La Escuela de Vallecas, paseo de libertades
Carlos Olalla*. LQSomos. Octubre 2017
Ambos provenían de familias humildes y a ambos la vida les trajo muy jóvenes a aquel Madrid de principios del siglo XX en el que todo lo viejo moría. Eran los años del crecimiento del movimiento obrero, del nuevo horizonte que representaba la revolución rusa, pero también los años del desastre de Annual y de la dictadura de Primo de Rivera refrendada por Alfonso XIII. Años de contrastes e inquietudes, años de permanente búsqueda. Y aquellos dos jóvenes, Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, los vivieron apasionadamente. Escultor uno y pintor el otro, juntos entendieron que el arte necesitaba una revolución urgente que lo sacara de la languidez en la que había caído en los últimos cien años: “Todo lo que se había estado realizando aquí durante el siglo XIX era arte completamente pasado, no había renovado los cánones y tampoco poseía un sentido de los grandes clásicos. El siglo XIX no comprendió a Velázquez, ni al Greco, ni a Goya. Era una pintura anecdótica, rutinaria… Juan Ramón fue quien primero me hizo ver que en París se estaba haciendo una pintura que no tenía nada que ver con lo que se hacía en España…Todo arte tiene un poco de mística. Yo creo que el arte ha dejado de tener importancia porque ha perdido ese sentido místico, teológico. La pintura es una religión. El arte es una religión. No se trata de pintar santos y santas, sino de comprender la naturaleza con ese sentido teológico. Por eso el arte ha bajado tanto y está por los suelos. El arte tiene que volver a comprender ese mundo para llegar a ser grande… Encontré a Alberto, que ya dibujaba con ideas muy parecidas, muy revolucionarias. Cambiamos impresiones y me interesó. Yo le hablaba de París, de que la escultura no era lo que se hacía aquí. Yo recibía Cahiers d´Art y le hablaba de los grandes escultores modernos, de Brancusi…Él se enamoró de este mundo. Al ir aclarándonos sobre estos pasos, pasos muy decisivos pero todavía no demasiado precisos, comprendimos que había que hacer un arte que no se pareciera al de los demás, un arte nunca visto, nunca hecho. Eso fue algo que nos impusimos Alberto y yo” (Benjamín Palencia)
“Yo quería hacer un arte que reflejase una nueva vida social, que yo no veía reflejada en el arte de los anteriores períodos históricos. Me di a la creación de formas escultóricas, como signos que descubrieran un nuevo sentido de las artes plásticas. Me dediqué a dibujar con pasión. A través de aquellos dibujos que hacía para buscar posibles esculturas pude darme cuenta de que era difícil salir de todo lo que a uno le rodea. Esos dibujos que nadie entendía porque los veía fragmentados, para mí estaba claro que eran trozos de caballos, de mujeres… mezclados con montes, campos… Eso me llevó a la conclusión de que todo lo que pudiera hacer yo en forma plástica existía ya. Entonces vi que nunca lograría crear cosas inexistentes. Me tranquilicé. Procuré hacer una escultura más sencilla. Ya no tuve inconveniente en ir a buscar estas formas al campo, formas que encontraba muchísimas veces dibujadas por el hombre cuando labraba la tierra. En realidad, yo no hacía más que levantar esas formas de la tierra. Un día, andando por los campos próximos a Alcalá de Henares vi cómo un gavilán se comía un pájaro. Por allí sólo pasaba un pastor que otro.
Se me ocurrió levantar el Monumento a los Pájaros, para emplazarlo en aquel sitio, así serviría de monumento y de nido a los pájaros pequeños, construido de manera que ni las aves de rapiña pudieran meterse, ni las alimañas subir a él pues la pieza basamental estaba curvada con este fin. El conjunto se componía de ocho piezas. Y al cabo de treinta años he podido comprobar que este monumento sigue siendo una escultura actual, por el hecho de haber sido concebido para un sitio fijo y para cumplir una misión determinada.
Al participar en la Exposición de Artistas Ibéricos conocí a varios pintores. Casi todos se fueron después a París, menos Benjamín Palencia. Palencia y yo quedamos en Madrid con el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional, que compitiera con el de París. Durante un período bastante largo, a partir de 1927, más o menos, Palencia y yo nos citábamos casi a diario en la Puerta de Atocha, hacia las tres y media de la tarde, fuera cual fuese el tiempo.
Recorríamos a pie diferentes itinerarios: uno de ellos era por la vía del tren, hasta las cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares, torcíamos hacia el Cerro Negro y nos dirigíamos hacia Vallecas. Terminábamos en el cerro llamado de Almodóvar, al que bautizamos con el nombre de «Cerro Testigo» porque de ahí había de partir la nueva visión del arte español. Una vez en lo alto del cerro –cerro de tierras arrastradas por las lluvias–, donde sólo quedaba algún olivo carcomido, con escasas ramas abarcábamos un círculo completo, panorama de la tierra imagen de su redondez.
Aprovechamos un mojón que allí había, para fijar sobre él nuestra profesión de fe plástica: en una de sus caras escribí mis principios; en otra, puso Palencia los suyos; dedicamos la tercera a Picasso. Y en la cuarta pusimos los nombres de varios valores plásticos e ideológicos, los que entonces considerábamos más representativos; en esa cara aparecían los nombres de Eisenstein, El Greco, Zurbarán, Cervantes, Velázquez y otros.
Y como Don Quijote, cuando desde lo alto de un cerro describía los ejércitos que se le venían encima, porque esa era la ley del armado caballero andante, nosotros también, considerándonos caballeros andantes de las artes plásticas, describíamos nuevas formas del dibujo y del color. Llegamos a la conclusión de que para nosotros no existía el color sino las calidades de la materia. Desde allí mismo comprobamos cómo los colores de los carteles que a lo largo de una carretera anunciaban automóviles, hoteles, etcétera, eran repelidos por el paisaje, como si fueran insultos a la Naturaleza. Nos proponíamos extirpar los colores artificiales, agrios, de los pintores, de los carteles. Queríamos llegar a la sobriedad y la sencillez que nos transmitían las tierras de Castilla. Era, en el fondo, un movimiento equiparable a lo que en tiempos fueron los impresionistas. Metíamos la cabeza entre las piernas y veíamos cómo se transformaba toda la visión del paisaje; descubríamos por este procedimiento la rutina de los ojos, porque la postura nos cambiaba toda la visión. Nos parecía que lo que contemplábamos desde lo alto del cerro no había sido todavía realizado por ningún pintor, ya fuera El Greco, Velázquez, Zurbarán o Picasso.
De todo esto surgió la idea de lanzar una nueva escuela, la Escuela de Vallecas. Tomamos la cosa con verdadero fanatismo. Nos dimos a coleccionar piedras, palos, arenas y todo objeto que tuviera cualidades plásticas. Hasta el extremo de que una vez encontramos en un barbecho de Vallecas un zapato viejo de mujer y sobre el hallazgo comparamos los dos mundos: el del campo abierto y el del interior de Madrid. Esto nos hizo lanzar el grito de «¡Vivan los campos libres de España!»” (Alberto Sánchez).
Así nació lo que hoy se conoce como la escuela de Vallecas, creada en 1927, un año que marcó un giro en la creación artística de este país y que, pocos años después, durante la II República, viviría su máximo esplendor. A aquellos dos locos soñadores que se habían conocido en la Exposición de Artistas Ibéricos celebrada en el palacio de El retiro en 1925, les acompañó desde el principio Pancho Lasso, un joven escultor canario que, como ellos, apareció un día en Madrid buscando su destino. Las vanguardias europeas, con París a la cabeza, estaban revolucionando el mundo del arte. El mundo estaba en constante cambio, en ebullición. Pero aquellos vientos de libertad no habían llegado a la negra España de tricornio, peineta y mantilla de la dictadura de Primo de Rivera. Alberto, como ya se le conocería siempre como escultor, y Benjamín Palencia, encontraron en el contraste entre el campo y la ciudad la base que inspiraría su propia revolución. Sus paseos diarios desde Atocha hasta el cerro Almodóvar (o cerro testigo como ellos lo bautizaron) fueron la escuela en la que aprendieron a ver el mundo que les rodeaba de otra forma. Fue en la tierra, en la sobriedad de la tierra, donde encontraron todo lo que necesitaban. Piedras, cantos, guijarros, retorcidos troncos de árboles o simples gotas de lluvia sobre una laguna les enseñaron que el arte debía volver a la naturaleza que había perdido, a aquella arboleda perdida tan querida para ellos y para Rafael Alberti que, como tantos otros poetas y artistas de la época acompañaron a Alberto y a Benjamín en sus paseos poéticos: Luis Castellanos, Pepe Bergamín, Díaz-Caneja, Maruja Mallo, Alberti, Neruda, Lorca o Miguel Hernández…
Los años de la II República fueron de un gran esplendor cultural y educativo. En aquellos pocos años se crearon más escuelas que en las cuatro décadas anteriores. Eran años en los que el arte y la cultura se dirigían al pueblo, se acercaban a personas que nunca hasta entonces habían tenido acceso a ellas. Y fueron muchas y muy diversas las formas en las que se acometió aquella aventura: las exposiciones se multiplicaron, aparecieron nuevas revistas (como Cruz y Raya, creada por Bergamín y de la que Palencia fue director artístico), se crearon las misiones pedagógicas, de cuyo patronato Alberto fue vocal, Lorca recorrió los pueblos de España llevando el teatro desde su Barraca… Pero vino la guerra y se lo llevó todo. El golpe militar de Franco y la guerra que provocó acabaron con aquel período profundamente creativo de expansión de la cultura y se llevó por delante al país que pudo haber sido. También se llevó la escuela de Vallecas que, unos años después inútilmente intentaría rehacer Benjamín Palencia con otros jóvenes artistas en lo que fue el caldo de cultivo de lo que se conocería como la Segunda escuela de Vallecas que fue el germen de la posterior Escuela de Madrid.
Acabada la guerra, Benjamín Prado permaneció en España, donde desarrolló su carrera como pintor hasta el momento de su muerte en 1980. En los últimos años de su vida recibió numerosos homenajes y reconocimientos. La vida de Alberto, sin embargo, fue la otra cara de la moneda. En 1938 su estudio de Lavapiés fue bombardeado por la aviación franquista y casi toda su obra fue destruida. El gobierno de la II República le envió aquel año a Moscú como profesor de arte para los niños españoles exiliados. Ya nunca regresó a España. Murió en Moscú en 1962. De él dijo Ilyá Ehrenburg: “Lo que más impresiona aquí es que tras veinte años de forzoso exilio, Alberto sigue siendo español y artista por los cuatro costados. Tercamente español y tercamente artista.” Franco no solo destruyó su obra con sus bombas, sino que intentó borrar su memoria cubriéndole, como a tantos otros artistas y creadores, con un negro manto de olvido.
Por eso, para reivindicar su figura y lo que representó para el arte y la cultura de este país la Escuela de Vallecas, los vecinos y vecinas de ese distrito hoy de Madrid que jamás abandonará sus raíces de pueblo, han querido rendirle su particular homenaje, un homenaje que consiste en revivir los paseos poéticos de Alberto y Benjamín desde Atocha hasta el cerro testigo leyendo poemas dedicados a ellos acompañados por músicos tocando en directo. Hoy ha sido la primera edición de este homenaje. También ha servido para rendir homenaje a Miguel Hernández, paseante con ellos de esos caminos, en el 75 aniversario de su muerte. Alberto, recordando a Miguel Hernández y los paseos hasta el cerro, comentó una anécdota que habla de la calidad humana y la profunda raigambre en la naturaleza que ambos tenían: “La vida de los hombres suele ser retorcida como las raíces de los tomillos, pero hay muy pocos que al final de esa lucha huelan tan profunda y limpiamente como éste… (Y me entregó uno de los varios tomillos que llevaba en la mano). Estos paseos organizados por los vecinos y vecinas de Villa de Vallecas se realizarán una vez al año, por primavera. Para dos artistas que quisieron acercar el arte al pueblo no puede haber mejor homenaje que el que les hace el propio pueblo. Ha sido un acto lleno de amor y alegría al que hemos asistido un centenar de personas. El paseo se ha iniciado bajo la escultura de Alberto “El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella” que hay en la plaza del Reina Sofía, desde donde, tras pasar frente a lo que para Alberto y Benjamín era el Gran Café Social de Oriente y por desgracia para nosotros no pasa de ser un vulgar Kentucky Fried Chicken, nos hemos dirigido en metro hasta la estación de Miguel Hernández, donde nuevos paseantes se han unido a nosotros. El camino desde allí ya lo hemos hecho andando pasando por paisajes semiurbanos y forestales donde hemos ido realizando diversas paradas para recordar a Alberto y a sus amigos en las que diferentes personas se han animado a leer poemas dedicados a ellos de poetas como Neruda, Alberti o Blas de Otero entre otros. Un verso de Juan Rejano en el que se refería a Alberto me ha llamado poderosamente la atención. Se ha referido a él como el labriego sideral, y realmente eso es lo que era, un hombre que buscó su esencia en la raíces de la tierra, una esencia que le permitió crear su propio universo en las estrellas. Las intervenciones musicales de flauta, violín o guitarra han salpicado de magia este paseo poético que nos ha hecho sentirnos a todas y a todos como alumnos de esa inmortal Escuela de Vallecas. Hoy Alberto Sánchez y Miguel Hernández han vuelto a recorrer juntos aquel camino, han vuelto a jugar a ver quién sabía más de flores y plantas. Hoy aquellos dos hombres que se unieron para transformar en arte la belleza de la tierra, Alberto elevando en sus esculturas hasta las estrellas los surcos arados de los campos y Miguel plantándolos en sus versos para que sus frutos germinaran y nos hicieran crecer a todos, han vuelto a subir al cerro testigo acompañándonos a quienes hemos acudido a su invitación.