La globalización
Temprano comenzó a sangrar el rojo. A borbotones secos suicidó sus fulgores, gota a gota, pincelada a pincelada, ante la desolación de los demás colores incapaces de evitar tanta descolorida desgracia.
El verde presenció la roja desventura y, herida de muerte la esperanza, eligió la sombra más lejana, a resguardo de cualquier remordimiento, para dejarse caer desde su altura.
El amarillo, mudo testigo de la calamidad que convocaba a todos los colores, fue incapaz de asistir impasible al verde derrame y al rojo desangrarse, vertiendo inanimado sus destellos hasta expiar la culpa de su lustre.
Tampoco el naranja logró quedarse al margen del general desplome y, enfermo de nostalgia, desanimó su brillo, apagó sus relieves y se arrojó en los brazos del olvido.
El azul, que en sus pupilas retenía la tristeza de tanto desconsuelo, no pudo preservar el derecho a su propia identidad y, entre desconcertado y afligido, clausuró sus matices y tonos para siempre.
Entonces, el violeta comenzó a llorar lágrimas rojas que velaran la sangre; lágrimas verdes que evocaran la historia; amarillas que aliviaran la noche y naranjas que anunciaran el día hasta teñir de azul pesares y lamentos. Después se despidió de pájaros y flores hundiendo su violácea condición en el silencio.
Absolutamente solo y desesperado, el añil buscó a su alrededor aquellos otros modos de ser el Arco Iris, aquellas otras gratas compañías con las que tantas lluvias y soles compartiera, y fue languideciendo al no advertirlas hasta decolorarse y extinguirse.
Así fue como el Arco Iris quedó globalizado.