La ilusión
La ilusión hace que las montañas vuelen, ¿acaso no lo hacen dentro de un planeta que da vueltas alrededor del sol en el cielo del universo?.
Había un vez una niña pizpireta y dicharachera, de cara regordeta, que se mete el dedo en la nariz y que corre en la orilla del mar para que no le pillen las olas cuando desvanecen a sus pies. Una niña que cada día hizo un castillo de arena en la playa.
Por la tarde, al subir la marea, los castillos volvían a ser más arena entre la arena de la playa. Ser efímeros aquellos castillos, siempre diferentes, hizo que muchas personas se acercasen a ver sus construcciones.
– ¿Para qué sirven? -, preguntó un señor.
– Para nada -, contestó la niña, que siguió haciendo castillos de arena.
Es posible que no sirvan para nada los castillos de arena, pero iba cada día a hacer uno, a imaginar nuevas formas. Muchas personas se juntaban a su alrededor para ver sus obras. Comentaban a qué les recuerda, hablaban entre ellas e inventaban historias de caballeros y princesas, de dragones y gigantes, de desiertos y ruinas de civilizaciones desaparecidas. Parecía que lo que esa niña hacía no sirviera para nada. Pero allá estaban muchas personas en torno a aquel lugar, fantaseando sin darse cuenta y cuando el agua se llevaba el castillo de arena un murmullo colectivo sonaba ¡¡¡oooohhhhh!!!.
Entonces ¿Por qué no hacer castillos sólidos, que no se los lleven las olas?. ¿Para qué?. Para que duren. ¿Para qué?: para venderlos… ¿Por qué hacerlos de arena?. Porque sí. Pero los inversores prefirieron los de ladrillos en los que viviera mucha gente para que fueran turistas a la playa. Alguien ideó hacer apartamentos y hoteles, ¡de muchos pisos! con materiales de la mejor calidad. Las olas ya no los hicieron desparecer. Empezó a ir tanta gente, que pisaban los castillos de aire que la niña, con su coleta al aire, había realizado. Pero continuó haciéndolos. Y la gente acudía para verlos. Asistieron más porque duraban menos, a penas una hora si es que los pudo terminar.. Al llenarse de gente la playa los pisaba quien pasara, a veces sin querer.
Un príncipe llevó una foto de un castillo donde él vive y con los demás que miraban los de arena habló de palacios sólidos y voluminosos con estatuas y fuentes en su interior. Y preguntó a la niña que por qué no hacía fotos para que al menos quedara la imagen de cada uno de ellos.
– Si lo importante es hacerlos -, dijo ella. – Y volverlos a hacer –, continuó exponiendo su inocente idea.
¿Y para qué?. Mucha gente no sabe que no hay respuestas porque no hay preguntas. ¿Y por qué no hacerlos en la plaza Mayor y cubrirlos con una urna de cristal para que duren más y más transeúntes los vean?. No hay respuesta a preguntas que no se han de hacer. ¿Y por qué esta niña hace castillos de arena una y otra vez?. Y las preguntas estallan en los oídos de la niña como las olas en la playa.
Pero siguió acudiendo la gente alrededor del castillo que hiciera la niña y eso, al parecer, molestaba, porque había muchas personas en la playa, pero van a los hoteles y apartamentos. Para que no se aglomerasen y no dejasen pasar a quienes pasean prohibieron hacer castillos de arena. La niña sonrió. Todos esperaron verla llorar, pero estaba buscando ideas…, lo cual le alegró.
Una señora, al darse cuenta de que aquellos castillos de arena habían sido el acicate de todo aquel emporio de rascacielos y de normas sin sentido como consecuencia de envidias, ambiciones y por la codicia humana, contó una historia sobre una vez en un lugar muy lejano en el cual hay un día al año se celebra la fiesta de los candiles. Van a una plaza ricachones para lucir los que son de oro, otros con diamantes y esmeraldas, obrados algunos por los mejores orfebres y de plata. Van sus dueños con lujosas capas, con túnicas suntuosas y trajes de seda. Aquella plaza se llena cada año. También acude un anciana pobre, a la que no dejan salir de un portal porque nadie le hace un hueco ni el más mínimo caso. Un año se puso a llover y todos aquellos utensilios con aceite para alumbrar se apagaron… Cuando pasó la tormenta fueron al candil de barro, humilde, el de aquella anciana que por no estar en la plaza ya que no hubo sitio para ella, se acercaron a la anciana para prender sus lujosas lámparas cuando dejó de llover… Un sabio descubrió que la llama es la misma por muy diferentes que fueran aquellos cuencos de aceite.
Al escuchar aquella historia la niña volvió sonrió más y movió los brazos como si dirigiera una orquesta, pareció que estaba colocando algo en un estante invisible. Otra vez los transeúntes volvieron a colocarse a su alrededor. Ya no podían prohibir más, ¿puede alguna autoridad prohibir que nadie se mueva?. Y la niña pizpireta y de cara regordeta se rió, otra vez. Hizo castillos en el aire que nadie ve, pero todos miran y al prestar atención imaginan lo que hace y aprenden a construir castillos en el aire también. Esas personas empezaron a soñar y pintaban sus inventos con colores imaginarios. ¡¿Para qué sirven?!, geritó un señor desde su lujoso coche a lo que nadie miraba. Nadie contestó. Los que le acusaron a la niña de intrusismo profesional por no ser arquitecta no tuvieron pruebas porque no ven lo que ella hace. Los castillos de aire no necesitan planos ni permiso municipal. El juez desestimó la denuncia y Kafka sonrió en el horizonte. Le quisieron encerrar por loca y, sin embargo, no da cuerda al reloj ni usa pilas de botón… Ella tiene uno de arena y otro de sombras que indica la hora según donde esté el sol. Quisieron, nunca se supo quien, que dejara de sembrar el aire de sueños, pero ella no fue una ilusa: continuó haciéndolo sin saber por qué, espera ver crecer la esperanza. Una ilusión.