmontado así la especie del Reino de España como un Estado de Derecho, como antes el austericidio imputado a la crisis acabó con el espejismo del Estado Social. En resumen, en ambos casos, con el concurso indispensable de las fuerzas políticas turnantes que constituyen el duopolio dinástico hegemónico, PP y PSOE, la ficción de Estado Democrático ha saltado por los aires. Cabría incluso afirmar, mutatis mutandis, que el principio de justicia universal que el Estado español se ha negado reiteradamente a aplicar en su jurisdicción para perseguir los crímenes del franquismo, como evidencia que la causa haya tenido que ser abierta en Argentina por la acción espontánea de ciudadanos particulares, ha sido en alguna medida compensado por la resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.
A quien el TEDH condena es al Estado salido de la transición, no al régimen precedente que aquel heredó. Ciertamente, aunque la doctrina Parot tiene muchos de los rasgos homicidas que identificaban a aquella dictadura, no salió de sus instituciones, sino de las de la democracia formal que le siguió. De hecho, un análisis cabal, yendo de los efectos a las causas, debería cambiar su denominación. Y en vez de hablar de “doctrina Parot”, haciendo recaer la responsabilidad del término en su víctima, el miembro de ETA Henri Parot, tendría que llevar la marca y seña de quien lo engendró: el biministro socialista de Justicia e Interior Juan Alberto Belloch.
El cambio de las reglas para el cómputo de la redención de penas por el trabajo, de acuerdo a lo fijado en el Código Penal de 1973, lo perpetró el actual alcalde de Zaragoza. A Belloch, y por tanto el gobierno socialista de la época, se debe la formulación del Código Penal de 1995, también llamado código penal de la democracia, en cuyo texto se disponía por primera vez lo siguiente:”…el juez o tribunal, atendiendo a la peligrosidad criminal del penado, podrá acordar motivadamente que los beneficios penitenciarios y el cómputo del tiempo para la libertad condicional se refieran a la totalidad de penas impuestas en las sentencias” (Artículo 78). Lo demás vino rorado, las modificaciones agravatorias en el Código Penal de 2003, en plena era aznarista; su refrendo por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo en 2006, creando jurisprudencia, y el respaldo definitivo del Tribunal Constitucional en 2012, aún con ascendente “progresista” en su composición. Esta fue la increíble perversión legal que permititó que el “código penal de la democracia” superara en crueldad punitiva al de la dictadura, a la espera del butrón jurídico que prepara el actual ministro de Justicia del PP Alberto Ruíz-Gallardón. Por cierto, la “normativa Belloch” también recogió pioneramente la protección legal de la Familia Real, por linea de ascendentes y descendentes, con penas de prisión y multas ante posibles injurias y calumnias (Artículo 490, punto 3).
Tal amancebamiento entre franquismo y neodemócratas a través de la “ley del Talión” supera el marco de la mera e inocente casualidad si tenemos en cuenta sus antecedentes y consecuencias, que actúan más como agravantes que como eximentes. Una de ellas, y la más notoria, aunque la desmemoria programada haya hecho estragos ya casi irreparables, es que la petición de mano dura, ahora denunciada por la Corte Europea, fue avalada por las fuerzas políticas que diseñaron la transición, cuya clave de bóveda era el consenso y por tanto la impunidad penal. El borrón y cuenta nueva, la auto-amnistía como ley de punto final, recientemente ratificada por el Supremo en el caso de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica para investigar los crímenes de franquismo. Es decir, la no exigencia de ningún tipo de responsabilidad a los artífices y máximos valedores de aquel régimen criminal fue la base de la construcción del nuevo Estado.
El otro elemento que renueva los lazos entre ambos sistemas políticos redunda en la arbitrariedad de la propia aplicación de la “doctrina Parot-Belloch”. Mientras, como ha sentenciado Estrasburgo, se hizo una aplicación retroactiva para presos de perfil político antirégimen, en casos que afectaban a “ovejas negras” del sistema se empleo la lectura más beneficiosa para el reo. Así fue como el ex general Enrique Rodríguez Galindo, condenado a 75 años de prisión por el secuestro y asesinato de los jóvenes vasos Lasa y Zabala, obtenía recientemente la libertad provisional habiendo cumplido tan solo 4 años y 4 meses de condena. Se da la circunstancia de que fue el entonces titular de Interior, Belloch, fundador de la Asociación Pro Derechos Humanos del País Vasco y antiguo portavoz de Jueces para la Democracia, quien aprobó el ascenso a general de Galindo en marzo de 1995, cuando ya existían serías sospechas sobre la implicación del jefe de la guardia civil en la “guerra sucia” contra ETA.
Con ser todo esto de una gravedad inapelable, que sin duda hubiera permanecido sepultada por la fanfarria patriotera habitual de no haber sido por la intervención in extremis de Estrasburgo, lo más preocupante a nivel político es la dinámica de apoyo social con que la clase dirigente envuelve estas medidas reaccionarias y atentatorias contra los mínimos democráticos para, albarda sobre albarda, añadir a su dudosa legalidad una legitimidad impostada como fruto de la “demanda social”. El enaltecimiento de la barbarie, la represión, la crueldad y el autoritarismo por los medios de comunicación (ahí están los nauseabundos realitys sobre sucesos como la desaparición de las niñas de Alcácer y tantos otros de semejante ralea), la clase política y los representantes institucionales (la Defensora del Pueblo ha corrido a lamentar el fallo de Estrasburgo), constituyen un nuevo ¡vivan las caenas! que hace que a menudo sea el propio pueblo el silente legislador de estos atropellos. Que un periódico como El País, no La Razón o ABC, titulara la noticia del TEDH diciendo “La justicia europea abre la puerta a la excarcelación de presos de ETA”, nos debe dar una idea de hasta dónde ha llegado la banalidad de mal.
La clonación de los de abajo por los intereses de los de arriba, a través de una continúa fabricación social de la realidad al dente, se ha convertido en un lugar sin límites, una dictablanda, que hace innecesario el uso de procedimientos de dominación y explotación más expeditivos y visibles, como en tiempos de la dictadura. La aprobación de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para declarar patrimonio Inmaterial la “fiesta de los toros”, cuando todas la demás ILPs de carácter social y progresista fueron rechazadas despiadadamente, es una dato revelador de la inoculación de esa cultura de la crueldad y la competencia venal que fecunda la servidumbre voluntaria. Una deriva que hubiera sido imposible si en vez de una transición continuista hubiera existido ruptura democrática, evitando así la superstición de una oposición verbalista que jamás se opone en radicalidad, y que, en todo caso, para no perder votos en el caladero de la “mayoría silenciosa”, se contenta con callar para otorgar. Como la abstención del PSOE en la estocada de esta ILP, con la mirada puesta en su repercusión en la Comunidad Andaluza, donde gobierna ad eternum y la tradición taurina envenena los sueños de una izquierda unida en la rentabilidad de sus incoherencias éticas y democráticas.
De ahí que la doctrina Parot-Belloch y lo que le cuelga no sea un capítulo más a beneficio de inventario, alejado del contexto social en que vivimos, sino por el contrario la expresión paladina del austericidio generalizado que padecemos. Un pueblo medianamente culto, maduro, responsable de sus actos, no fagocitado en los contravalores de su adversario, hecho en la lucha por los derechos democráticos, formado en la solidaridad, el respeto, la pluralidad y la tolerancia, y escéptico ante los cantos de sirena del becerro de oro y del poder, nunca puede ser una masa informe y despersonalizada. La función crea el órgano. Y cuando los de abajo renuncian a su autonomía y persisten en mantener su “minoría de edad en el pensar” (Kant dixit), se termina mancando el paso que toca la música de los de arriba. Como en el Egipto de los generales, donde una parte significativa de la sociedad ha respondido positivamente al toque pavloviano de la casta militar para aplastar por la fuerza al primer gobierno democrático de su historia y a quienes lo hicieron posible. Ergo: represión máxima para el mínimo delito. La misma sangrante contradicción que alimenta el austericidio: rescatar a los ricos robándoselo a los pobres.